La rapidísima, automática aceptación de la renuncia del cardenal guineano Robert Sarah al frente de la Congregación para el Culto Divino tras su 75 cumpleaños ha llamado la atención de los comentaristas sobre el desigual cumplimiento de la norma canónica.
Aunque es cierto que la decisión última de aceptar o rechazar la renuncia automática se hace depender del libre arbitrio del Pontífice en todo caso, la norma por la que todo eclesiástico debe poner sus cargos de gobierno a disposición del Papa se aprobó con el fin de que fuese eso, una norma, y no una excepción.
Con la llegada de Francisco a la Cátedra de Pedro, era conocimiento común que el nuevo Papa tenía la intención de aplicar esta norma con especial rigor. Su pontificado se anunciaba como una nueva primavera, la actualización de la ‘primavera conciliar’, un tiempo de renovación y apertura a las nuevas ideas, lo que parecía indicar una apertura a la visión de prelados más jóvenes y una cancelación misericordiosa pero necesaria de las tendencias más trasnochadas y rígidas de los pastores más añosos.
Ahora, es patrimonio inevitable de todo ser humano la tendencia a considerar ‘nuevo’ lo que fue nuevo en su juventud, y hasta cierto punto esperar que el futuro sea un avance por la misma línea iniciada. No es un secreto para nadie mínimamente atento que los hijos del Baby Boom, la generación más narcisista de Occidente, se alzaron en su día con la pretensión de ser, no una juventud, sino LA juventud.
Sus ideas eran las nuevas ideas; sus modos y estilo eran los nuevos modos y el nuevo estilo. Ellos eran la vanguardia, la novedad, para siempre jamás: lo que viniera después solo podía ser un profundizar y ensanchar sus novedades definitivas.
Y, así, se entendía como un axioma obvio que, a mayor juventud, mayor facilidad para asumir los nuevos planteamientos que traía el pontífice argentino en su renovado acercamiento al mundo.
En la práctica, esto no funciona así. Lo que para los ‘progresistas’ de la Curia es novedad, para el resto del mundo son formas y maneras que tienen medio siglo de antigüedad, y visto el cuestionable éxito de la primavera postconciliar -miren los números, cansa ya repetir lo evidente-, una parte creciente de quienes se mantienen activos en la Iglesia, fieles y clérigos, frustrado con la mundanización eclesial, ha redescubierto con gozo la milenaria tradición de nuestra fe, que no nació en 1968, mucho menos en 2013.
Y esa es la paradoja de la renovación: que el Pontífice se ha visto obligado a emprenderla en buena medida con quienes eran jóvenes cuando lo era él mismo, más o menos. Porque es casi una ley de hierro de la historia que cada generación tenga planteamientos críticos hacia la generación precedente y no puede pretenderse que una novedad que no sea eterna pueda seguir siendo novedosa después de medio siglo.
De modo que, contra su primera intención, Francisco ha ignorado el espíritu de la norma con muchos de sus colaboradores, y así nos encontramos con que, entre los líderes de la Curia Romana, lo que debía ser excepción es ya la norma, y una mayoría de prefectos de congregaciones y dicasterios superan la edad que supuestamente ha precipitado la renuncia/cese del cardenal Sarah: Vincenzo Paglia (75 años), Sean O’Malley (76 años), Mauro Piacenza (76 años), Marc Ouellet (76 años), Luis Ladaria (76 años), Giuseppe Versaldi (77 años), Leonardo Sandri (77 años), Marcelo Sánchez Sorondo (78 años), Giuseppe Bertello (78 años), Gianfranco Ravasi (78 años), Pio Vito Pinto (79 años), Beniamino Stella (79 años).
La regla general ha quedado para poder deshacerse de prelados insuficientemente comprometidos con las nuevas tendencias sin tener que dar incómodas explicaciones, lejos de la intención del legislador.
Por Carlos Esteban.
INFOCATÓLICA.