La Comunidad de Lanceros está formada por sacerdotes, laicos y algún religioso con hábito, una muestra granada del santo Pueblo de Dios. Vistas la síntesis de las conclusiones del Sínodo en su fase nacional, la Comunidad se reunió telemáticamente para debatir unas propuestas que nos retrotraen a lo peor de los años setenta. Hay quien no se quiere enterar que tenemos el magisterio de san Juan Pablo II y Benedicto XVI.
El texto sinodal está cargado de eso que ahora se llama “autorreferencialidad”, ombliguismo, yoismo. En España ya casi no hay matrimonios canónicos, pues ni una sola palabra al respecto. En España ya pocos niños se bautizan, pues nada de nada.
Si el Sínodo ha sido un fracaso numérico, no lo son menos sus conclusiones. Salvando la buena voluntad de muchos de los que han participado, no podemos olvidar que si los españoles somos 47.326.687, y los católicos, según el CIS a la baja, rondamos el 59, 8%, teniendo en cuenta que han participado una 215.000 personas en algunas de sus fases, habrían intervenido el 0,78% de los católicos españoles.
La primera pregunta obvia es qué validez pueden tener las conclusiones de este minúsculo Sinodín. A quién representan los que han participado. Convendría que los obispos se preocuparan más de lo que piensan los que no han participado que los que están todo el santo día su alrededor.
Los sacerdotes de la comunidad de lanceros están molestos con el tono de crítica al trabajo y a la entrega de los sacerdotes. No hay referencia a los sacerdotes que no contenga, con esa jerga sibilina que utilizan los clericales de turno, una crítica a los sacerdotes. Ni el más mínimo agradecimiento por la entrega de su vida, por su vocación. Ni una palabra sobre el cuidado y la ayuda que merecen, empezando por la de sus obispos.
“Coincidimos en la importancia del papel de los sacerdotes en el acompañamiento espiritual y les pedimos por ello una mayor cercanía a la comunidad”. “En cuanto a los sacerdotes, se pide una formación que profundice más en la vida apostólica, en la clave de la sinodalidad y en la corresponsabilidad, con reconocimiento del papel propio de los fieles laicos, de la autoridad entendida no como poder, sino como servicio. En concreto, se insiste mucho en que la formación de nuestros seminaristas esté iluminada con estas claves”.
No contentos con lo que ya han dicho añaden esta perla: “Somos muy conscientes del papel imprescindible de los sacerdotes en la vivencia y celebración de la fe, singularmente en la eucaristía y el perdón, así como en la animación y edificación de la comunidad. Por eso nos duele particularmente la falta de entusiasmo de una parte muy relevante de los sacerdotes de las distintas comunidades locales y nuestra falta de eficacia como comunidad a la hora de acompañarlos en la vivencia de su vocación”.
Una obsesión con los sacerdotes que continúa en el texto hasta lo insospechado: “Una concreción de ello es lo que podemos llamar clericalismo bilateral, es decir, un exceso de protagonismo de los sacerdotes y un defecto en la responsabilidad de los laicos. Vemos que tiene una doble causa: por un lado, los sacerdotes, por inercia, desempeñan funciones que no les son propias y no impulsan la corresponsabilidad laical; por otro lado, los laicos no asumen su papel en la edificación de la comunidad, por comodidad, por inseguridad, por miedo a equivocarse o por experiencias negativas anteriores. Se entiende generalmente que “lo de dentro es cosa de curas y lo de fuera cosa de laicos” y que, desde el punto de vista institucional, la Iglesia está más organizada sobre el sacramento del orden que sobre el sacramento del bautismo –ambos recíprocamente imprescindibles–“.
Parece, al final, que lo que quieren los sinodales es ocupar el lugar de los sacerdotes. Fijémonos en esta propuesta: “Resuena también con fuerza la necesidad de reflexionar seriamente sobre la adaptación de los lenguajes, de los ornamentos y de parte de los ritos que están más alejados del momento presente, así como de repensar el papel de la homilía –en tanto que parte integrante de la liturgia– como elemento fundamental para entender la celebración y para la formación de los fieles laicos”.
Llegamos a la conclusión, el poder. El poder de los sacerdotes. Por eso, hay que pasar el poder a los laicos y a la vida consagrada: “Derivado de lo anterior, el autoritarismo en la Iglesia (autoridad entendida como poder y no como servicio), con sus correspondientes consecuencias –clericalismo, poca participación en la toma de decisiones, desapego de los fieles laicos– es una de las principales críticas que aparece en las aportaciones de los grupos sinodales. El papel de los laicos y de la vida consagrada en el momento presente es imprescindible e insustituible, y hemos de ser capaces de encontrar el modo y los espacios para que puedan desarrollarlo en toda su plenitud”.
No piensen los lectores que hay la más mínima crítica a los religiosos por el abandono de la radicalidad de vida del carisma o la constatación de su crisis. Todo lo contrario. Ahora lo que está de moda es pasarles la mano. “Valoramos mucho a nuestros hermanos consagrados, si bien somos conscientes de que no les tenemos tan presentes como deberíamos. Por ello, resulta importante cuidar las mutuas relaciones con los miembros de la vida consagrada, que vemos como un carisma de la Iglesia, que se vive en la Iglesia y el Espíritu lo da al servicio de la Iglesia y de toda la humanidad. En particular, valoramos muy positivamente que la vida contemplativa también ha vivido este proceso sinodal desde la oración, la lectio divina y el discernimiento comunitario tan propio de los monasterios”.
Podríamos seguir, pero ya es suficiente. A todo esto, la obsesión por lo sexual, por la ordenación de las mujeres, el celibato de los sacerdotes, la acogida a las personas homosexuales es una preocupación constante del documento. “En particular, se pone de manifiesto la necesidad de que la acogida esté más cuidada en el caso de las personas que necesitan de un mayor acompañamiento en sus circunstancias personales por razón de su situación familiar –se muestra con fuerza la preocupación por las personas divorciadas y vueltas a casar– o de su orientación sexual”.
Los obispos en cumplimiento de su ministerio de ser maestros en la fe y en la doctrina, custodios de la tradición viva de la Iglesia, en vez de aclarar las ambigüedades y exponer la fe de la Iglesia, como ha hecho nuestro admirado don Demetrio, permitieron que se diga en el documento que “junto con todo lo anterior, aunque se trata de cuestiones suscitadas solo en algunas diócesis y, en ellas, por un número reducido de grupos o personas, vemos conveniente incorporar a esta síntesis, por su relevancia en el imprescindible diálogo eclesial y con nuestros conciudadanos, la petición que formulan acerca de la necesidad de discernir con mayor profundidad la cuestión relativa al celibato opcional en el caso de los presbíteros y a la ordenación de casados; en menor medida, ha surgido igualmente el tema de la ordenación de las mujeres. En cualquier caso, en relación con estos temas, se detecta una clara petición de que, como Iglesia, dialoguemos sobre ellos con el fin de permitir conocer mejor el Magisterio respecto de los mismos y poder ofrecer una propuesta profética a nuestra sociedad”.
Será porque ahora lo que deben hacer los obispos, en vez de santificar, gobernar y enseñar, es dialogar, dialogar, dialogar.
Diego Lanzas.
Lunes 13 de junio de 2022.
Infocatólica.