China y Rusia invaden hoy la casi totalidad de los comentarios sobre la política internacional de la Santa Sede, en ambos casos muy poco brillante.
Pero hay otros países del mundo donde la Iglesia católica vive situaciones no menos dramáticas de auténtica persecución. Sin embargo, el Papa guarda silencio, como en el caso de Nicaragua. O por el contrario se excede en la locuacidad obsequiosa, como en el caso de Cuba.
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Jorge Mario Bergoglio nunca ha ocultado su admiración por el régimen cubano. En la foto de arriba se le ve posando deferentemente con Fidel Castro, en la conversación de cuarenta minutos que mantuvo con él durante su viaje a La Habana en 2015.
Pero también con su hermano Raúl, durante décadas el verdadero hombre fuerte del sistema persecutorio castrista, el Papa Francisco dice cultivar “una relación humana”. Así lo hizo saber en una entrevista con el canal mexicano Televisa el 11 de julio pasado, exactamente un año después de la despiadada represión en toda la isla de la mayor protesta popular contra la dictadura en treinta años.
En la entrevista, los elogios de Francisco al régimen castrista – “Cuba es un símbolo. Cuba es una gran historia” – fueron naturalmente el titular de “Granma”, el periódico oficial del Partido Comunista de Cuba. Pero suscitó un coro unánime de protesta entre las figuras de la oposición, en su mayoría católicas, en el exilio y en la patria, todas ellas profundamente heridas por las palabras del Papa.
En 2015 el papa Francisco dijo entonces a los periodistas que había hablado amistosamente con Fidel Castro sobre su educación en el colegio de los jesuitas y su amistad con algunos de ellos. Con ello dio la razón a la tesis crítica del profesor Loris Zanatta, de la Universidad de Bolonia, especialista en América Latina, argumentada en su libro de 2020 titulado “El populismo jesuita. Perón, Fidel, Bergoglio” y relanzada hace unos días en su vitriólico comentario en el diario argentino “La Nación”.
Pero lo más llamativo de aquel viaje papal de 2015 a Cuba fue el silencio total de Francisco sobre las víctimas del régimen castrista, los miles de cubanos engullidos por el mar al intentar huir de la tiranía, y su negativa a reunirse con los opositores.
Uno de ellos, en 1998, cuando Juan Pablo II había visitado Cuba, había incluso logrado a subir al altar para llevar las ofrendas, durante la Misa en la Plaza de la Revolución, mientras el grito de “¡Libertad!” se elevaba potente y rítmicamente desde la plaza y el Papa coreaba esa palabra trece veces en la homilía.
En 2015, no hubo nada de todo esto. La policía castrista archivó y filtró a todo aquel que accedió a las Misas de Francisco, tanto en La Habana como en otras ciudades, además de mezclar pelotones de observadores miembros del Partido. Y en los nueve discursos de su visita a Cuba, Bergoglio sólo pronunció una vez la palabra “libertad”, como por obligación formal.
Presionado por los periodistas en el vuelo de regreso de Cuba respecto a su falta de encuentro con los disidentes, Francisco respondió lo siguiente:
“En primer lugar, era muy claro que no iba a conceder ninguna audiencia a los disidentes, porque pidieron una audiencia no sólo ellos, sino también personas de otros sectores, incluidos varios jefes de Estado. No, no estaba prevista ninguna audiencia: ni con los disidentes ni con otros. En segundo lugar, hubo llamadas telefónicas de la nunciatura a algunas personas que forman parte de este grupo de disidentes. El nuncio se encargó de comunicarles que saludaría con gusto a los que estuvieran allí cuando llegara a la catedral. Pero como no se presentó nadie a saludar, no sé si estuvieron allí o no”.
En realidad, los disidentes no estuvieron en absoluto, la policía los había identificado a todos y les había impedido acercarse.
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En cuanto a Nicaragua, la memoria se remonta al choque frontal de 1983 entre Juan Pablo II y el régimen revolucionario sandinista de la época, repleto de sacerdotes convertidos en ministros, choque que culminó con los gritos hostiles orquestados de la multitud contra el Papa durante la Misa de clausura.
Hoy, como jefe de Nicaragua está el siempre eterno Daniel Ortega, con su esposa Rosario Murillo como vicepresidente. Pero la suerte de la Iglesia católica se ha invertido. Ya no está a las órdenes del régimen por obra de su clero militante y contra Juan Pablo II identificado con las potencias neocoloniales, sino que está totalmente perseguida y humillada, sólo el papa Francisco es ensalzado descaradamente por Ortega como “amigo de la revolución sandinista”.
Lo malo es que Francisco no escapa a este uso inescrupuloso de su persona por parte de Ortega. Nunca gastó una palabra pública en defensa de la Iglesia nicaragüense.
Sólo se elevó una tímida protesta, no del Papa sino de las oficinas del Vaticano, cuando en marzo pasado Ortega expulsó de Nicaragua al nuncio papal, el polaco Waldemar Stanislaw Sommerga, ordenándole que abandonara inmediatamente el país después de notificarle la medida. Al conocer la noticia, el Vaticano expresó “gran sorpresa y pesar” en un comunicado datado el 12 de marzo.
El problema es que el nuncio, por mandato del Papa, había negociado con Ortega durante mucho tiempo sin conseguir nunca nada, enajenando el consenso de los obispos del país y básicamente de toda la Iglesia nicaragüense.
Y no sólo eso. Contra los obispos más desagradables para el régimen se lanzaron incluso amenazas de muerte. Al más belicoso de ellos, el auxiliar de Managua, monseñor Silvio Báez, fue acusado falsamente por el régimen de planear un golpe de Estado, y Ortega pidió a Francisco que lo llamara al orden. Contra su voluntad, el Papa lo trasladó en 2019 de Managua a Roma, con la promesa de asignarle un puesto en la curia vaticana. Pero esto no sucedió y Báez vive ahora en el exilio en Miami, siempre comprometido por la libertad de su país.
Es un hecho que hoy en día Nicaragua es uno de los países del mundo donde la Iglesia Católica es más perseguida. Son innumerables los asesinatos, las detenciones y los asaltos de los militares a las iglesias donde se refugian los opositores. Un obispo, monseñor Rolando Álvarez, emprendió el pasado mes de mayo un ayuno de protesta contra la represión.
A principios de julio, el régimen ni siquiera perdonó a las monjas de Santa Teresa de Calcuta, ya que ordenó su expulsión inmediata del país. El 6 de julio, las primeras quince cruzaron a pie la frontera sur lindante con Costa Rica, donde pocos días antes había estado de visita el secretario del Vaticano para las Relaciones con los Estados, monseñor Paul Richard Gallagher.
Pero ni siquiera en la nota oficial del Vaticano que dio cuenta del viaje de Gallagher, publicada ese mismo 6 de julio, aparecía la más mínima mención a la expulsión de las monjas de Santa Teresa de Calcuta.
Sobre la persecución en Nicaragua el silencio de la Sede de Pedro es cada vez más ensordecedor.
Por SANDRO MAGISTER.
CIUDAD DEL VATICANO.
SETTIMO CIELO.