CRISTO EN LA CÁRCEL

Tomás I. González Pondal
Tomás I. González Pondal

“Estando yo ubicado en uno de los extremos de un largo pasillo, vi a un hombre caminar a paso muy lento, casi desde el centro del corredor hacia el extremo contrario. Para ser más preciso, diría que cojeaba, y, a cada paso que daba, se sentía un ruido de cadenas y algo que raspaba el cementoso suelo. El hombre tenía atada a la altura de su talón derecho el extremo de una cadena, la cual en su otro extremo sujetaba una pesada esfera de hierro color negro. El preso (¿qué otra cosa era sino un preso?) llevaba puesto, por toda vestimenta, una túnica a rayas, rayas negras y blancas.

Al cabo de un rato desapareció. Luego avancé lentamente hacia la dirección que él había elegido. A medida que avanzaba sucedió algo de lo más extraño: a cada lado, tanto hacia la izquierda como hacia la derecha, veía a los presidiarios en sus respectivas celdas, pero no arrastraban bolas de acero y, lo más llamativo es que, al lado de cada preso, volví a ver a ese condenado de túnica rayada. Pensé instantáneamente que estaba enloqueciendo, que algo no estaba bien en mi mente. Cerré los ojos, respiré profundamente; luego volví a abrirlos. Miré a la celda de mi izquierda, y allí, junto al preso de esa pocilga, estaba el hombre de la túnica; y al mirar a la celda de mi lado derecho, allí también, junto a otro preso, se encontraba cabizbajo el hombre de la túnica. ‘¡Vamos, no está sucediendo esto!’, exclamé en voz alta. Me froté los ojos, probé una vez más con el ejercicio de mirar, y, para sorpresa mía, una vez más el extraño fenómeno volvía a darse ante mi desorbitada visión. ‘¡Vamos, vamos!’, volví a decirme, y mientras avanzaba de prisa me autoabofetee con mi mano derecha como queriendo despertar de una pesadilla. Tropecé, y, al hacerlo, mis ojos, a escasos centímetros del suelo, toparon con unos ensangrentados pies. Levanté la mirada, y frente a mí estaba mirándome el hombre de la túnica rayada. Yo estaba descolocado. Y así, mirándolo desde el piso, escucho una misteriosa voz que se extendió por toda la prisión: ‘Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme’.”

Quiero reflexionar ahora sobre el hombre de la túnica rayada, en el cual, como ya lo habrá descubierto con facilidad el lector, estoy viendo a Cristo, pero principalmente a Cristo en la cárcel.

El pasaje bíblico de marras, presenta una cuestión que puede pasar inadvertida pero que encierra una profundísima caridad. El corazón humano parece moverse más tranquilamente a compasión y misericordia con el hambriento, con el sediento, con el que no tiene un techo, con el que necesita vestimenta, con el que está transitando alguna enfermedad; pero cuando se piensa detenidamente en los que están en prisión, el mismo corazón humano no aparece compasivo y misericordioso, sino que guarda sentimientos de una justicia a la que calificaría de  pelada. ¿Qué quiero decir con esto último? Quiero decir que se trata de una justicia que mantiene alejada la posibilidad de misericordia, e, incluso, muchas vece, se trata directamente de un sentimiento de estricta venganza. Aquí debe quedar clarísimo algo: si bien Cristo se posiciona en la cárcel, jamás está negando la justicia. De modo que no da lugar al fenómeno ideológico que el Dr. Héctor Hernández acuñó justamente como garantoabolicionismo, consistente el mismo en hacer desaparecer la pena, en ver a la potestad punitiva del Estado como un mal, y en hacer prácticamente del delincuente sino un buen tipo, al menos un ser cuya culpa no es suya sino de la sociedad. Cristo en modo alguno niega la justicia, pero no le aleja la misericordia. Y dice sin vueltas: “en la cárcel, y vinisteis a verme”. No hace  distinción de delitos, ni de delincuentes. Si hay alguien que por su delito merece cien años de prisión según la ley humana, que se le dé los cien años de prisión. La advertencia bíblica no se mete con eso, pero sí le interesa la “visita misericordiosa”, porque, ¡oh profundidad de Su Caridad!, allí dice estar Él, para el que desee visitar a algún preso, sea el que fuere, tenga la pena que tanga y sea por este o por aquel delito. Tampoco el pasaje de la Sagrada Escritura pide visitar a un preso determinado: deja abierto el abanico para hacer la visita al preso que se desee. Para nuestro desconcierto, Cristo añade: “En verdad os digo, que en cuanto lo hicisteis a uno de estos hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis”.

También en la cárcel hay presos que están ahí sin merecerlo. Tenemos ejemplos en la historia y tenemos ejemplos de estos tiempos. Hombres que se encuentran tras las rejas debido a procesos injustos y a sentencias injustas. Podría decirse que se asocian de un modo especial a Cristo, el único verdaderamente Justo que fue condenado como si fuere el peor de los malhechores.

Quedamos los que no estamos encarcelados tras barrotes físicos. Somos los que tenemos libertad ambulatoria y otras libertades de las que carecen los presidiarios. Mas, me pregunto: ¿cuántos en verdad hay que debiendo estar en la cárcel, no solo están libres sino que ostentan de seres elevados y honorables? Por caso, ¿cuántos políticos hay que favorecen la matanza de niños no nacidos, y, no obstante tamaño delito, se conducen con total tranquilidad como si fueran altos señores y exigiendo muchas veces reconocimiento? Y la lupa cae incuestionablemente sobre uno mismo: pecados que hemos cometido o que cometemos, y que, si bien no estamos detrás de un enrejado carcelario, hemos quedado o estamos presos de tales o cuales miserias. El pecador se encuentra tras las rejas de su pecado. Buscamos misericordia, está bien: pero mal haríamos en no actuar de manera misericorde con nuestro prójimo. Allá por el siglo XIII, cuando Santo Tomás de Aquino dio a conocer su Catena Aurea, citando una expresión de San Juan Crisóstomo que data del siglo IV, enseñó: “es propio de los hombres malos, para excusarse, dar a entender que no tienen culpas” (Tomo II, San Mateo, ed. Cursos de Cultura Católica, Buenos Aires, 1946, p. 293).

Conste: El pasaje habla de ‘visitar’, no habla de negar la justicia ni de denigrarla con sensiblerías baratas. En todo caso es una visita que la misericordia hace a la justicia; en todo caso es la visita que la misericordia efectúa para con algún justo juzgado injustamente; en todo caso es la visita que la misericordia realiza para recordarnos nuestras miserias, y que “quien cree estar en pie, que cuide de no caer.”

Hay una gran paradoja en la particular expresión del pasaje bíblico que aquí traje a colación: el rechazado no es al preso, sino al inmisericorde: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno (…). En verdad os digo, que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos pequeñitos, ni a mí lo hicisteis”. San Jerónimo en el siglo IV, en su obra Comentarios Bíblicos, escribió: “la sorpresa de los condenados”, estriba en que “nunca aceptaron el hecho de que se encontraban con Jesús en los demás hombres” (Comentarios Bíblicos, tomo III, ed. Cristiandad, Madrid, 1942,p. 276). Sepamos a quien visitamos.

Comparte: