Cuando se veía venir una cuarentena casi sin fin, inmediatamente me vino a la memoria un término Foucaultiano que había escuchado y leído una y otra vez durante clases universitarias, pero que por no haberlo experimentarlo en la vida diaria era una especia de noción “fuera de contexto”, salvo para el que había experimentado la dureza de la Unión Soviética o el control estatal chino, como era el caso de algunos profesores o compañeros en la universidad o el testimonio aterrador de presos políticos o religiosos (los más conocidos tal vez el del “Archipiélago Gulag” de Alexander Solzhenitsyn en la Unión Soviética y los libros testimonio del Cardenal Nguyễn Văn Thuận en Vietnam, ambos autores totalmente recomendados).
Según el pensador francés Michel Foucault, hay dos modalidades del poder sobre la vida de los individuos. El primero es el “biopoder“, cuando se aplica la disciplina al cuerpo del individuo para hacerlo útil y dócil a la vez. El segundo es la ” biopolítica“, cuando la disciplina se aplica a las poblaciones mediante una puesta en escena planetaria de medidas para controlar la circulación de las poblaciones, la reclusión en los hogares, el cierre de fronteras y, hoy en día, el teletrabajo, la (des)formación educativa a distancia, la aplicación de tecnologías (y apps) de vigilancia para controlar cada movimiento con la excusa de evitar contagios. El recuerdo de estas nociones (motivado por un artículo de Agustín Laje en PanamPost titulado “El poder en tiempos de pandemia”) me llevó a releer nuevamente un texto denso del pensador francés publicado en 1975: Surveiller et punir (Vigilar y castigar), donde afirma algo que es más actual que nunca en el contexto que estamos viviendo: la cuarentena es el escenario perfecto para el político. En este caso se trata de los globalistas y su proyecto de dominio mundial, manejado de fondo por la oligarquía internacional del dinero, sin cuyo veto esta cuarentena nunca hubiese sido impuesta.
Afirma Foucault: “La peste (al menos la que se mantiene en estado de previsión), es la prueba en el curso de la cual se puede definir idealmente el ejercicio del poder disciplinario . . . para ver funcionar las disciplinas perfectas, los gobernantes soñaban con el estado de peste” (p. 202). Es decir, si se quieren introducir nuevos controles estatales en la población, nada mejor que una peste, la cuarentena, sea impuesta con motivos reales (como ha ocurrido tantas veces en el pasado) o por medio de cifras manipuladas, gráficos falsos y una larga lista de contradicciones (como ha ocurrido en las conferencias de Prensa del presidente argentino Alberto Fernández). Y hoy en día, como se afirmó en ESTE ARTICULO, “ el Estado Totalitario tiene un arma nueva: la tecnología y las nuevas herramientas de vigilancia”. Como afirma Foucault: “Ha habido también un sueño político de la peste . . . la penetración del reglamento hasta los más finos detalles de la existencia y por intermedio de una jerarquía completa que garantiza el funcionamiento capilar del poder; no las máscaras que se ponen y se quitan, sino la asignación a cada cual de su “verdadero” nombre, de su “verdadero” lugar, de su “verdadero” cuerpo y de la “verdadera” enfermedad. La peste como forma a la vez real e imaginaria del desorden tiene por correlato médico y político la disciplina” (p. 201). Es en este contexto que, de introducirse un nuevo orden de control mundial, la cuarentena es el escenario soñado por quienes están detrás de este proyecto. Y por eso la necesidad de justificar una cuarentena, aunque los datos muestren otra realidad.
En su obra, Foucault presenta un texto tomado de los “Archivos militares de Vincennes”, el cual presenta un reglamento de fines del siglo XVIII sobre las medidas que había que adoptar cuando se declaraba la peste en una ciudad. El paisaje que pinta es aterrador y no muy lejano al control que quieren imponer en nuestro tiempo:
“En primer lugar, una estricta división espacial: cierre, naturalmente, de la ciudad y del “terruño”, prohibición de salir de la zona bajo pena de la vida, sacrificio de todos los animales errantes; división de la ciudad en secciones distintas en las que se establece el poder de un intendente. Cada calle queda bajo la autoridad de un síndico, que la vigila; si la abandonara, sería castigado con la muerte. El día designado, se ordena a cada cual que se encierre en su casa, con la prohibición de salir de ella so pena de la vida. El síndico cierra en persona, por el exterior, la puerta de cada casa, y se lleva la llave, que entrega al intendente de sección; éste la conserva hasta el término de la cuarentena. Cada familia habrá hecho sus provisiones; pero por lo que respecta al vino y al pan, se habrá dispuesto entre la calle y el interior de las casas unos pequeños canales de madera, por los cuales se hace llegar a cada cual su ración, sin que haya comunicación entre los proveedores y los habitantes; en cuanto a la carne, el pescado y las hierbas, se utilizan poleas y cestas. Cuando es preciso en absoluto salir de las casas, se hace por turno, y evitando todo encuentro. No circulan por las calles más que los intendentes, los síndicos, los soldados de la guardia, y también entre las casas infectadas, de un cadáver a otro, los “cuervos”, que es indiferente abandonar a la muerte. Son éstos “gentes de poca monta, que trasportan a los enfermos, entierran a los muertos, limpian y hacen muchos oficios viles y abyectos”. Espacio recortado, inmóvil, petrificado. Cada cual está pegado a su puesto. Y si se mueve, le va en ello la vida, contagio o castigo.
La inspección funciona sin cesar. La mirada está por doquier en movimiento: “Un cuerpo de milicia considerable, mandado por buenos oficiales y gentes de bien”, cuerpos de guardia en las puertas, en el ayuntamiento y en todas las secciones para que la obediencia del pueblo sea más rápida y la autoridad de los magistrados más absoluta, “así como para vigilar todos los desórdenes, latrocinios y saqueos”. En las puertas, puestos de vigilancia; al extremo de cada calle, centinelas. Todos los días, el intendente recorre la sección que tiene a su cargo, se entera de si los síndicos cumplen su misión, si los vecinos tienen de qué quejarse; “vigilan sus actos”. Todos los días también, pasa el síndico por la calle de que es responsable; se detiene delante de cada casa; hace que se asomen todos los vecinos a las ventanas (los que viven del lado del patio tienen asignada una ventana que da a la calle a la que ningún otro puede asomarse); llama a cada cual por su nombre; se informa del estado de todos, uno por uno, “en lo cual los vecinos estarán obligados a decir la verdad bajo pena de la vida”; si alguno no se presenta en la ventana, el síndico debe preguntar el motivo; “así descubrirá fácilmente si se ocultan muertos o enfermos”. Cada cual encerrado en su jaula, cada cual asomándose a su ventana, respondiendo al ser nombrado y mostrándose cuando se le llama, es la gran revista de los vivos y de los muertos.
Esta vigilancia se apoya en un sistema de registro permanente: informes de los síndicos a los intendentes, de los intendentes a los regidores o al alcalde. Al comienzo del “encierro”, se establece, uno por uno, el papel de todos los vecinos presentes en la ciudad; se consigna “el nombre, la edad, el sexo, sin excepción de condición”; un ejemplar para el intendente de la sección, otro para la oficina del ayuntamiento, otro más para que el síndico pueda pasar la lista diaria. De todo lo que se advierte en el curso de las visitas —muertes, enfermedades, reclamaciones, irregularidades— se toma nota, que se trasmite a los intendentes y a los magistrados. Éstos tienen autoridad sobre los cuidados médicos; han designado un médico responsable, y ningún otro puede atender enfermos, ningún boticario preparar medicamentos, ningún confesor visitar a un enfermo, sin haber recibido de él un billete escrito “para impedir que se oculte y trate, a escondidas de los magistrados, a enfermos contagiosos”. El registro de lo patológico debe ser constante y centralizado. La relación de cada cual con su enfermedad y su muerte pasa por las instancias del poder, el registro a que éstas la someten y las decisiones que toman.
Cinco o seis días después del comienzo de la cuarentena, se procede a la purificación de las casas, una por una. Se hace salir a todos los habitantes; en cada aposento se levantan o suspenden “los muebles y los objetos”; se esparce perfume, que se hace arder, tras de haber tapado cuidadosamente las ventanas, las puertas y hasta los agujeros de las cerraduras, llenándolos con cera. Por último, se cierra la casa entera mientras se consume el perfume; como a la entrada, se registra a los perfumistas, “en presencia de los vecinos de la casa, para ver si al salir llevan sobre sí alguna cosa que no tuvieran al entrar”. Cuatro horas después, los habitantes de la casa pueden volver a ocuparla.
Este espacio cerrado, recortado, vigilado, en todos sus puntos, en el que los individuos están insertos en un lugar fijo, en el que los menores movimientos se hallan controlados, en el que todos los acontecimientos están registrados, en el que un trabajo ininterrumpido de escritura une el centro y la periferia, en el que el poder se ejerce por entero, de acuerdo con una figura jerárquica continua, en el que cada individuo está constantemente localizado, examinado y distribuido entre los vivos, los enfermos y los muertos —todo esto constituye un modelo compacto del dispositivo disciplinario.”
(Foucault, Michel. Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. Buenos Aires: Siglo XXI Editores Argentina, 2002, pp. 199-201. Versión original: Surveiller et punir. Gallimard, 1975).