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Reflexión para meditar el domingo de la 3 semana de Cuaresma.
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Los temas propuestos son: el estilo de Dios es cercanía; examinar nuestro corazón; la humildad de la conversión.
MUCHOS AÑOS han transcurrido desde que Moisés había huido de Egipto. El faraón de entonces estaba ya muerto, pero la situación de los israelitas no mejoraba. La Sagrada Escritura nos dice que «los hijos de Israel se quejaban de la esclavitud y clamaron. Sus gritos, desde la esclavitud, subieron a Dios; y Dios escuchó» (Ex 2,23-24). Por aquel entonces, «Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró» (Ex 3,1). Marchaba sin rumbo, por una tierra extraña, en busca de pastos para alimentar un rebaño ajeno.
Un día encuentra una zarza en llamas, algo normal en un paraje reseco por el sol. Moisés ha visto arder muchos matorrales, pero ninguno como este: «se fijó: la zarza ardía sin consumirse» (Ex 3,2). Intrigado, se acerca a contemplar ese «espectáculo admirable» (Ex 3,3). Entonces, Dios habla, y la vida de Moisés y la historia de los hombres cambian para siempre. Dios nuevamente está entrando en la historia. Ha decidido tomar partido, ha elegido un pueblo y le ha revelado su Nombre, mezclando su suerte con la de aquel. Dios asume el riesgo de hacerse cercano.
Los israelitas tendrán que recurrir a la poesía y al canto, para intentar dar voz a tanta maravilla: «Bendice alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios» (Sal 102, 1-2). Comienzan a descubrir «el estilo de Dios, que fundamentalmente es un estilo de cercanía. Él mismo da al pueblo esta definición de Sí: “¿Díganme, qué nación tiene sus dioses tan cercanos como tú me tienes a mí?” (cfr. Dt 4,7)»1. «No dejarás de ver, aun en los momentos de mayor trepidación –decía san Josemaría–, que nuestro Padre del Cielo está siempre cerca, muy cerca»2.
«NO QUIERO que ignoréis, hermanos –escribe san Pablo–, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, y todos cruzaron el mar, y para unirse a Moisés todos fueron bautizados en la nube y en el mar (…). Pero la mayoría de ellos no agradó a Dios» (1 Cor 10,1-5). Y el apóstol agrega que todas aquellas cosas «fueron escritas para escarmiento nuestro», para que fuéramos conscientes de lo que a nosotros, como nuevo pueblo de Dios, nos puede también suceder. El mismo Jesucristo, después de recordar a algunos que, por aquellos días, habían muerto de manera cruenta, pregunta: «¿Pensáis que estos galileos eran más pecadores que todos los galileos, porque padecieron tales cosas? No, os lo aseguro; pero si no os convertís, todos pereceréis igualmente» (Lc 13,2-3).
Nos hacen bien las palabras claras de Jesús y la advertencia de san Pablo, porque provocan en nosotros una reacción que no siempre nos surge de manera espontánea. A veces, cuando nos parece que las cosas van mal, buscamos las causas, necesitamos establecer una responsabilidad. Y si conseguimos encontrar un culpable, respiramos tranquilos, porque entonces podemos pensar que aquello no tiene que ver con nosotros.
Jesús corrige, en esta y en otras ocasiones, esa visión equivocada de sus discípulos. Nos anima a aprovechar esas coyunturas para buscar una conversión personal más profunda, en lugar de gastar tiempo y energías buscando culpables. Conversión, que significa volver la mirada a Dios y reconsiderar las cosas partiendo del amor que nos tiene, a nosotros y a los demás. «No juzguéis» (Mt 7,1), nos dice Jesús. Y «no murmuréis» (1 Cor 10,10), añade san Pablo. Porque cuando cedemos a esa visión negativa, podemos caer en la trampa de la murmuración. Si nos contentamos con culpar a los demás o a las circunstancias, perdemos la ocasión de examinar nuestro propio corazón, que es donde está el único mal que verdaderamente podemos ahogar con sobreabundancia de gracia.
«ÉRASE UNA VEZ un hombre que tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró» (Lc 13, 6). Cuando dejamos de buscar los problemas fuera, entonces se nos hace evidente nuestra indigencia. Entonces somos más capaces de reconocer la generosidad de Dios con nosotros y que, en realidad, no tenemos con qué pagarle. Ya no aparecemos ante nuestros propios ojos tan buenos como cuando nos comparábamos con los demás: aprendemos a ser humildes.
Esta constatación no nos entristecerá si hacemos lo que Jesús nos dice: poner nuestros ojos en Dios, que es nuestro Padre. Es este el don de la conversión, que pedimos al Señor especialmente en Cuaresma, apoyados en una penitencia que da forma poco a poco a nuestro corazón. «Oh, Dios –imploramos junto a toda la Iglesia–, autor de toda misericordia y bondad, que aceptas el ayuno, la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados, mira con amor el reconocimiento de nuestra pequeñez y levanta con tu misericordia a los que nos sentimos abatidos por nuestra conciencia»3.
Descubrimos así, como lo hizo el pueblo elegido, que el mayor prodigio obrado por Dios es su increíble cercanía. «¡Estamos en las manos de Jesús!»4, solía repetir san Josemaría. Y Jesús no desespera, como tampoco lo hace su madre, Santa María, a quien le podemos pedir que ablande nuestro corazón siempre que lo necesitemos.
1 Francisco, Discurso, 17-II-2022.
2 San Josemaría, Forja, n. 240.
3 Domingo III semana de Cuaresma, Oración colecta.
4 San Josemaría, Mientras nos hablaba en el camino, p. 107.