Nuestro cerebro es una increíble máquina que se ha perfeccionado durante miles de años para preservar de manera inconsciente al cuerpo y su integridad, llevándonos a lugares y situaciones seguras que, si bien nos mantienen a salvo, nos limitan para salir de nuestra zona de confort. Es así como una persona que quiere escalar una montaña, en un acto de supervivencia, recibirá incontables estímulos de su cerebro para evitar que lo haga y ponga en riesgo su vida.
De igual manera, para contrarrestar esta aversión al riesgo, el cerebro tiene un mecanismo opuesto que premia a la persona al conseguir logros. La diferencia entre una persona que toma riesgos y la que no, está fuertemente ligada a cuál estímulo predomina en la persona. El de la auto preservación o el de la recompensa por tomar el riesgo.
Sea cual sea tu caso, el equilibrio siempre es la clave de la supervivencia. Una persona que no actúa y se mantiene en el mismo lugar puede llevar a su cerebro a la depresión. De la misma manera, una persona que es adicta al riesgo, puede perder poco a poco la sensibilidad a la recompensa que genera su cerebro por su valentía, por lo que siempre va a querer hacer cosas más arriesgadas.
¿Por qué nuestro cerebro es enemigo de la santidad?
Nuestra vida en general es un constante decir “No” a un sinnúmero de cosas a fin de mantenernos a salvo. Lamentablemente esta conducta de auto preservación también nos puede llevar a decirle “No” a otras tantas cosas buenas. Una de ellas, seguir a Jesús. Este efecto negativo de no tomar riesgos en general puede condicionarnos a la quietud. Es así como dejamos de hacer obras buenas que contribuyen a nuestra fe, ya que estamos tan quietos que movernos parece casi imposible.
Esto se debe a que cada vez que tomamos la decisión de acercarnos a Dios, nuestro cerebro sabe que debemos acompañar esta decisión con acciones claras. Caridad, obediencia, ofrendas, etc. y eso nos implica un esfuerzo adicional al que estamos acostumbrados.
La pregunta que debemos hacernos hoy es qué es más fuerte, si nuestro cerebro o nuestro deseo de acercarnos a Dios.
Si bien podemos culparnos por decirle “No” a Jesús, tenemos que comprender que los creyentes tenemos el poder de la gracia divina, que nos permite cambiar sin que nos genere este desgaste emocional de hacer las cosas por nuestra cuenta. Después de todo es Cristo quien se ocupa.
Si bien es posible de manera humana lograr salir de la zona de confort, el amor a Dios es el principal motor por el que podemos cambiar nuestros hábitos, ayudar a los demás y entregar nuestra vida a lo desconocido por medio de la fe.
En el amor a Dios, encontramos la respuesta a todos nuestros miedos, a quedarnos en el conformismo y en la seguridad de lo fácil. Con el amor de Dios se acaba la depresión y las angustias y el mundo se convierte en un lugar más pequeño porque avanzamos cada vez un poco más lejos.
Por otra parte, ¿qué sentido tendría subir una montaña si el cerebro no tuviera una recompensa? Si bien el cerebro tiene un mecanismo que premia el esfuerzo del cerebro para exponerse a lo desconocido, es necesario entrenar nuestra mente a fin de lograr escalar montañas cada vez más altas. Pero siempre con el amor de Dios como guía.
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