Guerra, hambre y peste: los tres castigos de Dios sobre los pueblos

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El Señor envía sus castigos contra los pueblos escandalosos y pervertidos que se apartan con descaro de su Ley; y también contra los enemigos de Dios y de su Santa Iglesia, que trabajan día y noche por dinamitarla desde fuera y también desde dentro de la propia Iglesia.

Motivos para que Dios nos castigue hay de sobra. Que el Señor se apiade de nosotros.

De la guerra, del hambre y de la peste, líbranos, Señor.

Conversión y penitencia.

En 1805, don Pedro Gómez Bueno (1741-1807) predica en la solemnidad del domingo de ramos un sermón en la Real Iglesia de Santiago de Cádiz titulado Guerra, hambre y peste, los tres castigos de Dios sobre los pueblos, sirviendo de aviso a los mortales. El texto completo lo pueden leer pinchando en el enlace: el PDF está en la Biblioteca Virtual Andalucía. Les aseguro que nunca había oído hablar del P. Gómez Bueno. Pero la Divina Providencia, con su sabiduría infinita y eterna, hizo que este texto llegara a mi conocimiento. Y, por su interés, comparto con ustedes algunos fragmentos de este sermón de don Pedro Gómez, sin añadir ni quitar nada:

Nosotros en el día sufrimos guerras repe­tidas, hambres frecuentes y epidemias reiteradas. A vista de esto, deseo haceros conocer que, si Jesucristo anunciaba a Jerusalén varias calamida­des en castigo de su obstinación y dureza, pode­mos temer nosotros que las calamidades que mi­ramos presentes sean unos castigos del Cielo por nuestros pecados. Me da fundamento para esto la misma Iglesia. Ésta, en una de sus oraciones de rogativa por  calamidad pública, pide encarecidamen­te a Dios que haga conocer a los hombres esto mismo. Haz, Señor, le dice, que los hombres co­nozcan que las calamidades son azotes de tu ma­no: que se los mandas cuando estas irritado con­tra ellos y que solo cesarán estando Vos aplaca­domortalium corda cognoscantte indignante talia flagella prodire et te miserante cessare. Pueblo Cristiano, conócelo tú de esta suerte: ¡Qué feliz fueras si así lo conocieras! Si cognovisses et tu: os he manifestado mi idea: intento deciros que la guerra, la hambre y la peste que hemos experi­mentado en estos años pueden ser muy bien efec­tos de la Divina Justicia indignada contra nosotros, pero añado que también pueden ser efectos de su misericordia para con nosotros, dándonos es­tos recuerdos para nuestra enmienda. En breves pa­labras: la guerra, la hambre y la peste son castigos de Dios sobre los pueblos con los que avi­sa a los mortales sobre el arrepentimiento de sus culpasPara que yo pueda imprimir en vuestros corazones estos sentimientos, recurramos antes todos a pedir los socorros de lo alto.

[…]

Si el mundo existiese sin providencia algu­na divina, como los Atheos se lo han figurado, desde luego pudiera decirse que los bienes o los males que en él aconteciesen, eran efectos de la necesidad de la naturaleza o de una pura casua­lidad. Mas ilustrados nosotros con las celestiales luces de la fe y sabiendo que todo es gobernado por el Supremo Hacedor, cuyo inmenso brazo to­cando fuertemente de un extremo a otro del Or­be, dispone suavemente cuanto en él sucede, ¿co­mo no hemos de atribuir los acontecimientos prósperos o adversos a las ocultas disposiciones de su inescrutable providencia? ¿Seremos nosotros acaso del número de aquellos amigos de Job, cuando le decian que Dios se estaba señoreando en lo alto de los Cielos, sin cuidar en nada de las cosas humanas? Circa cardines Celi per ambulat; nec nostra considerat: no, Señores: nosotros debemos mirar las felicidades o infelicidades de esta vida, no con los ojos de una vana filosofía, sino con los ojos de la Santa Religión que profesamos. La Filosofía, al modo de un ave de corto vuelo, no extiende el giro de sus conocimientos sino sobre las causas subalter­nas y segundas. Nuestra Santa Religión se remonta a lo alto buscando la primera causa de quien todas las demás dependen. Esta infalible Maestra nos enseña que el Autor de la Naturaleza se vale de las mismas causas segundas y naturales para nuestro bien y nuestro malArmavit creaturam ad ultionem: se vale de ellas para nuestro daño unas veces y otras para nuestro provecho. Las sagra­das letras nos hablan a cada paso de esta verdad. Los Oradores Evangélicos nos la están anunciando cada día.

En efecto, ¿tendrá Dios necesidad para casti­garnos de obrar portentos y prodigios que trastor­nen visiblemente el orden de las cosas naturales? ¿Será necesario para esto que el Señor rompa las cataratas del Cielo o abra los abismos de la tierra como lo hizo en tiempo de Noé? ¿Será pre­ciso que haga parar el Sol en medio de su car­rera, o le obligue a retroceder algunas líneas de su curso, como lo ejecutó en los tiempos de Josué y de Ezequías? ¿Que haga llover fuego del Cielo como !o hizo sobre Sodoma y Gomorra en los de Abraham y Lot? ¿O que en fin le quite enteramente su luz al Sol, que desaparezca la claridad de la Luna o se caigan a pedazos las Estrellas del Cielo, co­mo sucederá en el fin de los siglos? Nada de esto necesita hacer Dios para castigar a los mortales. Como Autor de la Naturaleza, y Legislador de ella, sabe disponer imperceptiblemente de las causas físicas para castigar o premiar a los hombres. De ellas mismas se vale su infinita Soberanía para la ejecución de sus designios y esto es lo que yo os digo que hace por medio de las calamidades públicas. Sin duda, ellas provienen de causas natu­rales; pero son castigos del Cielo sin dejar de ser naturales.

Para que lo veáis claramente observad conmi­go los divinos castigos de que nos habla la Santa Escritura, y los veréis ser comúnmente del or­den de la misma naturaleza. Porque, ¿qué cosa más natural que el que la tierra produzca espinas y abrojos, que el hombre sude cuando trabaja, que la mujer dé á luz sus hijos con dolor, y que todo viviente muera? Sin embargo, todas estas penalida­des, aunque del orden natural, se han convertida en castigo del hombre pecador. La tierra fue mal­decida de Dios por el pecado de Adán. A él le dijo el Señor, comerás el pan con el sudor de tu frente; a su esposa Eva, parirás tus hijos con dolores: si quebrantasen estos el precepto que les había impuesto, les intimó la pena de la muerte; morirás indefectiblementeMorte morieris.

Mas no solo el pecado original es castigado con penas del orden de la naturaleza. Lo son también los pecados actuales o personales, como asi­mismo son premiadas muchas veces las virtudes de los hombres en esta vida mortal con beneficios tem­porales que el Señor les hace. Y si no, decidme, ¿no es cosa muy natural que las lluvias vengan en sus debidos tiempos, que las yerbas broten sus flores, y que las plantas y los arboles produzcan sus frutos? ¿Que sean abundantes las mieses, y que en los años felices se llenen los graneros de los la­bradores, y se alcancen unas cosechas a otras? Pues según consta en las sagradas letras, todo es­to promete el Señor a su antiguo Pueblo, por pre­mio de la observancia de su santa ley. Y al contrario amenaza con la privación de estos benefi­cios a los prevaricadores de sus mandatos. Las páginas del Levítico y Deuteronomio están llenas de semejantes premios y castigos. Si no guardares mis preceptos, dice el Señor en los citados libros, serás maldito en tus negocios de la Ciudad y en los del campomaledictus eris in civitate maledictus in agro: malditos serán tus graneros, y la tierra que siembres se te convertirá en una salina. La se­quedad, el ardor, las tormentas, las tempestades, lo destruirán todo. El hambre, la sed y las en­fermedades os consumirán: os entregaré en manos de vuestros enemigos; todo será en contra de vosotros.

A vista de esto, ¿dejaremos de persuadirnos que las calamidades públicas son un efecto de la venganza divina sobre los hombres? ¿Podremos dejar de conocer que Dios manda castigos en es­ta vida, ya particulares sobre ciertas personas o familias, ya generales sobre pueblos enteros? Sí, fieles, el Señor tiene castigos que podemos llamar populares, para afligir con ellos Reinos, Provin­cias y Ciudades. En este mundo es donde se con­duce de este modo: en el otro, como no hay socie­dades separadas entre los destinados a las penas, y entonces a cada uno se le ha de dar lo que par­ticularmente corresponda a sus obras: no se verán allí por eso castigos de sociedades. En este mundo, cuando ve la Majestad Divina que una nación o un pueblo se aparta de su ley con descaro, suele descargar sobre ellos el brazo de su justicia por los medios que os he expresado. En los primeros si­glos del mundo se vio  un general castigo del género humano, cuando reinando un general desor­den entre los hijos de los hombres, y habiendo to­da carne corrompido su camino, mandó Dios aquel universal diluvio en que todos quedaron sumergi­dos en sus aguas, a excepción de Noé y su fami­lia. De esta manera puede Dios castigarnos en nues­tros días, enviando calamidades públicas sobre los pueblos escandalosos y pervertidos. El imperio Ro­mano, significado en aquella misteriosa estatua que vió Daniel, es una prueba grande de esta verdad. Duró aquel imperio muchos siglos, mientras que los Romanos conservaron algunas virtudes, en cu­yo premio lo permitió así la divina bondad, según el sentir del Angélico Doctor y otros Padres, pe­ro luego que el hierro de la estatua en que estaba simbolizado el imperio Romano, se mezcló con el barro; esto es, luego que los vicios de los Roma­nos superaron a sus virtudes morales, hace el Se­ñor que una multitud de bárbaras naciones tras­tornen y destruyan aquel imperio que había do­minado por tantos siglos a casi todo el mundo conocido. Convengamos, pues, en que Dios castiga los pueblos cuando le parece, por medios que los hombres no siempre los penetran. Reconozcamos lo que se nos dice en el libro del Eclesiástico, que las muertes, las guerras, las hambres, están dis­puestas por la Majestad Divina en castigo de las maldades de los hombresmors, sanguis, contentiones, opresiones, fames et flagella: propter iniquos creata sunt omnia. No diré absolutamente que en el curso ordinario de su providencia, haga siempre el Señor estos castigos, pero además de que la Santa Escritura nos dice ser este el modo con que ha acostumbrado ostentar su justicia aun en este mun­do, lo podemos temer con sobrado fundamento. Así juzgo que las calamidades que en el día experi­mentamos nosotros, son un manifiesto castigo de los escándalos y pecados que cometemos.»

¿Acaso no tiene motivos Dios para castigar a esta generación perversa? ¿No claman al cielo los pecados del aborto, de la eutanasia, del pecado nefando, de la degeneración de las costumbres, de la perversión moral?

«¡No, Dios no castiga nunca!», clama un coro de herejes modernistas y apóstatas. «¡Eres un rígido integrista!», «Esas homilías son propias del pasado: era otra Iglesia distinta. Ahora no creemos en lo que predicaba ese cura carca en Cádiz en 1805»…

Asistimos atónitos y consternados a un combate contra una nueva religión sincrética de la humanidad que se quiere imponer a la única y verdadera religión. Vean algún ejemplo reciente:

Arzobispo de Argel: «Tenemos que deshacernos de la idea de que tenemos que evangelizar»

Arzobispo Jean-Paul Vesco: «Seré arzobispo de Argel como lo fui de Orán. La Iglesia de Argelia vive a caballo entre dos mundos y esto contribuye a la dificultad de estar allí. Durante el viaje del Papa Francisco a Irak, donde se reunió con el ayatolá Ali el-Sistani, máxima autoridad musulmana chiita del país, el Papa dijo: «Muy a menudo, tenemos que arriesgarnos para dar el paso de la fraternidad. Hay críticos, dicen que el Papa es un inconsciente, que toma medidas contra la doctrina católica…».

Estas palabras del Papa Francisco expresan exactamente lo que vivo y siento: somos ante todo hermanos humanos. Se ha atrevido a asumir el riesgo de afirmar una hermandad humana, más allá de las filiaciones religiosas. De este modo, muestra que la evangelización se realiza en la fraternidad y no en la conversión. ¡Esto es revolucionario! En cierto modo, afirma que el bautismo no es la condición de la salvación.«

Hay que insitir a tiempo y a destiempo: no hay salvación fuera de la Iglesia. No hay otro Salvador que Jesucristo.

No hay día que no nos veamos obligados a leer noticias de sacerdotes, monjas, obispos y cardenales que causan escándalo a los pequeños:

Obispo alemán, sobre parejas gays: “Negar una bendición que se desea es una maldición”

Mons. Markus Büchel: «Me imagino a muchas mujeres como sacerdotes»

Cardenal Ouellet: la causa de los abusos no es el celibato, es el desequilibrio afectivo

El jefe del episcopado de la UE, partidario de cambiar la doctrina sobre la homosexualidad“Creo que el fundamento sociológico-científico de esta enseñanza ya no es el correcto”, dijo Hollerich.

El padre Ángel: «Todavía no hemos conseguido que las mujeres sean obispos o sacerdotes»

El Señor envía sus castigos contra los pueblos escandalosos y pervertidos que se apartan con descaro de su Ley; y también contra los enemigos de Dios y de su Santa Iglesia, que trabajan día y noche por dinamitarla desde fuera y también desde dentro de la propia Iglesia. 

Motivos para que Dios nos castigue hay de sobra. Que el Señor se apiade de nosotros. 

De la guerra, del hambre y de la peste, líbranos, Señor.

Conversión y penitencia.

 

Por Pedro Luis Llega

Infocatólica.

jueves 24 de febrero de 2022.

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