El Papa Francisco, en la catequesis de la Audiencia General de ayer, hizo una polémica disquisiciòn sobre palabras de San Pablo en relación a la Ley y la Gracia.
“Nos hará bien preguntarnos si todavía vivimos en el período en que necesitamos la Ley, o si somos bien conscientes de que hemos recibido la gracia de convertirnos en hijos de Dios para vivir en el amor”, acababa Francisco su exégesis. “¿Cómo vivo? ¿Con el temor de que si no lo hago iré al infierno? ¿O también vivo con esa esperanza, con esa alegría de la gratuidad de la salvación en Jesucristo? Es una hermosa pregunta. Y también la segunda: ¿desprecio los mandamientos? No, no lo sé. Los observo, pero no como absolutos, porque sé que lo que me justifica es Jesucristo”.
¿Qué quiere decirnos el Santo Padre con esto? ¿Qué significa no ver como “absolutos” los mandamientos del propio Dios? ¿Por qué establece un falso dilema entre el amor y la observancia de los mandamientos? ¿No dijo el propio Cristo “el que me ama, guarda mis mandamientos”? ¿Puede no ser absoluto lo que nos manda Dios?
El párrafo ha desencadenado un torrente de calificaciones, apostillas, críticas, exégesis y justificaciones en redes sociales y en medios y, naturalmente, el modo de entender adecuadamente la frase es leer el mensaje completo.
Sin embargo, sigue pareciéndonos relevante preguntarnos: ¿por qué hace esto el Papa? ¿Por qué contrasta una y otra vez el amor y el cumplimiento, como si el primero no implicase naturalmente el segundo? ¿Por qué sigue en todo momento enfrentando la piedad y la caridad, la tradición y el Espíritu?
Quiero decir: no es como si en la Iglesia de nuestro tiempo el gran peligro en las masas de fieles fuera un excesivo apego a la norma. No es como si no hubiéramos pasado décadas, medio siglo, en los que se ha ocultado y desdeñado el nombre mismo de ‘pecado’ y se ha aguado el concepto mismo de “verdad”. ¿Para qué seguir insistiendo?
Por CARLOS ESTEBAN.
Infovaticana.