La papolatría o ver al Papa como un caudillo

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Esta semana el blog argentino The Wanderer ha publicado un artículo sumamente interesante. En él se analiza una gran ‘enfermedad espiritual’ de los últimos 150 años y que, a nuestro juicio, se vio incrementada con los nuevos medios de comunicación: la papolatría:

La era posbergoglio, que pareciera que está más cerca de lo que pensábamos, deberá dedicarse a reconstruir varios elementos de la Iglesia que fueron destruidos por buenas o malas razones en los últimos siglos. Y uno de ellos es su institucionalidad, es decir, la concepción de la Iglesia como una institución en la que los personajes que ocupan sus puestos de gobierno son circunstanciales y secundarios. Lo que se observa es que desde hace ya varios pontificados la Iglesia adoptó un carácter más cercano al de un movimiento que al de una institución. Y esto ocurrió, a mi entender, a partir del pontificado de Pío IX y de su exaltación del papado romano a niveles que nunca había tenido, transformando de ese modo al Papa en un caudillo. Vale la pena recordar aquí dos anécdotas de este pontífice. La tarde del 18 de junio de 1870 mientras se desarrollaba el Concilio Vaticano I, tuvo lugar una acalorada discusión entre este pontífice y el cardenal Guidi debido a las reservas que tenía el docto purpurado dominico acerca de la conveniencia de proclamar el dogma de la infalibilidad, aduciendo que no se trataba de una verdad conservada claramente en la Tradición. Pío IX le respondió a los gritos: “… io, io sono la Tradizione, io, io, io sono la Chiesa”. (Cf. K. Schatz, Vaticanum I, vol. III, Paderborn, 1992, p. 312-322). Y en otra ocasión, durante el encuentro entre el pontífice y el patriarca melquita Gregorio II Youssef-Sayour, firme opositor a la definición del dogma de la infalibilidad, el obispo oriental fue arrojado al piso por un guardia suizo y Pío IX, mientras le pisaba la cabeza, le decía: “Gregorio cabeza dura” (Ken Parry – David Melling, The Blackwell Dictionary of Eastern Christianity, Malden 1999, p. 313). Más allá de la conveniencia o inconveniencia de la proclamación de ese dogma, lo cierto es que Pío IX se había convertido en caudillo, que hacía y deshacía en la Iglesia según su omnímoda voluntad y trataba al resto de los obispos, sucesores de los apóstoles como él, como meros empleados.

Pero la Iglesia, que es una institución fundada por Cristo, no tiene ni necesita caudillos; necesita jerarcas que la gobiernen como guardianes e intérpretes de la Revelación expresada en las Escrituras y en la Tradición. No necesita de líderes carismáticos y autoritarios. Esta es la nota distintiva de los movimientos, y basta ver lo ocurrido en los siglos pasados: el nazismo necesitó a Hitler, el fascismo a Mussolini y el peronismo a Perón. Y también, los neocatecumenales a Kiko, Bose a Enzo Bianchi y los focolares a Chiara Lubich.

La característica de un “movimiento” es, justamente, que se mueve hacia algo. Es decir, que hay una agenda programática, configurada por un proyecto con dynamis propia, y un estilo, el del Caudillo, es decir, la cabeza del movimiento. Brevemente: el Papa comienza a configurarse como un caudillo, y el catolicismo como religión del Papa. Es el catolicismo definido como papismo, pero papismo del caudillo que deviene tal por carisma y carácter personal, no por institución, y que fuerza a los fieles a adoptar sus objetivos personales programáticos, ya sea doctrinarios o litúrgicos.

A su vez, la base de legitimidad del Papa muta por necesidad interna de adhesión a ese carácter, deviniendo en populismo y requiriendo la adopción de actitudes disruptivas con la tradición. Un Papa políticamente incorrecto, que pierde apoyo popular y al que las masas no aclaman lo suficiente, empieza a peligrar, porque el caudillo se legitima en el pueblo.

En otros términos, desde hace más de un siglo ser católico ha venido a identificarse con pertenecer a “la religión del Papa”. Es decir, se identifica la religión con la figura de una persona, que es siempre circunstancial, y que se transforma en caudillo.

Se trata de una peligrosa perversión del hecho religioso y de una involución dañina que nos sustrae de los dominios de una religión evangélica y nos coloca muy cercanos a una religión tribal. Es decir, nos enajena de una religión en la que sus miembros siguen y se comprometen existencialmente con un mensaje que, de un modo radical, orienta a sus fieles hacia la vida trascendente que se abre luego de la muerte corporal. La adhesión al mensaje evangélico es reemplazada por la adhesión incondicional a la persona que, de un modo vicario, establece la referencialidad necesaria e imprescindible que toda religión debe tener.

No estoy discutiendo la necesidad de una iglesia visible que, como tal, necesita de un culto y de una estructura humana de gobierno y acompañamiento pastoral de los fieles. Y esta estructura, jerárquica por principio, se debe apoyar lógicamente sobre la figura de quien se constituye como vicario del Fundador, es decir, el Papa. El problema consiste en trasladar la adhesión existencial, y en el fondo la fe, al Papa, desplazando o enturbiando el Evangelio. Es decir, que la fe del cristiano termina siendo la fe del Papa o, peor aún, la fe en el Papa. Esto es, la fe en una persona que, aún poseyendo la legitimidad jurídica requerida, y la promesa de la indefectibilidad en materia de fe otorgada por el Señor, no deja de ser un humano con todas las limitaciones del caso.

La fe y la religión cristiana tienen un solo líder, que es Cristo. No tienen un caudillo, sea este el Papa, el obispo o el fundador de una congregación. Resulta por cierto mucho más fácil tener un caudillo, porque a éste se le puede ver, escuchar y tocar, y provoca un adictivo entusiasmo triunfalista como podemos ver, por ejemplo, en las Jornadas Mundiales de la Juventud o en las ya pasadas audiencias de los miércoles en la plaza de San Pedro: cientos de miles de personas vitoreando a un caudillo, llámese éste Francisco, Benedicto o Pío, lo mismo da. Yo no veo mucha diferencia con las multitudinarias reuniones de Nüremberg o de Piazza Venezia en los años ’30, o con las plazas de Mayo abarrotadas de los ’40 o ’50.

¿Qué problemas acarrea esto? Innumerables. Uno de ellos es que es muy factible que tales cristianos terminen viviendo su fe no al ritmo del evangelio sino al ritmo del Papa, y esto es una perversión. Otra, es que, al confundir religión con papado, la misma dinámica de la confusión exigirá afiliaciones y fidelidades más o menos estrictas a estructuras en general muy personalizadas como modo indispensable de pertenencia a la Iglesia y al evangelio.

El problema sigue siendo el mismo: reemplazar la religión de Cristo, por la religión del Papa. Es por eso que urge que en la era posbergoglio la Iglesia retome su institucionalidad; que el Papa vuelva a convencerse que él es un personaje circunstancial cuya figura debe menguar y casi desaparecer para que destaque la figura de Cristo. Necesitamos un Papa santo, sabio y prudente. No necesitamos un caudillo.

 

Infovaticana.

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