El homúnculo.

Pablo Garrido Sánchez
Pablo Garrido Sánchez

Hasta mil ochocientos veintisiete, se creía que la identidad genética de una persona se debía en un cien por cien al padre. La madre actuaría como la receptora de un ser  diminuto, el espermatozoide masculino, que se estaría desarrollando en el vientre materno durante nueve meses; por tanto, la mujer aportaba el hábitat natural donde el feto cómodamente se iba alimentando y crecía protegido de las distintas agresiones que el medio ambiente le pudiera originar. Pero a partir de la fecha mencionada las cosas cambiaron, y se comprobó, que la mujer aportaba, además de todo lo anterior, la mitad de la dotación genética; por tanto, la mujer no era genéticamente pasiva. El hijo gestante en el seno de la madre recibía veintitrés cromosomas del padre y otros veintitrés de la madre.  Cualquier reivindicación por parte de la mujer podía ejercer una fuerza muy superior, a las que fueron planteadas con anterioridad. No olvidemos que reputados pensadores durante siglos calificaron a la mujer de varón frustrado. Gracias a los descubrimientos científicos la maternidad obtenía un rango extraordinario: la mujer estaba equiparada al varón en la dotación genética que aportaban los dos a la generación de un nuevo ser.

 

Pronto, la teoría marxista viene a dinamitar desde su vertiente teórica, lo que desde entonces hasta hoy nos resulta obvio: la mujer tiene un puesto privilegiado en virtud de la maternidad y de las condiciones físicas y psicológicas, que la preparan para llevar adelante esta función. El marxismo sentó las bases para los movimientos  desestructuradores de la familia, pretendiendo que la mujer fuese renegando del ejercicio de la maternidad. Empezaba a gestarse un binomio: maternidad, igual a  opresión; de ahí, que la liberación de la mujer debía pasar por evitar la maternidad. La teoría marxista, del siglo diecinueve está más vigente que nunca. Por aquellas fechas, hace casi doscientos años, sólo los más ilustrados, radicales con proclividad al ateísmo, tenían una armadura intelectual para hacerlos promotores de lo que hoy denominamos feminismo. En el siglo diecinueve, todavía se producía un fuerte debate entre las ideas ilustradas liberales y la religión tradicional y conservadora en sus postulados sociales. Hoy están en alto las espadas intelectuales de los mismos contendientes, pero la relación de fuerzas es muy diferente.

Hasta la mitad del siglo veinte, la mujer mantuvo una línea de superación, y logró acortar los derechos laborales que la distanciaban de los varones, y con ello comenzó  una progresiva distanciación de la maternidad como vocación de la mujer. En los años sesenta, los anticonceptivos comenzaron a proponerse como medio idóneo para regular la maternidad, y se podía materializar el objetivo marxista que desvinculaba a la mujer del matrimonio y la procreación. San Pablo VI publica la polémica encíclica Humanae Vitae con un mensaje que no satisfizo a una buena parte de los propios  católicos. Por un lado, admitía la encíclica la regulación de los embarazos mediante  el recurso a medios naturales de control de la natalidad, pero cerraba la puerta a la utilización de otros medios, como los preservativos y distintos tipos de medicamentos, para impedir la concepción. La encíclica marcó un criterio de discernimiento, que apelaba a la conciencia de los cónyuges: la paternidad responsable. Bajo este principio ético dentro del matrimonio, se dejaba a la conciencia de los cónyuges la determinación del número de hijos. Muchos matrimonios no entendieron, que para respetar la esencia del amor conyugal se debía respetar la estructura del acto conyugal, para lo que era indispensable, que cada  relación íntima estuviera abierta a la vida, cuando la naturaleza misma no preveía esta circunstancia. La deserción de los matrimonios jóvenes de la práctica eclesial, en los años setenta fue en cascada, pues se les ponía delante de su conciencia el estado de pecado mortal, en el caso de no mantener de forma rigurosa las pautas de la Humanae Vitae.

 

Otro factor que contribuyó al distanciamiento de la iglesia como requisito para la lucha  por los derechos de la mujer según el feminismo fueron los contenidos vertidos a través de los medios de comunicación. La ideología antinatalista y feminista empezó a contar en el último tercio del siglo pasado con los poderosos medios de comunicación, capaces de modelar la mentalidad de grandes masas de población según las  directrices  marcadas por las élites.

 

El Catecismo de la Iglesia Católica, de mil novecientos noventa y tres, sigue manteniendo la misma doctrina de la Humanae Vitae, pero todos conocemos unas declaraciones del papa emérito Benedicto XVI, tolerando el preservativo, en casos extremos como el SIDA. El papa Francisco, a la vuelta  del encuentro con la  juventud , en Río de Janeiro, reconoció que el propio san Pablo VI, autor de la Humae Vita”, había autorizado la utilización de anticonceptivos por religiosas, que tuvieran riesgo de ser violadas en los lugares de misión. Es posible que de haberse predicado, y propuesto desde los documentos oficiales, la gradualidad en el comportamiento ético, como lo recoge el Catecismo de la Iglesia, en el número 2352 que dice: para emitir un juicio justo a cerca de la responsabilidad moral de los sujetos y para orientar la acción pastoral, ha de tenerse en cuenta la inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de angustia u otros factores psíquicos o sociales  que reducen, e incluso anulan la culpabilidad moral. Se hubieran evitado muchas crisis de conciencia en buenos cristianos, que veían sus vidas afectadas por la intolerancia y la intransigencia.

 

Da la impresión que la Iglesia se bate en retirada ante el poder mediático actual, y la ideología reinante. El Evangelio y nuestro legado doctrinal de la Iglesia tienen contenido suficiente para seguir marcando modelos atrayentes para la mujer, el matrimonio y la familia, pero tendrá que darse la oportunidad y los medios para  encontrar interlocutores interesados. El campo para el diálogo se ha ampliado notablemente desde que aparecieron los primeros síntomas de la decadencia feminista, allá por los años setenta del pasado siglo.

 

Pablo Garrido Sánchez

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