En un reciente artículo de America Magazine, órgano oficioso del catolicismo progresista en Estados Unidos, se vuelve a insistir en una vieja obsesión: transformar la Misa en una “comida significativa”. El texto propone, entre otras cosas, distribuir siempre la comunión bajo las dos especies, suprimir el uso del sagrario durante la distribución, y escoger canciones fáciles, alegres y repetitivas para acompañar la procesión de los fieles.
Pero lo más grave no está en los detalles. Lo verdaderamente escandaloso es el presupuesto: que la Misa es, ante todo, una comida comunitaria. Que su sentido se capta mejor si la gente canta como en un cumpleaños, si se lleva el pan “al momento”, si se eliminan signos “distantes” como la reserva eucarística. Y que todo esto ayudará a que los fieles crean en la presencia real. Lo contrario es cierto: quien reduce la Misa a una comida, termina por no creer en absoluto en lo que ahí sucede.
¿La Misa, una cena?
No deja de resultar impactante leer en una publicación que se dice católica frases como: “no deberíamos usar formas del sagrario porque sería como servir sobras de un refrigerador”, o que “la Eucaristía debería parecerse más a una verdadera comida”. Como si el altar fuera una mesa de picnic. Como si la gloria del sacrificio de Cristo necesitara la estética del brunch.
No. La Misa no es una cena. Es el sacrificio del Calvario. Es la renovación incruenta de la Pasión de Cristo , como enseñó con solemnidad el Concilio de Trento:
En este divino sacrificio que se realiza en la Misa, se contiene y se inmola de manera incruenta el mismo Cristo que se ofreció a sí mismo una vez de manera cruenta sobre el altar de la cruz” ( Concilio de Trento, Denzinger 1743 ).
Que se comulgue bajo una o dos especies es cuestión disciplinar. Lo intolerable es convertir el centro de la vida cristiana en una experiencia horizontal, afectiva, musical, participativa. Como si la eficacia salvífica de la Misa dependiera del ambiente. Como si lo esencial fuera cantar juntos y no arrodillarse ante el Cordero inmolado.
Cantar no es malo. Lo grave es trivializar.
Es cierto que la Iglesia alienta el canto durante la liturgia. Sacrosanctum Concilium, del Vaticano II, lo afirma con claridad:
La acción litúrgica reviste una forma más noble cuando los oficios divinos se celebran solemnemente con canto” (SC, 113).
Pero también advierte que se cuide “la dignidad de la música sagrada” (SC, 112). No todo vale. No todo es litúrgico por el hecho de ser cantado. No se puede poner al mismo nivel el gregoriano que une siglos de fe, con una melodía compuesta para que no cueste tararearla. La música en la liturgia no es para entretener ni para distraer, sino para elevar el alma a Dios.
El tabernáculo no estorba: es el centro
El desprecio hacia la reserva eucarística, tan de moda en ciertos círculos, revela una pérdida absoluta del sentido de lo sagrado. Se ve el sagrario como un almacén de formas, y no como el lugar donde habita Cristo realmente presente.
Se propone que sólo se distribuyan formas recién consagradas, como si no hubiera identidad plena entre las consagradas hoy y las de ayer. Como si la gracia tuviera fecha de caducidad.
El resultado es siempre el mismo: una pérdida de fe. Porque quien se fija más en la logística de la comunión que en su contenido, acaba viendo en la Eucaristía un símbolo, no una Persona. Y entonces ya no importa arrodillarse, ni guardar silencio, ni adorar. Solo importa “sentirse parte”.
Lo que necesitamos no es más dinámica. Es más adoración.
La verdadera crisis eucarística no se soluciona con propuestas estéticas ni con logísticas pastorales. Se soluciona recuperando la fe en que la Misa es el sacrificio del Hijo de Dios, ofrecido por nosotros para la redención del mundo. Que el altar no es mesa, sino ara. Que comulgar no es una experiencia comunitaria, sino un encuentro con el Dios vivo.
Todo lo demás es ruido. Incluso si viene envuelto en vino, canciones pegadizas y discursos sobre “comunión auténtica”. Porque sin adoración, sin reverencia y sin doctrina, no hay renovación eucarística posible.
Por JAIME GURPEGUI.
INFO VATICANA.