Los gobernantes del recién unificado Reino de Italia no perdieron el tiempo: el 2 de octubre de 1870, menos de dos semanas después de que su Ejército conquistase Roma, organizaron un plebiscito para corroborar el nuevo escenario. Arrasaron, pues solo 46 personas se opusieron a que la Ciudad Eterna se convirtiera en la capital de Italia, frente a las más de 40.000 que votaron a favor.
El plebiscito fue el método utilizado en todos y cada uno de los territorios que se iban incorporando al nuevo Estado. Pero la élite que gobernaba desde Florencia –capital temporal– era perfectamente consciente de que Roma no era equiparable al resto de territorios. La presencia del Papa, Vicario de Cristo en la tierra, y con rango de jefe de Estado, modificaba todos los parámetros. Había que tomar precauciones. Y no solo en Italia: baste decir que el ministro de Asuntos Exteriores, Emilio Visconti-Venosta, se apresuró a elaborar una circular en la que ordenaba a sus embajadores tranquilizar a los gobiernos de sus países de destino sobre el respeto de la libertad –pastoral y diplomática– del Romano Pontífice. Sin embargo, ningún gobierno extranjero reconoció la conquista. Por lo menos, de momento. Triunfo nacional, pero revés diplomático.
La estrategia de Pío IX de considerarse «prisionero en el Vaticano» –fue doctrina oficial de los Papas hasta el Tratado de 1929, aunque suavizada paulatinamente a partir de la Primera Guerra Mundial– convenció inicialmente en algunas capitales europeas. Mas la alegría pontificia fue de corta duración: pronto quedó claro que el malestar inicial de las capitales europeas no se iba a traducir en presiones agobiantes para volver a la situación anterior. Menos aún en una coalición militar para enfrentarse a Italia, opción deseada por el Santo Padre.
Los italianos, por su parte, no podían renunciar a la meta, emocional y estratégica, de Roma capital. Como escribe Indro Montanelli, «a base de anhelarla, los hombres del Risorgimento y sus discípulos terminaron por dar a la palabra Roma un significado mágico de consagración y primado, como si el solo hecho de ir a Roma permitiese a Italia encontrar el sentido de una misión en el mundo». Aunque en la práctica, los gobernantes italianos del momento combinaron una actitud que unía los pasos firmes con la prudencia, sobre todo en materia diplomática. El 3 de febrero de 1871 el Parlamento italiano aprobaba una ley que contemplaba el traslado de las administraciones «en un plazo de seis meses». El mandato no podía ser más nítido. Pero era necesaria otra pieza legislativa para regular las relaciones con el Papa.
Es entonces cuando afloró –durante los debates– el radicalismo ideológico liberal. Principalmente por parte de la izquierda. Sus figuras de referencia, Francesco Crispi –católico bautizado según el rito bizantino y futuro primer ministro– y Pasquale Stanislao Mancini –un marqués de ideas avanzadas–, ambos vinculados a la masonería, abogaban por considerar a la Iglesia como una mera asociación sujeta al derecho común. Lo que, según Sergio Romano, hubiera significado, en la práctica, que el Estado hubiera hecho uso tanto del exequatur (consentimiento civil de los actos pontificios) como del placet (autorización previa del poder civil a la promulgación y ejecución de los actos episcopales). Y por supuesto, el Papa hubiera sido responsable de sus actos de cara a la ley. Incluso, prosigue el ensayista y diplomático, «algún diputado de derechas, estudioso de Hegel y admirador de Bismarck, pretendía aprovechar la oportunidad para proclamar la supremacía del Estado sobre cualquier confesión».
Al final, el Parlamento italiano no se dejó llevar por estas corrientes y aprobó, el 13 de mayo de 1871, la Ley de Garantías, que respetaba los derechos básicos del Papa. Para Giuseppe Mazzini, principal ideólogo del Risorgimento, que tildó de «profanación» la conquista «suave» de Roma, esta ley fue insuficiente. Para Pío IX era un «producto monstruoso de la jurisprudencia revolucionaria». En perspectiva católica, la razón le asistía plenamente, pero el destino quiso que la Ley de Garantías rigiese, para bien o para mal, las relaciones entre la Santa Sede e Italia hasta la Conciliazione de 1929.
por José María Ballester Esquivias.
Alfa y Omega.