La moral cristiana es relajada por un «misericordiosismo» que adultera y descarta los mandamientos: obispo Aguer

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El capítulo 15 del Evangelio de Lucas contiene la respuesta de Jesús a los escribas y fariseos que criticaban su actitud para con los pecadores (hamartōloùs). Es este el contexto de una enseñanza del Señor sobre la misericordia divina, que Él ejerce recibiendo a los perdidos y comiendo con ellos. Notar, de paso, que el comer juntos representa el máximo signo de cercanía e intimidad (synesthíei autóis). La réplica asume el estilo parabólico, tan frecuente en la enseñanza evangélica.

La parábola de la oveja perdida y recobrada (parabolēn táuten) va dirigida personalmente a ellos: ¿cómo obraría uno de ustedes, que son también dueños de un rebaño? “Les dijo a ellos” (Eipen de pròs autoùs). Pero esta comparación tiene otra melliza, la parábola de la moneda perdida por un ama de casa. La simetría entre ambas es exacta: el pastor, de las 100 ovejas (hekatòn próbata) pierde una (apolésas ex autōn hèn). Aunque el texto no lo indica, hay que pensar –ya que la oveja extraviada representa a los pecadores- que ella sola se apartó del rebaño guiado por el pastor que cuida de las cien. Para correr en búsqueda de la rebelde, éste abandona en el desierto (en tē erēmō) a las noventa y nueve (¡tanto la aprecia a la culpable!). La oveja extraviada es caracterizada como “perdida” (tò apolōlòs). Al encontrarla se regocija y alegrándose la carga sobre sus hombros (tithēsin epì toùs ōmous autou jáirōn); la alegría es desbordante y debe comunicarse a los amigos y vecinos (synjárēte moi, “alégrense conmigo”). La causa, la razón de ese gozo es el hallazgo (hoti éuron): ¡la encontré!

La otra parábola refiere la actitud simétrica de la mujer que pierde una pieza de valor, una dracma (de plata por lo general). También ella posee una cantidad, diez; pero no puede menospreciar la perdida , aunque sea solo una (drajmēn mían). Lo importante es recuperarla, por eso revuelve la casa y busca cuidadosamente (zētei epimelōs) hasta que la encuentra (éurē). Entonces, al igual que el pastor, llama a sus amigas y vecinas (euroûsa synkalêi) para que compartan su alegría: synjarēte moi. La conclusión de estas dos parábolas mellizas es la misma: hay mayor alegría en el cielo (en tō ouranō), o entre los ángeles (enōpion tōn angélōn). Un solo pecador arrepentido vale más que noventa y nueve justos para proporcionar gozo al Dios de misericordia. Esta comparación parabólica quiere justificar la conducta de Jesús ante sus críticos, los seudojustos escribas y fariseos, que no entienden nada. Esta es una constante en la predicación del Señor.

El capítulo 15 se cierra con la célebre parábola llamada del “hijo pródigo”, que yo prefiero designar de “los dos hermanos”. La figura principal es el padre: ánthrōpos tis, que tenía dos hijos: uno es llamado el menor (ho neōteros), que protagoniza la primera parte de la parábola con su aventura de escape y retorno. El hijo mayor (ho presbýteros) representa a los críticos de Jesús; pone a prueba la comprensión, la paciencia y el amor del padre, y su conducta queda expectante, no se dice qué hará. Este rasgo me parece fundamental para el sentido de la argumentación; es esta una parábola de final abierto. El “paterfamilias” accede a la demanda del muchacho que reclama anticipar la herencia y tener ya su parte (méros tes ousías). El texto griego habla de dividir: tòn bíon. Los dos términos se traducen en latín como substantia. La prisa del joven por acceder a una vida independiente está marcada por la indicación temporal  met’ ou pollàs hēméras, “pocos días después”; reúne o junta “todo” lo suyo (pánta). El vértigo, la rapidez se indican con el resultado: dieskorpisen significa “gastar”, lo mismo que dapanēsantos, disipar. En el versículo 13, zōn asōtōs, “viviendo lujuriosamente”, anticipa la acusación con la que el hermano mayor caracterizaba la aventura del pródigo: “devoró su herencia” (sou tòn bíon) con prostitutas (pornōn): esa es la descripción que el mayor hace de su hermano (v. 30).

La primera parte de la parábola llega a su culminación con la conversión del joven y su acogida por el padre misericordioso. El retorno comienza por un movimiento interior: cae en la cuenta de su penosa actualidad y “entró dentro de sí mismo”. No podía haber caído más bajo, cuidar cerdos era una actividad vergonzosa para un judío, ya que este animal era considerado impuro. El colmo de la miseria era desear el alimento de los puercos (v. 16 keratíōn), pero nadie se lo daba. En esa circunstancia “entró en sí mismo” (v. 17 eis heautòn dē elthōn) y su imaginación le presentó la casa paterna, donde los trabajadores (místhioi, v. 17) tienen pan en abundancia, mientras que él se muere de hambre (limō  apóllymai). La reflexión lo lleva a la decisión: un humilde retorno. Esta es la imagen de la conversión del pecador, que esboza ya los términos de la confesión: anastàs poréusomai (me levantaré e iré). Un detalle de interés: el padre lo ve cuando todavía está lejos (makràn apéjontos, v. 20), como si hubiera estado en la puerta, esperándolo. Se dice que el padre se movió a misericordia; literalmente, que sus entrañas se conmovieron (esplanjnísthē: este es el término que designa la misericordia, es decir la conmoción que provoca la miseria ajena). La reacción del padre: abrazo, beso, orden de devolverle el vestido y el calzado, el anillo en la mano, no permite al pecador arrepentido completar la confesión. Los rasgos indican que se le reconoce la condición filial. Parabólicamente se expresa la conversión cristiana; el regreso del pecador a la casa paterna merece una fiesta (v. 24 érxanto euphraínesthai).

La segunda parte de la parábola contiene la interpretación que Jesús hace de la crítica de escribas y fariseos, y una serena y misteriosa réplica. Ellos están representados en la figura del hijo mayor (ho presbýteros, v. 25) que enterado del festejo se niega a entrar y sumarse. Notemos el contraste: el padre, que sale para intentar convencerlo, le explica que su hermano ha regresado (ho adelphós sou, v. 27), el mayor, en cambio dice: “ese hijo tuyo” (v. 30, ho huiós sou hoútos), negando la fraternidad. La parábola queda misteriosamente abierta; no sabemos qué hará el hijo mayor.

El símbolo de esa actitud incierta refleja una situación de la Iglesia al tiempo que Lucas escribe su Evangelio. La Iglesia es todavía Ecclesia ex Judaeis. Recordemos que Jesús es el Mesías, que vino para dar cumplimiento a las promesas hechas por Dios a los Padres, a los patriarcas del Pueblo elegido.  En el diálogo con la Samaritana el Señor dice que la salvación viene de los judíos (hē sōtēria ek tōn Ioudáiōn estín, Jn 4, 22). En el Evangelio de Juan, que es cronológicamente posterior, se registra la actitud negativa del “hijo mayor”: «vino a los suyos, a su propia casa, eis tà ídia ēlthen  (Jn 1,11) y los suyos (hoi ídioi) no lo recibieron”.

Lucas, en el segundo tomo de su obra (los Hechos de los Apóstoles) señala un momento del paso de la Ecclesia ex Judaeis a la Ecclesia ex Gentibus. Pablo y Bernabé, en el primer viaje del gran Apóstol de las Naciones, llegaron a Antioquía de Pisidia; como lo hacía Jesús y después de él los discípulos-misioneros, se dirigieron a la sinagoga. Es oportuno recordar en este momento que el Señor vino en primer lugar para los judíos, como el Mesías que era, anunciado por los profetas y prometido a los patriarcas. Pablo habló con elocuencia en la sinagoga de Antioquía y anunció a Jesús el Resucitado, en quien Dios ofrecía el perdón de los pecados y el ingreso en el Reino. En dos sábados consecutivos el Apóstol proclamó la Palabra; en la segunda ocasión toda la ciudad prácticamente acudió a escucharlo (sjedòn pâsa hē pòlis, Hch. 13, 44). Los judíos reaccionaron negativamente y pretendieron contradecirlo; entonces Pablo, con segura confianza, constatando la misteriosa decisión del pueblo elegido –parrēsiasámenoi, 13, 46, el plural incorpora a Bernabé- comunica la decisión de “pasar a los Gentiles”: idoù strefómetha eis tà éthnē, advirtiendo que era esa una decisión del Señor de la historia, que Él mismo les había encomendado: 13, 47: oùtos entétaltai hemîn.

Desde esta perspectiva, en una relectura de la parábola de “los dos hermanos”, diríamos que el hijo mayor rehusó sumarse a la fiesta: no quiso entrar; abroquelado en una mezquina y extraviada justicia, despreció la misericordia.

A lo largo de la historia de la teología se ha planteado la cuestión de la justicia y la misericordia de Dios: el problema–misterio de la vinculación recíproca de esos atributos.

En la actual etapa del pensamiento, hemos conocido el amplísimo desarrollo del tema de la misericordia, expuesto sobre todo en el magisterio de Juan Pablo II. Es claro que no se debe oponer esos dos atributos divinos; Dios es justo y misericordioso, es lo uno porque es lo otro, o sea: es misericordioso porque es justo y es justo porque es misericordioso. Esta formulación paradojal –se trata del misterio divino- no es una tautología ni un mero juego de palabras, sino la expresión del ser mismo del Creador y Redentor del hombre, a cuya historia se asoma según la altura y profundidad de su sabiduría y su amor. Él es el padre de la parábola, que consiente – permite- la escapada del pródigo porque aguarda su regreso que será la alegría de toda la corte celestial; es el padre que sale a rogar al hijo mayor para que con su reconocimiento se sume y acreciente esa alegría.

En mi opinión, en la última década se ha cultivado un engañoso “misericordismo” como cobertura de decisiones arbitrarias. Esa adulteración del misterio de la misericordia divina ha inspirado un relajamiento de la moral cristiana que descarta la realidad de los mandamientos en los que se refleja y se cumple la justicia de Dios.

La formulación clásica de las relaciones entre los dos atributos en cuestión se encuentra en la Primera parte de la Suma Teológica de Tomás de Aquino. Después de estudiar la voluntad y el amor de Dios, en la cuestión 21 enfoca conjuntamente la justicia y la misericordia. La justicia divina constituye el orden de las cosas en razón de su sabiduría, que es la Verdad. Le compete asimismo la misericordia, no como una pasión, sino en cuanto que obra de dios “supra iustitiam”, liberalmente, por ejemplo perdonando, como una especie de “plenitud de la justicia”. El Aquinate cita el Salmo 24, 10: “todos los caminos del Señor son misericordia y verdad”, para afirmar que la acción de la justicia divina presupone la obra de su misericordia y se funda en ella. Todo lo que hace el Señor muestra como raíz primera su misericordia, que del no ser produce el ser.

Esta argumentación teológica ilumina la figura del padre en la parábola de “los dos hijos” y permite comprender su actitud, que se brinda a ambos paternalmente, es decir, con misericordia.

+ Héctor Aguer

Arzobispo Emérito de La Plata

Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.

Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.

Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).

Buenos Aires, sábado 28 de enero de 2023.-

Memoria de Santo Tomás de Aquino, presbítero y doctor de la Iglesia.

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