Jesús está oculto a nuestros ojos, pero no está oculto a nuestra fe

Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Pbro. José Juan Sánchez Jácome

Dios se puede manifestar de manera extraordinaria, como de hecho viene sucediendo a lo largo de la historia de la salvación. Hay personajes y acontecimientos a través de los cuales Dios irrumpe de manera portentosa. En la vida de los santos han sucedido situaciones extraordinarias en las que se contempla el esplendor de la gloria de Dios. La historia de la Iglesia también da testimonio y conserva con gratitud estas irrupciones maravillosas que confirman el camino en el que nos encontramos.

Pero, aunque Dios se ha manifestado de manera extraordinaria, no es la forma habitual como el Señor se manifiesta. Por eso, cuando alguien tiene una gracia especial y es testigo de un evento extraordinario no se puede mal acostumbrar, no puede esperar que toda la vida, en el campo espiritual, sucedan las cosas así.

Nos pareceríamos a esa gente que cree en Dios, pero anda buscando milagros, anda en la búsqueda de sucesos extraordinarios, donde prácticamente su fe está sostenida de un hilo, ya que cuando no hay milagros y sucesos extraordinarios, viene el cansancio y la decepción, corriendo el riesgo de caer en las redes de grupos pseudo religiosos de corte sensacionalista. No han entendido ni terminado de aceptar que, por supuesto, Dios se puede manifestar de manera extraordinaria, pero no es lo habitual.

La Biblia ofrece abundantes datos para ir comprendiendo cómo Dios se manifiesta casi siempre de manera ordinaria. El estilo de Dios es la humildad, por eso pasa de manera imperceptible. Dios no despliega todo su poder, sino todo su amor para darse a conocer a los hombres y lograr tocar su corazón.

Ahí tenemos la predicación de los profetas que genera reflexión y esperanza, el nacimiento y la vida de Jesús marcados por la pobreza, el origen sencillo de los apóstoles, la vida de las primeras comunidades cristianas, etc. Pero en la sencillez de este estilo se trata de manifestaciones donde Dios se da a conocer, haciéndonos sentir su presencia. Se manifiesta de manera ordinaria y es algo que tenemos que aceptar, que en la providencia divina así se van dejando huellas de la presencia de Dios.

Para reconocer dónde está Dios en la vida de todos los días, aunque no haya eventos extraordinarios, conviene tomar en cuenta dos textos bíblicos de gran significado. En primer lugar, Jesús encontró una imagen bellísima para explicarlo: un hombre que encuentra un tesoro escondido en un campo (Mt 13, 44).

A los ojos de alguien que no sabe nada del tesoro, aquel que sigue al Señor en la radicalidad del evangelio parece ser un loco. Por eso, si perdemos de vista el tesoro, aunque escondido, que está en esas cosas ordinarias, entonces pierde sentido nuestra búsqueda de Dios. En las cosas de todos los días no vemos a Dios no porque no esté, sino porque está oculto, exactamente como el tesoro.

Por eso, los maestros de la vida espiritual nos han enseñado que la mayor parte de nuestra existencia debemos vivirla haciendo memoria de la presencia de Dios, incluso si no se ve. Tener una vida de oración es ejercitar esa memoria de lo que está, aunque no se vea, vivir en la memoria de un tesoro escondido.

Nuestra vida ordinaria es ese tiempo de la existencia cotidiana en la que nos esforzamos por buscar a Dios, incluso cuando no lo encontramos, sabiendo que está y que nos pide simplemente buscarlo. Así, tener fe significa hacer memoria de una presencia que es más grande que nuestra percepción.

En segundo lugar, Jesús habla del juicio final (Mt 25, 31-39) para referirse a esos benditos que siempre hicieron el bien y practicaron las obras de misericordia, pero que se extrañan cuando el rey los coloca a su derecha y les dice: “Vengan, benditos de mi Padre; tomen posesión del reino preparado para ustedes desde la creación del mundo…” Se sorprenden porque únicamente se dedicaron a hacer el bien a los pobres, a los encarcelados, a los enfermos, a los desprotegidos, pero nunca vieron a Dios.

Y por eso le preguntan: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o encarcelado y te fuimos a ver?” Y se les responde: “Yo les aseguro que, cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron”.

No vieron a Jesús, no vieron a Dios, pero eso no fue obstáculo para que dejaran de hacer el bien. Nada los detuvo y hasta el final hicieron el bien. Y esa es la sorpresa que se llevan en el cielo, porque se dan cuenta que Dios está oculto, pero ciertamente se hace presente.

En nuestro caso vemos más los defectos y la parte oscura de las personas. Olvidamos en el momento de la ira y de las crisis que en esos hermanos también Dios se hace presente. Pero lo ordinario como memoria significa que a pesar de aquello que se está viviendo, allí está oculto el Señor. El Señor se esconde en cada persona necesitada e incluso en los que se han equivocado mucho (por eso en este evangelio se habla de los encarcelados). Esto hace soportable lo ordinario de la vida: hacer memoria que Cristo está escondido, que está ahí donde yo no logro verlo.

Están también los malos en la continuación del relato. No es suficiente no matar, el problema está en el bien que no hacemos. No basta evitar el mal, se necesita aprender hacer el bien. Nuestra vida no consiste solo en soportar a las personas que tenemos junto, sino en aprender a amarlas; no solo tolerarlas, sino amarlas; no solo no hacerles el mal, sino hacerles el bien y hacerlo de manera gratuita. Gratuito significa: entre más haces el bien las situaciones no cambian, pero sigue haciendo el bien. Esto es gratuidad, esta forma de amar es la que pide Jesús.

Eso vale para nosotros que cómo tenemos ganas de ver a Dios, que cómo quisiéramos que también se manifestara de manera ordinaria en la vida. Nos toca reconocer que siempre Jesús se hace presente. Está oculto a nuestros ojos, pero no está oculto a nuestra fe.

Por eso, el amor para un cristiano tiene que ser un amor de gratuidad: no hay que dejar de hacer el bien. Aunque nadie te reconozca, te aplauda y te agradezca, no hay que dejar de hacer el bien. Cuando una persona extiende la mano no hay que dejar de socorrerla porque no es la mano del pobre, sino la mano de Dios la que así apela a nuestro corazón.

Por lo tanto, que nadie pida pruebas, ni exija milagros, sino que nos convenzamos que, si queremos ver a Dios, si lo queremos sentir, hay que practicar un amor gratuito. Como el que uno hace cuando socorre a alguien, cuando perdona a alguien, cuando atiende a alguien que nunca te dará las gracias, es más que a lo mejor nunca más se va aparecer en tu vida. Pero te queda la seguridad de haber visto, en este rostro desfigurado, o en esta persona incluso pecadora, de manera oculta la misma persona de Cristo Jesús.

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