Lejos de ser ilícito, el razonamiento sobre el futuro cónclave forma parte de la fisiología del ocaso de todo pontificado. Fue en 2002, en pleno declive físico de Juan Pablo II, cuando este blog descubrió en el entonces arzobispo de Buenos Aires Jorge Mario Bergoglio a un candidato papal que estaba muy arriba en la clasificación y que acabó siendo elegido a la cátedra de Pedro. Lo mismo ocurre hoy, cuando las noticias diarias desenmascaran a los pretendientes a la sucesión de un Francisco cada vez a la desbandada.
El pasado jueves 7 de octubre, las crónicas vaticanas marcaron un punto álgido de lo más pintoresco, en Roma, con el telón de fondo del Coliseo, con un llamamiento colectivo por la paz entre los pueblos y las religiones realizado por el papa Francisco y los principales líderes religiosos del mundo, en primera fila el patriarca ecuménico de Constantinopla Bartolomé I y el gran imán de Al-Azhar Ahmad Al-Tayyeb, todos ellos idealmente abrazados precisamente en el aniversario de la batalla de Lepanto.
En la ceremonia principal hubo dos discursos inaugurales: el de Andrea Riccardi (en la foto), fundador y monarca absoluto de la comunidad de Sant’Egidio y verdadero promotor del evento, como anfitrión, y el de la canciller alemana Angela Merkel, como invitada de lujo. El 20 de octubre de 2020, en la anterior edición de los encuentros interreligiosos que la comunidad organiza cada año siguiendo la estela del primero convocado en 1986 en Asís por Juan Pablo II, el guión asignó el honor del discurso de apertura a Riccardi, seguido del discurso del papa Francisco.
Pero además, este año, en el intenso programa de la jornada -en un foro celebrado en el nuevo y futurista edificio de conferencias de Roma llamado «La Nuvola» y con ponentes tan destacados como el gran rabino David Rosen y el asesor especial de la ONU Jeffrey Sachs, un economista malthusiano que ahora es un habitual en el Vaticano-, también había un cardenal, el único cardenal llamado a hablar en el evento, el arzobispo de Bolonia Matteo Zuppi (en la foto), el mismo hombre al que Settimo Cielo identificó, en un análisis del pasado 13 de julio, como el principal aspirante al papado.
El trabajo en equipo es tan refinado como evidente. De hecho, Zuppi también es, a la sombra de Riccardi, uno de los fundadores de la comunidad de Sant’Egidio, que es indiscutiblemente el lobby católico más poderoso del mundo de las últimas décadas, tanto más influyente en un futuro cónclave, cuanto más desordenado -además de incierto en su sentir y de fácil influencia tanto interna como externa- se ha vuelto el colegio de cardenales electores tras el maltrato causado por el papa Francisco tanto en los nombramientos como en la falta de convocatoria de los consistorios.
Zuppi es uno de los pocos cardenales conocido no solo por sus colegas de todo el mundo -es el único italiano en el consejo intercontinental del sínodo de obispos-, sino también fuera de los confines de la Iglesia. Y es que, como asistente eclesiástico general de la comunidad de Sant’Egidio y párroco hasta 2010 de la basílica romana de Santa María in Trastevere, así como obispo auxiliar de Roma desde ese año, siempre ha movido los hilos de una red de personas y acontecimientos, tanto religiosos como geopolíticos, a escala planetaria, desde los acuerdos de paz en Mozambique a principios de los años 90 hasta el apoyo actual al acuerdo secreto entre la Santa Sede y China; desde los encuentros interreligiosos en la estela de Asís hasta los «corredores humanitarios» para los inmigrantes que llegan a Europa desde África y Asia.
También en los cónclaves de 1978, 2005 y 2013, los hombres de Sant’Egidio intentaron dirigir el resultado. Cada vez sin éxito, pero siempre con la capacidad camaleónica de adaptarse perfectamente a cada nuevo papa, hasta alcanzar su apogeo con el pontificado de Francisco, que no solo ha promovido a Zuppi a arzobispo de Bolonia y a cardenal, sino que ha colocado a Vincenzo Paglia al frente de los institutos vaticanos para la vida y la familia, a Matteo Bruni al frente de la sala de prensa y, por último, a Agostino Giovagnoli y a Milena Santerini como vicepresidentes del refundado Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II para las Ciencias del Matrimonio y la Familia, el primero de los cuales es también un infatigable defensor de la actual y desastrosa política papal con China.
La preferencia que tiene Francisco por la comunidad de Sant’Egidio es más evidente si se la compara con su aversión a otros movimientos y asociaciones católicas. Sin embargo, la historia de esta comunidad no le parecería tan inocua al papa si la conociera un poco:
> Sant’Egidio story. Il grande bluff
En particular, la historia de Sant’Egidio choca mucho con la doctrina católica de la vida y la familia, confiada por el papa Francisco precisamente a personajes de dicha comunidad. Inicialmente dedicados a una vida de «celibato por el Reino de los Cielos», Riccardi y su equipo pronto descubrieron, en un retiro colectivo en 1978, que la actividad sexual era bastante exuberante y multifacética dentro de la comunidad. A partir de ahí permitieron el matrimonio entre ellos, pero estos fueron rebajados a ser «una solución a la concupiscencia» y a veces más arreglados desde arriba que espontáneos, como salió a la luz en un juicio de nulidad en el tribunal diocesano de Roma documentado por Settimo Cielo:
> Venticinque anni nella comunità di Sant’Egidio. Un memoriale
La astucia de los hombres de Sant’Egidio consiste en no tomar partido públicamente en las cuestiones más verdaderamente controvertidas de la Iglesia, sobre todo si tocan los fundamentos de la doctrina, sino en navegar en las aguas tranquilas de ciertos beneficios mediáticos como los simposios por la paz y la madre tierra, además de las actividades caritativas con los pobres.
Pero cuando, por el papel que desempeñan, no pueden evitar tomar una posición, su norma es ceñirse al terreno «pastoral», ese tan querido por el papa Bergoglio, que les permite predicar y practicar las más diversas soluciones, sobre todo si se ajustan al espíritu de los tiempos, afirmando con palabras que la doctrina sigue siendo siempre la misma. Las confusas declaraciones de Paglia sobre la eutanasia son un ejemplo entre muchos otros, al igual que el sibilino prefacio del cardenal Zuppi a la edición italiana del libro «Tender un puente» del jesuita James Martin, muy apreciado por Francisco, en apoyo de una nueva pastoral de los homosexuales.
Pues bien, ya no es un misterio el hecho de que Zuppi sea el «cardenal de la calle» -como en el documental sobre él que ya circula- que la comunidad de Sant’Egidio quiere hacer ganar en el próximo cónclave. Pero con una advertencia.
La advertencia es que si es elegido, no será él quien gobierne la Iglesia, sino más bien Andrea Riccardi, el todopoderoso fundador y jefe de la comunidad, donde nunca pasa nada sin que él lo sepa y quiera.
Riccardi también sabe que para adjudicarse la sucesión de Francisco es necesario tomar cierta distancia táctica con el actual papa, como exige la fisiología de cualquier cambio de pontificado. Y eso es lo que ha hecho en su reciente libro en el que analiza el estado actual de la Iglesia, muy crítico ya desde el título, «La Chiesa brucia«, como invocando un cambio de rumbo, pero también muy vago sobre el nuevo camino a seguir, como si no quisiera disgustar a nadie.
Pero aún está por ver si la operación tendrá éxito. De hecho, no tendrá éxito en absoluto, una vez que se haya quitado la máscara.
Por SANDRO MAGISTER
SETTIMO CIELO