Una de las cosas que llama la atención, en este tiempo de pandemia, es el despertar de la conciencia comunitaria. Si bien es cierto que este virus, en mucho, impone distancia; sin embargo, muchas personas se han acercado y encontrado desde el corazón. Hoy están brotando muchas ayudas entre nosotros. En ello también hay una búsqueda continua de la oración de intercesión. Todo el que puede, pide por el que sufre y busca al Señor.
La oración de intercesión, como lo dejó claro el papa Benedicto XVI, «supone “sumergirse” en el abismo de la misericordia de Dios, que solo espera un germen de bien para perdonar y salvar al hombre». El que intercede afronta enseguida el problema en toda su gravedad y lo asume como si fuera propio y desde ahí llama a la puerta del corazón de Dios. El que intercede ya se ha abierto al amor.
Intercesores, ha habido muchos. Desde Abraham que pedía a Dios que tuviera misericordia de Sodoma y Gomorra, hasta la mujer de evangelio de hoy (Mt 15, 21-28). Pero ¿Qué es lo que solicitan? Abraham busca la justicia divina siquiera para diez personas que se dispusieran a ello. Pide para que, por unos pocos, todos fueran salvados del castigo. En este sentido, el papa Benedicto comenta que la intercesión de Abraham busca ese tipo de justicia que es distinta a la humana, cuyo único propósito es el castigo de quien comete el mal, de modo distributivo. Dice que Abraham busca algo más, porque entiende que la justicia divina es mayor.
Por otra parte, la oración de intercesión pide al menos a un justo que solicite ese tipo de justicia, como Abraham. De ahí que, en la siguiente historia de Israel, no se encuentre ninguno. Tendrá Dios que enviar a su Hijo, al gran Justo, para ser el Intercesor de la humanidad que haga suyos nuestros dolores y enfermedades y los lleve ante el altar del cielo para pedir el auxilio que viene de lo alto, el auxilio de Dios. Es por eso que, en el Justo de Dios, todo hombre encuentra su respuesta; y toda intercesión nuestra es plenamente escuchada.
La intercesión de Jesús es nuestra apuesta de salvación. ¡Es una gran cosa! ¡Una real Buena Nueva! Su intercesión actúa ya en nosotros. Es este mismo Señor, quien obra de modo callado en cada corazón. De hecho, la fe también se entiende como «el fruto del trabajo callado del amor de Dios en el corazón del hombre» (Jorge Guillén García). Esta fe nos lleva a pedir y suplicar, ahora nosotros, porque nuestro corazón también se hace capaz de compadecerse de la realidad de quien sufre. Pide esa justicia «superior» de Dios que es sanación y salvación para la persona amada que lo necesita. De este modo, «la súplica de intercesión tiene un valor particular, porque es un acto de confianza en Dios y al mismo tiempo una expresión de amor al prójimo» (Papa Francisco, Gaudete et exultate, 154).
Finalmente, la mujer del evangelio, la cananea, nos aporta otro elemento en la intercesión. Nos enseña a ponernos delante de Dios con fe, creyendo alcanzar de Él su gracia. Su intercesión nos adentra en la ruta de la humildad y la confianza. Al final, también se nos despierta el deseo de escuchar, de parte del Señor: «¡qué grande es tu fe!», porque de antemano sabemos que es un bien de salvación para las personas por quienes oramos. Pero también para nosotros, porque el Señor se dona en un encuentro de amor con aquél que intercede. Así, interceder por los demás nos hace vaciarnos de nosotros mismos y nos pone en la ruta de la humildad de una fe que es salvada por una justicia superior.
P. Artemio Domínguez Ruiz