Una de las «pruebas del 9» para saber si un católico realmente vive para Cristo y no para los hombres es preguntarle si está a favor del divorcio. Es muy probable que él mismo esté divorciado ya (recordemos que, según el Instituto de Politica Familiar, «en España se rompen 7 de cada diez matrimonios«), pero incluso si no lo está, seguramente tendrá un familiar cercano o un amigo íntimo que se haya divorciado, y que le habrá hecho ver la gran suerte que supone poder poner fin a un matrimonio «cuando la convivencia se vuelve insoportable».
La posmodernidad, y los usos y costumbres liberales, nos han acostumbrado a una visión liberadora del divorcio; es como «salir de una cárcel». Naturalmente, no es posible conocer todos los casos particulares, y no dudamos que haya personas que verdaderamente vivan una experiencia matrimonial tormentosa que les produzca un gran sufrimiento. Sin embargo, en la mayoría de los casos, el divorcio se ha convertido, poco a poco, en una nueva convención social del siglo XXI, un nuevo estatus que, por haberse extendido tanto, es casi un signo de normalidad en la vida de una persona: naces, creces, te casas, te divorcias y mueres.
Curiosamente, los apologetas del divorcio raramente hablan de las consecuencias reales del mismo, empezando por la situación que viven los hijos de la pareja. Es casi imposible que el divorcio de unos padres no suponga un shock emocional grave para sus hijos, y con frecuencia también traumas de consecuencias muy variadas. Los conflictos emocionales y familiares que generan las nuevas parejas de los padres divorciados con los hijos son tan frecuentes que los casos donde no los hay producen sorpresa y extrañeza. Por medio, lo que quedan son: jóvenes que se escapan de casa, otros que abandonan el hogar y se van a vivir con amigos y/o conocidos, hogares totalmente destruidos, fracaso escolar, etc. Les recuerdo que los intentos de suicidio infantil y juvenil durante la pandemia aumentaron más de un 250%, y que el suicidio es la principal causa de muerte no natural entre jóvenes de entre 15 y 29 años.
Ante la promoción pública y privada del divorcio, que ya vemos adónde conduce (la destrucción de la familia tradicional es el objetivo primordial del Nuevo Orden Mundial, como vienen advirtiendo desde hace años distintos pensadores y filósofos cristianos), nosotros proponemos lo contrario. No una prohibición legal del divorcio (que hoy no tendría sentido), sino una puesta en valor del matrimonio como núcleo de la familia tradicional, causa de seguridad y estabilidad emocionales, y fuente inagotable de felicidad y alegría cuando se permanece fiel a su naturaleza divina.
En su conocida obra Son tres los que se casan, Fulton Sheen afirmaba que «el error fundamental de la humanidad ha sido imponer que se necesitan solamente dos elementos para el amor, el tú y el yo; o la sociedad y el yo, o la humanidad y el yo. En realidad, se necesitan tres; tú, yo y Dios. El amor de sí mismo sin el amor de Dios es egoísmo; el amor al prójimo sin el amor de Dios abarca solamente a quienes nos agradan y no a quienes nos parecen detestables. […] El amor es trino y uno, o muere». Y unas páginas después, al hablar del amor perdurable, asegura que «se debe mirar el lado positivo del amor y su verdadera naturaleza. El amor no es una sublimación del instinto sexual, sino la consagración del Amor Divino… Los que no conocen a Cristo se sienten atormentados por una nostalgia infinita de algo que está más allá de lo que tienen».
Efectivamente, aunque nosotros no lo podremos decir mejor que el Venerable arzobispo estadounidense, lo que sí podemos aportar es algo de experiencia particular. Lo primero que es imprescindible subrayar es que el matrimonio es un sacramento que se celebra en presencia de Dios, y que es para siempre, «hasta que la muerte os separe». Cuando se vive desde esa perspectiva, es muy normal experimentar la presencia del Espíritu Santo en medio de la pareja, haciendo como de «pegamento», un hilo invisible que une a los cónyuges incluso cuando acaban de discutir o han tenido un desagradable desencuentro. Esa presencia de Cristo es la que hace que, en los momentos difíciles, uno deje el egoísmo y piense en el otro, en el dolor del otro. Aliviar el dolor del otro (un «lo siento», un simple abrazo, o un beso) es como reconstruir un jarrón que se había roto, pero que con cariño, paciencia y un poco de habilidad, podemos restaurar. Y que siga siendo el mismo maravilloso jarrón de siempre.
El tiempo actual lo que nos propone es: «Ah, este jarrón se ha partido, y era ya muy viejo, compremos otro». Pero en el momento de casarnos, el cura nos pregunta antes del correspondiente «Sí, quiero»: «¿Quieres recibir a …, como esposa, y prometes serle fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y, así amarla y respetarla todos los días de tu vida?» Es a esa pregunta a la que uno responde afirmativamente. Por eso, cuando surge un problema entre los esposos, la voluntad debe ser firme y decidida por la solución del problema, no por el abandono del otro. Es eso exactamente lo que juramos hacer en presencia de Dios.
Nuestro Señor Jesús insistió varias veces en que Dios padre quería un matrimonio indisoluble (cf Mt 5, 31-32; 19, 3-9; Mc 10, 9; Lc 16, 18; 1 Cor 7, 10-11), y puso fin a la tolerancia con el divorcio que se había introducido en la ley de los judíos. Aunque el Código de Derecho Canónico, en su canon 1141, dice que «entre bautizados católicos, el matrimonio celebrado y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte», el Catecismo nos recuerda que «la separación [no el divorcio] de los esposos, con mantención del vínculo matrimonial, puede ser legítima en ciertos casos previstos por el Derecho Canónico». Asimismo, está prevista la nulidad matrimonial cuando se demuestra que el matrimonio fue nulo en el momento de su celebración (no se «anula» el matrimonio, sino que nunca lo hubo, y por tanto ambos siguen siendo solteros).
Es muy triste ver hoy lo que supone la destrucción de la familia tradicional en las grandes ciudades, con niños que, desde muy pequeños, van cambiando de una casa a otra, obligados a aceptar a unos desconocidos como si fuesen sus «nuevos padres/madres» (a veces, incluso, con parejas homosexuales), sin llegar a tener nunca un hogar en el que poder crecer tranquilos, con el amor de sus padres, en la certeza de que ellos siempre estarán unidos para poder protegerlos y cuidarlos. Esa herida que la mayoría de niños y jóvenes viven en silencio (por vergüenza o por miedo a expresar sus sentimientos), raramente cicatriza; y cuando se hacen adultos, tienden a repetir los mismos errores que cometieron sus padres, porque el egoísmo y la sequedad espiritual son como una cizaña que engendra los peores sentimientos humanos.
Decía Chesterton que «quienes hablan contra la familia no saben lo que hacen, porque no saben lo que deshacen». Y es verdad. La raíz de la sociedad en buena medida nihilista y deshumanizada que estamos padeciendo en este comienzo del siglo XXI es, no cabe duda, la destrucción de la familia tradicional a partir de la generalización del divorcio. Sus apóstoles quizá tendrán que dar explicaciones, cuando les llegue el momento, acerca de todo el sufrimiento humano que, queriéndolo o no, han provocado a lo largo de sus vidas.
por Rafael Nieto.
06 julio 2022.
ReL.