Feroz saña contra la inocencia, por atroz deleite por lo inmoral.

Tomás I. González Pondal
Tomás I. González Pondal

Los bebitos en cierto modo no hablan y en cierto modo hablan demasiado. No tienen desarrollada la razón, ni la voluntad, ni el habla, no pueden expresar una frase. Pero hablan en otro sentido y lo hacen con una elocuencia tal, que ni el mejor orador del mundo podría igualarlos. Su debilidad total, llena de ansias protectoras; su llanto, causa compasión; su sonrisa es tan única, que alumbra hasta a las penurias más oscuras; su mirada es tan inocente que deja inerme todo caparazón de orgullo que pueda levantar hombre alguno. Veo con frecuencia las reacciones psicológicas que como adultos adoptamos ante ellos e intento acercarme a ellas: nos tornamos monigotes, hacemos payasadas, adoptamos tonos de voces que si no fueran pronunciados ante ellos, cualquiera diría que hemos caído en delirio; y es que verdaderamente es tan grande lo que está ante nosotros, nos maravilla tanto, que parece que perdemos la razón, y por eso también parece que es una de las pocas veces en nuestra vida en que un delirio es tan cuerdo. He comprobado muy de cerca cómo un bebito genera una atmósfera de alegría única, alegría que es capaz de levantar el ánimo del abatido, de poner esperanza en los días grises de los enfermos, de arrancar lágrimas de felicidad, de generar ánimo ante la incertidumbre, de unir a una familia, de ser fuente de paz. Por eso quien pretenda apagar esa luz especialísima llamada bebe, comete indiscutiblemente una monstruosidad.

La Navidad, esto es, el nacimiento del Niño Dios, me hace elevar todo lo anterior a otro nivel. La razón queda estupefacta con solo considerar dos términos: Niño Dios o Bebe Dios. Vemos allí al Creador de todo tomando carne humana, haciéndose hombre para el bien del hombre, para salvación nuestra, el misterio de la Encarnación que conduce más luego al misterio de la Redención, todo comenzando por una concepción, por una gestación y por un nacimiento realizado en un pesebre. El bebito que nace de la Virgen María es la “Luz que vino a este mundo” (Jn. 1, 9), pero tanto antaño como ogaño, lo mundano “no lo conoció” (Jn. 1, 10). Herodes en aquel entonces buscó apagar esa Luz mandando a que la encuentren para darle muerte, y hoy, muchos, intentan apagarla de variadas maneras. Nació por todos, y, por eso mismo, es el todo el que debería festejar en el día de Navidad con una inmensa alegría, pero tristemente no pasa eso. Mientras más lejos nos encontremos del verdadero sentido de la Navidad más será el descontento, el hastío y la incomprensión. A quien se le da un auto para andar pero lo utiliza con pretensiones de que sea una lancha, solo le espera el hundimiento. En el cambio de significación que muchos han operado con la Navidad, se explica esta paradoja: que siendo Navidad una fecha que entraña una suma alegría, haya a su vez tantísima angustia. Y es que al dejarse de lado el festejo por el nacimiento del Niño Dios, fuente inagotable de alegría, adviene la superficialidad y la amargura.

Decía en los dos primeros párrafos que un bebito cambia la vida de todos los integrantes de una familia, aportándoles una luz y un gozo especial; sería una insensatez ignorar a esa criatura y las consecuencias de tal proceder serían lamentables. Por analogía, es una insensatez mayúscula cambiarle el sentido a la Navidad, y, por eso mismo, la queja que encontramos en el texto del discípulo amado: “Él vino a lo suyo, y los suyos no lo recibieron” (Jn. 1, 11).

Quien crea que el festejo de Navidad se redujo a la alegría angélica, a esa “multitud del ejército del cielo” (Lc. 2, 13) que exclamaba “gloria a Dios en las alturas” (Lc. 2, 14); quien crea que se redujo a la celebración de los pastores (Lc. 2, 18) o a la adoración de los magos venidos del Oriente (Mt 2, 11), quedará con una visión reducida del festejo, pues toda la creación ese día se sumó a la peculiar celebración. Ese día fue especial para los vientos de todo el mundo, y especial para los cielos en todos sus estados; especial para los animales y especial para los astros; especial para el fuego y especial para el granizo, pues el Emmanuel vino a este mundo, de ahí “Dios con nosotros”: “Alabad a Yahvé desde los cielos, alabadlo en las alturas. Ángeles suyos alabadlo todos, alabadlo todos ejércitos suyos. Alabadle, sol y luna; lucientes astros, alabadle todos. Alabadles, cielos de los cielos y aguas que estáis sobre los cielos (…). Alabad a Yahvé desde la tierra, monstruos marinos y todos los abismos; fuego y granizo, nieve y nieblas, vientos tempestuosos, que ejecutáis sus órdenes” (Salmo 148). Ejemplo también nos da la profetisa Ana, de la tribu de Aser, hija de Fanuel, quien “se puso a alabar a Dios y a hablar de aquél niño” (Lc. 2, 38). “Así pues nace Cristo –dice San Bernardo en el siglo XII-. Pero ¿en dónde crees que nace? En Belén de Judá (…); no es justo que pasemos por Belén en silencio” (Obras de San Bernardo, ed. BAC, 1947, España, p. 278). “Todavía no habla su lengua, y ya todas sus cosas claman, pregonan y evangelizan” (ob. cit. p. 289). Y es el mismo santo el que insistirá: “Conoced carísimos hermanos cuán grande es la solemnidad de hoy, cuando para ella el día es breve y estrecha la anchura de la tierra. Ella se dilata a la vez en lugar y tiempo; embarga y sorprende a la noche, ocupa el cielo antes que la tierra; porque la noche se iluminó como el día, rodeando en medio de ella a los pastores la nueva luz del cielo (…); aquel gozo que tenían los ángeles, se anuncia que será para todo el pueblo, y por eso también al punto asiste, cantando las divinas alabanzas, la multitud del ejercito celestial. De aquí es que esta noche se celebra con más solemnidad que las demás, con salmos, himnos y cánticos espirituales; y debemos creer sin duda alguna, que en estas vigilias especialísimas, aquellos príncipes celestiales se apresuran a venir y se juntan a los que cantan, en medio de las vírgenes que tocan instrumentos y tañen panderetas” (ob. cit. p. 292). En el año 426 San Agustín decía: “Gran hombre es Juan, pero Cristo es más que hombre, puesto que es hombre y es Dios (…). Cristo nació el 25 de diciembre” (Obras Completas, tomo XXV, ed. BAC, 1984, España, págs. 129). “Alabemos, amemos y adoremos este nacimiento, cuya fecha celebramos hoy (…). Dios con nosotros en la debilidad de la carne, pero no es la maldad del corazón (…); alabemos, amemos y adoremos a este hijo de virgen (…) nacido de madre intacta y que nutre con incorruptible verdad, para triunfar con su misericordia de la astucia del diablo una vez vencida. El diablo se infiltró para engañarnos corrompiendo la mente de la mujer, Cristo, para liberarnos, nació de carne incorrupta, también de mujer” (Obras Completas, tomo XXVI, ed. BAC, España, 1985, págs. 418 a 420).

Como gran pecador me acerco al pesebre a implorar misericordia, atento a aquello de San Bernardo: “No huyas, no temas. No viene con armas: no te busca para castigarte, sino para salvarte. Y para que no digas: ‘Tu voz oí y me escondí’, mírale niño y sin voz. La voz de quien da vagidos más bien merece compasión que temor (…). Hízose pequeñuelo: la Virgen Madre envuelve sus tiernos miembros en mantillas; ¿y todavía te asustas?” (ob. cit. p. 281).

Si mal no recuerdo, fue C.S. Lewis, quien hermosamente sostuvo que en un momento de la historia un establo contuvo algo más grande que el mundo entero. Más maravilloso aún fue que en un momento de la historia un vientre contuvo al Creador del universo.

Decía al comenzar que un bebito tiene la capacidad de desarmarnos: deja al descubierto nuestro mundo complejo, nuestras imperfecciones, nuestros yerros, nuestro orgullo, nuestras terribles miserias, y, cuando estamos frente a él, paradójicamente y desde cierto ángulo, uno lo ve fuerte y uno se ve débil. Es que precisamente el niño es inocencia, y, a su vez, también es signo de inocencia. Volverse niños es retornar a la inocencia. No es casualidad que asistamos a tiempos donde hay quienes buscan liquidar al bebito, y, con él, a la inocencia. Si no lo logran, ¿a qué acuden? A la corrupción del menor, en el intento de hacerle vivir como mayor un mundo hórrido y putrefacto pergeñado por mayores. Hay una saña feroz contra la inocencia porque hay un deleite atroz por lo inmoral.

No se llega a la Redención si no se pasa por la Encarnación, no se llega al Gólgota si uno no se detiene antes en Belén. El Creador del reino celestial que se hizo niño para nuestra salvación, también fue quien dijo que si no nos volviésemos como los niños no entraríamos en el reino de los cielos (Mt. 18, 3). Por eso es en el pesebre donde hallaremos a la Inocencia infinita en los brazos de María, y allí también lecciones invaluables para nuestro bien espiritual.

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