Jesucristo y la Virgen María en ‘El señor de los anillos’.

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Este fin de semana asistiremos al colofón del gran evento cinematográfico del año: el reestreno El señor de los anillos con motivo de su vigésimo aniversario. En efecto, durante este mes de mayo hemos podido disfrutar otra vez de la cinta que lo inició todo: La comunidad del anillo; de su flamante continuación: Las dos torres, y ahora, de su final: El retorno del rey. De las tres, esta última es quizás la que encierra una iconografía cristológica más evidente; por este motivo, intentaremos arrojar un poco de luz sobre ella, de manera que la disfrutemos en mayor medida cuando la veamos por última vez en pantalla grande.

Antes de comenzar, debemos acordarnos de que Tolkien nunca quiso hacer una alegoría explícita sobre la fe, sino que esta apareció en su obra de manera paulatina y casi sin que él se diera cuenta (¿no fue el mismísimo Señor quien aseveró: «De lo que abunda el corazón habla la boca»?); es más, en una de sus cartas asegura que incluso renunció a que aparecieran ceremonias religiosas, para no identificar a sus personajes con un credo concreto. Pero ello no obsta para que el catolicismo rezume en cada una de sus páginas y que él mismo corrobore que se trata de un libro eminentemente religioso y especialmente católico.

Sin embargo, hay dos personajes en el libro (y en la película) que sí pueden ser identificados fácilmente con dos protagonistas de la historia sagrada: estamos hablando de Galadriel y Aragorn, que simbolizan de manera respectiva a la Virgen María y Jesucristo. Y así, aunque el verdadero objeto de nuestro texto es el segundo, pues es el que implícitamente da título al film (y al libro), será conveniente también que indaguemos en la figura de la primera. Como decíamos en el artículo anterior, hoy se pretende dar una interpretación arreligiosa de la novela, pero eso es harto difícil, puesto que la fe –la católica– está presente en toda ella, y Galadriel (o la Virgen María, banderín característico de cualquier católico) es prueba de ello.

Muchos años antes de publicar El señor de los anillos, J.R.R. Tolkien le dedicó a la Madre de Dios este poema navideño:

«María en este mundo de abajo cantó/ oyeron elevarse su canción/ sobre la niebla y la nieve de la montaña/ hasta los muros del paraíso/ y se agitó la lengua de muchas campanas/ al sonar en las torres del cielo/ cuando se oyó la voz de una doncella mortal/ era la madre del Rey celestial. Feliz es el mundo y clara es la noche/ con estrellas sobre su cabeza/ y el salón repleto de risas y luz/ y los fuegos ardiendo rojos. Las campanas del paraíso suenan ahora/ con repiques de Cristiandad/ y ‘Gloria’, ‘Gloria’ cantaremos/ que Dios a la tierra acaba de llegar».

Y es que él siempre consideró a la Virgen María como un modelo de maternidad perfecta, de entrega, luz y cariño, pues así se lo había enseñado su propia madre, que murió en la miseria después de que se familia la repudiara por convertirse al catolicismo.

Años después, el confesor del escritor, el jesuita Robert Murray, consciente de esta devoción, no bien leyó El señor de los anillos, le preguntó si Galadriel era una alegoría de la Virgen, a lo que aquel respondió que sí; más aún, le aseguró que en ella se fundaba toda su escasa percepción de la belleza, tanto en majestad como en simplicidad, y que por este motivo había querido representarla en la dama de los elfos. Y es fácil intuirlo, porque ambas mujeres son hermosas y nobles, y vencen el mal con la fuerza de su humildad (cfr. Lc 1, 48. 52); además, ambas son mediadoras de todas las gracias, puesto que conceden a los cristianos (o a la comunidad del anillo) los elementos que necesitan para progresar en su camino (en el caso de Galadriel, la luz de Eärendil, con la que se vence el poder de las tinieblas, como quedará claro en el antro de Ella-Laraña)[1].

El director de la cinta, Peter Jackson, sabedor de esta implicación religiosa, quiso que en su obra quedara de manifiesto el aura espiritual de Galadriel. Por este motivo, se inspiró en las apariciones de la Virgen para describir a la dama elfa: su cabello lacio, su tez blanca y su ropa inmaculada dan fe de ello. Sobre todo, hay una expresión que él mismo acuñó y que recoge muy bien este empeño por mantener viva la esencia mariana del personaje: «Sus ojos eran jóvenes, pero en lo profundo se veía su eterna sabiduría, como si en ellos se reflejase la luz de las estrellas»[2]. Por esta razón, compró miles de bombillas de Navidad, para que inundasen con su titilante resplandor el set, como si el cielo hubiese bajado al suelo que estaba siendo hollado por la Madre de Dios (o por la reina de los elfos)[3].

¿Y qué pasa con Aragorn, auténtico objeto de nuestro estudio? Si recordamos, el mundo había quedado bajo el poder del demonio cuando este engañó al hombre, para que desobedeciese a Dios y comiera del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal (o bien, la Tierra Media había quedado bajo el dominio de Sauron cuando este engañó a los hombres, haciéndoles creer que con su anillo serían poderosos). De este modo, el rey de la creación, Cristo (cfr. Col 1, 12-20), se vio desplazado de su trono, aunque nunca renegó de él, por lo que decidió volver y recuperarlo. Para ello, aun teniendo dignidad divina, se disfrazó de mendigo, pues tomó carne humana para pasar por uno de tantos (cfr. Flp 2, 6-11); buscó a un grupo de compañeros, para que le ayudasen a divulgar su mensaje, y finalmente recuperó su corona y gobernó (y aún gobierna) sobre toda la tierra.

Aragorn, pues, es ese monarca absoluto de la Tierra Media que es profetizado desde antiguo, el que ha de regir los destinos de los pueblos con mano misericordiosa; es el rey cuya corona le ha sido arrebatada por el enemigo, pero que él reclama para bien de los suyos. Según las leyendas, será reconocible porque, entre otras cosas, tendrá poder para curar milagrosamente mediante la imposición de sus manos (como Cristo en el Evangelio). Pero no volverá majestuosamente, sino que se disfrazará como uno de tantos –como un montaraz cualquiera–, para recuperar lo que proviene de su padre, y tendrá un grupo de amigos fieles que pedirán también su regreso al trono. Y no solo eso, sino que igualmente bajará a los infiernos para redimir a los hombres que yacen en él y hacerlos miembros de su séquito, de la Iglesia (como Cristo bajó al purgatorio para hacer lo propio con las personas que le habían sido fieles, pero que aún no podían ascender a los cielos)[4].

Pero como decíamos en el artículo anterior, Tolkien no quiere identificar explícitamente a sus personajes con los protagonistas de la historia sagrada. Por este motivo, esta metáfora cristológica también puede ser encontrada en otros momentos del relato: por ejemplo, en Frodo, que carga con el anillo –el pecado– para arrojarlo al monte del Destino y que el hombre, por tanto, no vuelva a ser esclavizado por él; o en Sam, que ayuda a Frodo a portar la maligna sortija, ¡y a portar al propio Frodo!, como Cristo, que siendo cireneo de todos nosotros, nos ayuda a cargar con nuestra cruz de cada día (cfr. Mt 16, 24). Incluso en El hobbit podemos encontrar esta diáfana comparación, pues el enano Thorin también reclama su trono (esta vez, bajo la montaña Solitaria), y para ello se sirve de la fidelidad de doce compañeros (y del famoso Bilbo Bolsón).

El caso de Bilbo en El hobbit merecería un artículo aparte, pues también es un relato cristológico sobre la recuperación del trono, la vocación (Bilbo siente la llamada a colaborar con Cristo en este empeño y es impulsado por el poder de la gracia) y el papel de la Providencia en todo ello: «—¡Entonces las profecías de las viejas canciones se han cumplido de alguna manera! —dijo Bilbo. —¡Claro! —dijo Gandalf—. ¿Y por qué no tendrían que cumplirse? ¿No dejarás de creer en las profecías solo porque ayudaste a que se cumplieran? No supondrás, ¿verdad?, que todas tus aventuras y escapadas fueron producto de la mera suerte, para tu beneficio exclusivo. Te considero una gran persona, señor Bolsón, y te aprecio mucho; pero en última instancia, ¡eres solo un simple individuo en un mundo enorme!». En las películas (muy criticadas por ser tres, cuando el libro da solamente para una, pero que a mí me parecen magníficas) está muy bien representada esta metáfora; aunque, como decimos, será objeto de un siguiente texto, no de este.

Ahora, sin embargo, solo nos queda disfrutar de El retorno del rey, que llega de vuelta este fin de semana a nuestras pantallas. Y cuando la veamos, acordémonos de esa simbología implícita de Cristo, que es el mesías esperado, el auténtico rey de la Tierra Media, que ha venido para recuperar su trono y aherrojar a Sauron en el infierno. Y cuando salgamos del cine, preguntémonos si queremos formar parte de esa comunidad del anillo, la que ha sido llamada a colaborar con la vuelta del monarca, para colocarle la corona que nunca debería haber perdido. Por mi parte, estoy dispuesto a luchar a su favor –¡contad con mi hacha!–, y aunque sea débil, y le falle una y otra vez (me convierta a veces en un Boromir cualquiera), procuraré serle fiel hasta el final: «Te habría seguido, mi hermano, mi capitán, mi rey»[5].

[1] Otra gracia que reciben los aventureros es el pan élfico (o lembas), símbolo ineludible de la eucaristía.

[2] Hay que decir que esta expresión la parafrasea Jackson del propio Tolkien, quien, para describir a Galadriel (y a Celeborn), dice: «No había ningún signo de vejez en ellos, excepto quizás en lo profundo de los ojos, pues estos eran penetrantes como lanzas a la luz de las estrellas y, sin embargo, profundos, como pozos de recuerdos».

[3] Tan orgulloso se sintió Jackson de esta interpretación que quiso que Galadriel volviese a aparecer bajo las mismas condiciones en El hobbit, la trilogía de precuelas de El señor de los anillos, pese a que en el texto original de Tolkien no esté.

[4] Propiamente, Cristo bajó al seno de Abrahán, un espacio –ya cerrado– donde las almas justas aguardaban la redención que él trajo al mundo.

[5] Por cierto, atención al momento en que Gandalf le explica a Pippin que la muerte es solo otro sendero que recorreremos todos: «El velo gris de este mundo se levanta, y todo se convierte en plateado cristal. Es entonces cuando se ve… la blanca orilla, y más allá, la inmensa campiña verde tendida ante un fugaz amanecer». ¡Catolicismo puro!

 

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