La tercera ola de coronavirus está provocando una nueva saturación en los hospitales y un enorme número de muertes. En algunos países las cifras de fallecidos diarios está batiendo récords superando las cifras de la primera ola.
Y al igual que entonces la Iglesia está presente en primera línea, tanto como institución como con la participación de sus miembros, que aún enfermos y hospitalizados hacen presente entre las camas de hospital y los aparatos médicos el amor de Dios.
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Es el caso del párroco romano Valerio Bortolotti, que se contagió por el virus, empezó a manifestar síntomas cada vez más graves hasta que tuvo que ser hospitalizado a finales de noviembre. Pero en la pequeña maleta que se llevó no se olvidó de meter sus ornamentos litúrgicos ni todo lo necesario para seguir desempeñando su ministerio sacerdotal.
Al final, pese a estar enfermo, con oxígeno y muy débil, don Valerio se acabó convirtiendo en una especie de párroco de barrio en la zona de cuidados medios en la que se encontraban tanto él como otros muchos pacientes en el Policlínico Umberto I.
Durante los días que estuvo hospitalizado celebró misa en una camilla improvisada pese a su debilidad, impartió la unción de enfermos, consoló y celebró responsos por aquellos que iban muriendo, que no eran pocos. Y todo ello lo fue luego recogiendo en distintas publicaciones que dejaba en redes sociales.
En el Osservatore Romano recoge estas historias en planta y la bendición que ha sido para muchos tener a un sacerdote como compañero en la enfermedad.
Don Valerio comenzó como otros muchos enfermos, con “cansancio, fiebre, tos y resfriado”, luego fue empeorando, la fiebre fue subiendo y la disnea aumentando. Llegó al hospital con neumonía bilateral por lo que rápidamente recibió oxígeno y suero.
“No me estaba muriendo pero no estaba muy animado, me cansaba fácilmente y, en los primeros días, tenía tos y fiebre alta”, recuerda.
El baño estaba fuera de la habitación y esta circunstancia provocó que el sacerdote tuviera cierta libertad de movimiento, que utilizaba para visitar y confortar a los demás pacientes y realizar su labor sacerdotal.
Y es que al preparar la maleta antes de la hospitalización no dejó de meter, entre un jersey y un pijama, las herramientas del oficio: cáliz, hostias, vino…
El padre Bortolotti celebraba la misa a última hora de la noche cuando le desconectaban el goteo intravenoso, terminaron las rondas de enfermeras y los pasillos estaban en silencio. A pesar de que estaban en una unidad de cuidados no críticos para pacientes con COVID-19, daba el sacramento de unción a los enfermos y ofreció los últimos ritos.
Este párroco romano describió estos momentos en los que impartía los sacramentos como ver «la gracia pasando oculta, en gestos de cuidado, el cuidado de (Dios) que ama a su hijo asustado».
Tal y como recoge Catholic News Service, a veces también publicaba una fotografía, por ejemplo, de su “capilla” improvisada, una pequeña habitación donde se almacenaban suministros y un desfibrilador junto a una pequeña habitación donde yacía una anciana llamada Lena. Él celebró la misa por ella la noche antes de su muerte y celebró una misa fúnebre al día siguiente en su propia habitación.
Tras la muerte de Gianfranco celebró otra misa fúnebre, celebrando la liturgia frente a la cama vacía del hombre. Fue entonces cuando “vi un crucifijo, ahí en la pared, olvidado. Ese día estaba pensando que quería uno” y ahí estaba, dejado atrás por el difunto, escribió el sacerdote radicado en Roma. Lo bajó y lo colgó en su soporte intravenoso como una «medicina de arriba» complementaria.
Hablando con el médico a cargo de la sala, notó la gran tristeza que ocultaba su «desapego» profesional cuando ella dijo que no podían evitar encariñarse con sus pacientes. El sacerdote pensó en las muchas vidas que debió haber visto escapar de su cuidado. Él escribió que oró para que ella tuviera la fuerza para seguir adelante y creer que “estas relaciones no se han perdido. En el cielo, celebraremos, sin mascarilla”.
Don Valerio habla de una experiencia rica y profunda: “sentí el amor de Dios, que se manifestó en todos los sentidos. Estaba preocupado por la parroquia, sin embargo, gracias a los sacerdotes amigos y muchos voluntarios, la actividad se desarrolló muy bien y con nuevos frutos. Ahora me centro en lo importante, en lo esencial”.
Con información de Religión en Libertad