Estas últimas semanas, los números de contagios por el COVID-19 en América Latina lejos de estar en retroceso, se mantienen estables en grandes cantidades e incluso aumentan. Mientras tanto en Europa, luego de un breve período de tregua, los contagios comienzan a subir nuevamente. Al mismo tiempo, la carrera por encontrar la vacuna anti-COVID, ha presentado en los últimos días diversas dificultades, y la fecha de su distribución sigue siendo incierta. En este contexto, la pregunta sobre cómo vivir esta pandemia que golpea a toda la humanidad, y que se desconoce cuando concluirá, vuelve a resonar en cada uno de nosotros.
A la luz del documento Humana communitas en la era de la pandemia, publicado en el mes de julio por la Pontificia Academia para la Vida, podemos descubrir algunas pistas para responder a un interrogante que no hace discriminación de país o situación socio-económica.
De la fragilidad a una ética del riesgo
“La crisis sanitaria que atraviesa actualmente la humanidad nos recuerda nuestra fragilidad” afirmó hace algunos días el Papa Francisco en un encuentro con un grupo de expertos en temas de ecología en el Vaticano. Ciertamente, como humanidad hemos hecho experiencia de nuestra fragilidad en estos meses. La muerte, la enfermedad, el sufrimiento, se presentan como grandes interrogantes que evidencian que no somos invencibles ni todopoderosos.
¿Cómo hacer frente a esta experiencia? Podemos buscar por todos los medios asegurar cada uno de nuestros pasos, evitando hacer cualquier cosa que no me garantice el 100% de seguridad, realizando solamente aquellas cosas que no pongan en peligro mis vulnerabilidades. Sin embargo, sabemos que nunca tendremos esa certeza, y siempre correremos algún riesgo.
Frente a la pandemia, la Pontificia Academia para la Vida, propone llegar “a una renovada apreciación de la realidad existencial del riesgo”, asumiendo la conciencia de nuestra vulnerabilidad a la enfermedad y a la muerte. Y para ello es indispensable diseñar una ética del riesgo, cuyo pilar esencial sea la capacidad y la voluntad de equilibrar principios que podrían competir entre sí: “el primer deber es proteger la vida y la salud. Aunque una situación de riesgo cero sigue siendo una imposibilidad, respetar el distanciamiento físico y frenar, si no detener totalmente, ciertas actividades han producido efectos dramáticos y duraderos en la economía. Habrá que tener en cuenta también el costo de la vida privada y social”.
Del aislamiento a la comunidad
En estos meses, Papa Francisco repitió en diversas ocasiones que la pandemia ha puesto en evidencia que estamos profundamente interconectados. Como expresa el documento Humana Communitas, en este tiempo se han desmoronado “las falsas esperanzas de una filosofía social atomista construida sobre la sospecha egoísta hacia lo diferente y lo nuevo, una ética de racionalidad calculadora inclinada hacia una imagen distorsionada de la autorrealización, impermeable a la responsabilidad del bien común a escala global, y no sólo nacional”.
Puede existir la tentación de creer que se puede salir de esta pandemia cada uno por separado. “Nadie se salva solo”, repite insistentemente Papa Francisco en este tiempo, porque “estamos todos en la misma barca”. Sin embargo, con el transcurrir de la pandemia, hemos comprendido que todos estamos en la misma tormenta, pero no necesariamente todos en la misma barca. Ciertamente hay algunas barcas más frágiles que otras, y muchas veces, quienes están en barcas más fuertes y estables buscan impedir que otros se suban, buscando estar más seguros, disminuir los riesgos, y estar más cómodos en sus robustas barcas. El peligro nos vuelve más competitivos y antagonistas.
Para fortalecer la comunidad internacional, debemos pasar de una actitud de sospecha a la confianza, que es un elemento fundamental de la interacción humana. Solamente sobre los cimientos de la confianza puede la comunidad humana florecer y dar frutos.
Del “sálvese quien pueda” a la solidaridad
Hemos sido testigos que sin una estrategia mundial coordinada no podremos hacer frente a esta pandemia. Ninguna solución definitiva a esta crisis puede estar sustentada en políticas individualistas, intereses particulares, de marginación, o del “sálvese quien pueda”.
En cambio, la respuesta debe ser la solidaridad como principio de una ética social que se expresa en la cooperación internacional. Una solidaridad que se manifiesta en la responsabilidad hacia aquel que está en una situación de necesidad, reconociendo su dignidad. Como expresa la Pontifica Academia para la Vida, “es necesario dar cuerpo a un concepto de solidaridad que vaya más allá del compromiso genérico de ayudar a los que sufren”, abordando y remodelando “las dimensiones estructurales de nuestra comunidad mundial que son opresivas e injustas”.
Sin embargo, la transición de la interdependencia a la solidaridad es una elección intencional y responsable, no automática. Frente a las desigualdades que la pandemia amplifica, la lucha, incluso estructural, por una mayor justicia es una lección que hay que aprender.
Nuestra actitud frente a los interrogantes y los desafíos que se nos presentan es la esperanza, que no es una resignación de quien sufre pasivamente los acontecimientos, ni tampoco una nostalgia de un retorno al pasado, anhelando un ayer que ya no existe. Es tiempo de ser creativos, “de imaginar y poner en práctica un proyecto de convivencia humana que permita un futuro mejor para todos y cada uno”.
Con información de Vatican News/Facundo Fernández