Nacido como Giovanni Battista Montini, fue Papa de la Iglesia católica desde el 21 de junio de 1963 hasta su muerte, a los 80 años, el 6 de agosto de 1978.
El mismo domingo de su muerte, Pablo VI tenía programado el rezo del Ángelus desde el Palacio de Castelgandolfo, donde se encontraba de vacaciones. Sin embargo, el Pontífice se encontraba enfermo y cansado y tuvo que quedarse en la cama con fiebre, donde participó en la misa a las seis de la tarde y comulgó. Después, el Santo Padre sufrió un infarto y se mantuvo con vida unas horas más; a las 21:41, Pablo VI murió. El Papa Francisco le beatificó en 2014 y canonizó en 2018.
En su testamento, además de decir a quién deberían corresponder sus pertenencias y cómo debía realizarse su funeral, Montini daba las gracias a cuantos le habían «hecho bien» y pedía perdón «a cuantos yo no haya hecho bien». «A todos doy yo la paz en el Señor», escribió.
«Y respecto a lo que más importa, despidiéndome de la escena de este mundo y yendo al encuentro del juicio y de la misericordia de Dios: debería decir tantas cosas, muchas. Sobre la situación de la Iglesia; que escuche las palabras que le hemos dedicado con tanto afán y amor. Sobre el Concilio: se lleve a término felizmente y trátese de cumplir con fidelidad sus prescripciones. Sobre el ecumenismo: continúese la tarea de acercamiento a los Hermanos separados, con mucha comprensión, mucha paciencia y gran amor; pero sin desviarse de la auténtica doctrina católica. Sobre el mundo: no se piense que se le ayuda adoptando sus criterios, su estilo y sus gustos, sino procurando conocerlo, amándolo y sirviéndolo», se lee en el testamento.
A pesar de no haber podido rezar el Ángelus ese domingo, como estaba programado, el Vaticano publicó las palabras que Montini tenía previsto dirigir a los fieles el día que le sorprendió la muerte.
Les ofrecemos las palabras de Pablo VI en su último discurso oficial:
Hermanos e hijos queridísimos:
La Transfiguración del Señor, recordada por la liturgia en la solemnidad de hoy, proyecta una luz deslumbrante sobre nuestra vida diaria y nos lleva a dirigir la mente al destino inmortal que este hecho esconde.
En la cima del Tabor, durante unos instantes, Cristo levanta el velo que oculta el resplandor de su divinidad y se manifiesta a los testigos elegidos como es realmente, el Hijo de Dios. «el esplendor de la gloria del Padre y la imagen de su substancia» (cf. Heb 1, 5); pero al mismo tiempo desvela el destino trascendente de nuestra naturaleza humana que El ha tomado para salvarnos, destinada también ésta (por haber sido redimida por su sacrificio de amor irrevocable) a participar en la plenitud de la vida, en la «herencia de los santos en la luz» (Col 1, 12).
Ese cuerpo que se transfigura ante los ojos atónitos de los Apóstoles es el cuerpo de Cristo nuestro hermano, pero es también nuestro cuerpo destinado a la gloria; la luz que le inunda es y será también nuestra parte de herencia y de esplendor.
Estamos llamados a condividir tan gran gloria, porque somos «partícipes de la divina naturaleza» (2 Pe 1. 4).
Nos espera una suerte incomparable, en el caso de que hayamos hecho honor a nuestra vocación cristiana y hayamos vivido con la lógica consecuencia de palabras y comportamiento, a que nos obligan los compromisos de nuestro bautismo.
El tiempo restaurador de las vacaciones traiga a todos oportunidad de reflexionar más a fondo sobre estas realidades estupendas de nuestra fe. Una vez más deseamos a todos los aquí presentes, y a cuantos pueden disfrutar de una pausa de solaz en este tiempo de vacación, que los transforméis en ocasión para madurar espiritualmente.
Pero tampoco este domingo podemos olvidar a cuantos sufren por hallarse en circunstancias especiales y no pueden sumarse a quienes gozan, en cambio, de un reposo ciertamente merecido. Queremos aludir a los desocupados, que no alcanzan a subvenir a las necesidades crecientes de sus seres queridos, con un trabajo acorde con su preparación y su capacidad; a los que padecen hambre, una multitud que aumenta cada día en proporciones pavorosas; y en general, a todos aquellos que no aciertan a encontrar un puesto satisfactorio en la vida económica y social.
Por todas estas intenciones se eleve hoy fervorosa nuestra oración mariana, que estimule asimismo a cada uno a propósitos de solidaridad fraterna.
María, Madre solícita y afectuosa, dirija a todos su mirada y su protección.
Infovaticana