El Consejo Interterritorial de Salud ha aprobado por unanimidad permitir el 100% de público en los estadios de fútbol y el 80% en los pabellones de baloncesto en la liga ACB.
Miles y miles de personas podrán reunirse en gigantescos estadios y vitorear a gritos y sin mascarilla a sus equipos favoritos. Mientras, las Misas siguen ofreciendo el patético espectáculo de fieles enmascarillados como en una película distópica o un extraño ritual, y los dispensadores de hidrogel han sustituido a las pilas de agua bendita en los hábitos de muchos.
Las medidas contra la supuesta pandemia nunca tuvieron mucho sentido. Las iglesias se cerraron un largo periodo, como las tiendas pequeñas, pero nunca las grandes superficies, como si los cajeros y cajeras fueran seres naturalmente inmunes o sacrificables. El paripé de los bares y restaurantes, cuando abrieron, con la mascarilla que defiende si estás de pie y es inútil cuando te sientas, o esos aleatorios toques de queda que postulaban un virus trasnochador que se mantenía dormido hasta las 12 o la hora que se decretara, delataba un poder más amigo del control que de la salud pública.
Y la Iglesia se ha mostrado más entusiastamente sumisa que la mayoría de las instituciones y grupos, cerrando los templos antes que nadie se lo exigiera y respaldando tácita o expresamente a los sacerdotes que se negaban a administrar sacramentos que pueden suponer la diferencia entre una eternidad de dicha o una pena sin fin.
El próximo mes, dentro de unos días, entrará en vigor el decreto por el que será necesario presentar una documentación de buena conducta sanitaria para demostrar que se es puro según los modernos cánones, como condición para entrar en el centro de la cristiandad católica, el Estado gobernado por un Papa obsesionado con no excluir a nadie y acoger a todos, con no levantar muros sino tender puentes.
El otro día, en la información narrando que Francia ha caído y que ya son allí mayoría quienes no creen en Dios, citábamos a los propios autores del estudio que achacaban parte de este aumento de la increencia a la crisis sanitaria. Es común leer aquí y allá que la pandemia ha tenido tal o cual efecto nocivo en las sociedades, y resulta inexacto: ha sido casi siempre, no efecto del virus, sino de las políticas aplicadas con el pretexto del virus.
Me temo que estamos en el mismo caso. Quizá en algunos la discontinuidad en las prácticas de fe, en la asistencia a la Santa Misa, haya mermado su fe hasta hacerla desaparecer. Pero sospecho que, en muchos otros, ha sido la reacción timorata, cobarde, pretendidamente ‘caritativa’, sumisa y completamente huera de visión sobrenatural lo que les ha llevado a pensar que la jerarquía eclesiástica no cree de verdad lo que predica, a tenor de sus prioridades.
Por Carlos Esteban.
Infovaticana.