En el tiempo que ha transcurrido entre la publicación de la primera parte de este artículo y esta segunda, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha publicado un claro y contundente documento sobre la eutanasia y el suicidio asistido titulado «Samaritanus Bonus». Es un documento de naturaleza diferente a la del documento de la Conferencia Episcopal Española que cité en la primera parte. En este caso tenemos un documento totalmente magisterial, en el que la perspectiva de fe se encuentra desde el primer momento. Lógicamente, esto resulta menos interesante a la hora de situarnos en la clave de la filosofía moral, pero es una muestra de que en este tema es necesario una enseñanza clara también en el nivel de la teología. Yo intentaré seguir poniendo las bases desde la filosofía, consciente de que sólo la Revelación es capaz de iluminar suficientemente los aspectos que entran en juego.
La inmoralidad del homicidio
Una vez establecido que la eutanasia es un homicidio, nos preguntamos si el homicidio es siempre inmoral. Ésta es una pregunta compleja que, lógicamente, no vamos a examinar aquí en toda su extensión. Mi respuesta inicial será decir que sí, el homicidio es siempre inmoral.
El homicidio es inmoral porque atenta directamente contra la ley natural. Niega la inclinación natural del ser humano a amar a los demás hombres, lo que implica querer también su bien. Niega también la inclinación natural del ser humano a la vida en sociedad. La muerte de un ser humano no es nunca un medio válido para alcanzar un fin, sea éste el que sea. Se puede ver la diferencia con la muerte de un animal o de una planta, que sí puede ser el medio para que se alcance su fin de servir como alimento a animales o al ser humano. Tampoco una circunstancia concreta (en este caso el hecho de que la víctima sufra o esté enfermo) basta para que el acto del homicidio deje de ser inmoral.
- Debo notar que aquí me aparto ligeramente de toda una tradición en la filosofía moral que distingue entre la muerte del inocente y la muerte del malvado. Santo Tomás, por ejemplo, realiza esta distinción en la q. 64 de la II-II. Se trata del caso de la pena de muerte para el que por su inmoralidad amenaza el Bien Común. Sin embargo, como ya discutimos en un artículo anterior, me inclino a considerar la pena de muerte un caso de principio de doble efecto (explicado en ese mismo artículo). Las expresiones de Santo Tomás y el ejemplo que presenta de la amputación de un miembro enfermo que amenaza la salud del cuerpo no son incompatibles con esta perspectiva. Aunque queremos mantenernos en el nivel de la argumentación filosófica, cabe resaltar que la argumentación del Catecismo de la Iglesia Católica, en sus nn. 2263-2267, coincide con nuestra interpretación.
Por tanto, sostengo que cualquier acto que tenga como objeto moral matar a un ser humano, es decir, que pretenda matar a un ser humano como medio para conseguir algún fin, sea éste el que sea, siempre será un acto moralmente malo. Todavía no nos pronunciamos sobre si la ley civil debe castigar este acto, porque eso es un segundo momento en el razonamiento moral.
La dignidad del ser humano
Que el ser humano se distinga de esta manera del resto de los animales se deriva del complejo concepto de dignidad. Nos encontramos, una vez más, ante una cuestión imposible de tratar exhaustivamente en un escrito como éste.
El concepto de dignidad es claramente análogo. En origen significa una grandeza o excelencia, que ha de ser reconocida como tal por los demás. Por tanto, pueden darse diferencias de dignidad entre los hombres de acuerdo con distintas cualidades. Pero si nos referimos a dignidad humana estamos estableciendo una diferencia con el resto de los seres, por lo que esa grandeza o excelencia no dependerá de una cualidad que puede darse o no, sino de la misma esencia humana.
La dignidad del ser humano deriva de aquello que lo distingue del resto de seres corporales, y que caracteriza su esencia, es decir, el ser racional. Ser racional implica distintas cualidades que desarrollan distintos aspectos de esta dignidad, como la libertad, la moralidad, la espiritualidad, etc. Pero la dignidad no es resultado del ejercicio de ninguna de estas potencias o facultades, sino que basta con ser de esencia humana para poseer la dignidad humana.
- Santo Tomás desarrolla un argumento respecto de la pena de muerte en la que disiente con mi interpretación de la dignidad humana. Dice: «el hombre, al pecar, se separa del orden de la razón, y por ello decae en su dignidad, es decir, en cuanto que el hombre es naturalmente libre y existente por sí mismo; y húndese, en cierto modo, en la esclavitud de las bestias, de modo que puede disponerse de él en cuanto es útil a los demás» (STh II-II, q. 64, a. 2, ad 3). Con todo el respeto que puede tener un tomista para con el Doctor Angélico, creo que la dignidad humana, al enraizarse en la naturaleza racional del ser humano (algo que está reconocido precisamente en este argumento), no puede perderse por el pecado. La actual redacción del Catecismo de la Iglesia Católica indica que «hoy está cada vez más viva la conciencia de que la dignidad de la persona no se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves». Aunque esto no es una razón para declarar la ilicitud de la pena de muerte, y la misma redacción de la frase no es magisterial (no enseña nada), estoy de acuerdo con el contenido.
La dignidad humana genera, tanto en el prójimo como en uno mismo, un conjunto de obligaciones. No utilizaremos aquí la idea de «derecho humano», aunque si ésta se entendiera correctamente, el resultado sería el mismo. En cuanto que un agente moral entiende que el otro con el que se relaciona pertenece a la especie humana y, por tanto, tiene dignidad humana, debe observar estas obligaciones morales, una de las cuales será la de no matar.
El dilema de la dignidad
Parece que en el punto anterior hemos llegado al mismo resultado que en el primero, por lo que resultaría superfluo. Pero lo hemos planteado por dos razones: la primera porque en el lenguaje políticamente correcto a la hora de hablar de la eutanasia se utiliza continuamente el concepto de dignidad, de manera equívoca, en mi opinión; la segunda, porque se entenderá mejor el dilema al que nos enfrentamos si aceptamos que el homicidio voluntario de un enfermo o sufriente es permisible.
Plantearemos el dilema en los siguientes términos: una vez aceptado el concepto de dignidad humana, debe defenderse que no hay ninguna condición para poseer tal dignidad más allá de la pertenencia a la especie humana, o descartar totalmente el concepto.
Es decir, el que admite que el ser humano tiene dignidad humana, y debido a esa dignidad es siempre inmoral el acto de matarlo, no podrá dar una razón por la cual tal ser humano, mientras siga siendo ser humano, pueda ser despojado de esa dignidad. Pero si admitiera que hay una razón concreta para ser despojado de esa dignidad (el sufrimiento, estar discapacitado, la enfermedad terminal, la condición de no nacido, etc.), tendrá que reconocer que por lo mismo podría admitirse cualquier razón para despojar a uno de la dignidad (la clase social, la raza, el comportamiento, la capacidad intelectual, etc.). Porque si tener dignidad humana no brota del hecho de pertenecer a la especie humana, entonces la posesión de tal dignidad será algo absolutamente arbitrario, en manos de quien en cada momento ostente el poder. En definitiva, el concepto de dignidad humana entendido así debería ser descartado por inútil en la práctica.
La eutanasia no es una muerte digna
Aterrizando en la última de las cuestiones que nos habíamos propuesto tratar, tendremos que decir que la eutanasia, que consiste en provocar la muerte del que sufre o está enfermo, no constituye una excepción a la norma que hace inmoral todo homicidio voluntario. Porque la salud o la enfermedad, el sufrimiento o el gozo, no son fuente de la dignidad humana, una vez admitido este concepto, y la eutanasia siempre será una ofensa a esa dignidad. Precisamente por eso, la eutanasia no será nunca una muerte digna, porque el homicidio voluntario es siempre indigno.
Ahora bien, que algo sea inmoral no quiere decir automáticamente que la ley (civil) deba castigarlo. Santo Tomás enseña con claridad que la ley humana no debe reprimir todos los vicios, sino «sino sólo los más graves, aquellos de los que puede abstenerse la mayoría y que, sobre todo, hacen daño a los demás, sin cuya prohibición la sociedad humana no podría subsistir, tales como el homicidio, el robo y cosas semejantes» (STh I-II, q. 96, a. 2). Vemos que Santo Tomás considera el homicidio directamente como algo que la ley debe prohibir, y ya hemos demostrado que la eutanasia es formalmente un homicidio. El homicidio voluntario, además de su inmoralidad ya explicada, es uno de los atentados más graves contra la sociedad, porque destruye directamente los vínculos de respeto a la dignidad humana que están en la base de la vida social.
Y no basta sólo con que la ley lo prohíba, sino que es necesario que el gobernante castigue la transgresión de esa ley con una dureza proporcional a la culpa. La pena que conlleva la ley tiene como objeto reestablecer el orden moral que forma parte esencial del bien común. Teniendo en cuenta que el homicidio voluntario atenta directamente contra ese orden moral, no castigarlo supondría directamente la destrucción de la vida social. La posibilidad de «despenalizar» la eutanasia, aunque se siga considerando un crimen, no supone una diferencia real con su «legalización».
La ley penal actual presenta la eutanasia como un atenuante frente al homicidio voluntario (ya indiqué que no sé si es esta exactamente la figura jurídica, pero desde luego lo parece). ¿Es justo que esto sea considerado así? Aquí habría que hacer dos precisiones. La primera es que precisamente por la indefensión de la víctima, la eutanasia debería ser objetivamente un agravante respecto del homicidio voluntario sin más. En una sociedad humana sana, los débiles y vulnerables deben ser protegidos de manera especial. Sin embargo, podría también considerarse un atenuante el estado mental del victimario. Por ejemplo, el caso de un padre que ve sufrir a su hijo y esto le provoca una alteración emocional que condiciona su libertad a la hora de cometer el crimen. Este estado mental quedaría descartado en el caso de un «profesional» que se dedique por dinero a matar a enfermos, como no puede haber un atenuante en el caso de un abortista que se lucra descuartizando niños con puro interés lucrativo. Mi opinión es, por tanto, que la ley civil debería considerar un agravante la enfermedad de la víctima, pero dejar a consideración de los jueces la posibilidad de un atenuante en el otro caso mencionado.
La autodeterminación
Ya hemos dicho que la petición libre de la víctima no es constitutivo esencial de la eutanasia, pero habrá que dedicar un breve espacio a considerar el argumento de los que dicen que el ser humano debe poder decidir libremente cuándo morir. Una de las cosas que habría que examinar es la inmoralidad del suicidio, que tiene que ver con algunas de las cosas ya dichas, pero que no es el centro de nuestro tema, porque hemos definido la eutanasia como un homicidio y no como un suicidio. Habría también que advertir que, por lo dicho anteriormente, el ser humano no puede despojarse a sí mismo de su propia dignidad con un acto de su libertad. No puede hacerlo por la misma razón que tampoco puede cambiar su esencia humana.
Pero habría una tercera cuestión a considerar, y es la de la misma libertad. Porque los que argumentan que una persona debería poder decidir libremente sobre su muerte no advierten que esa decisión difícilmente podría tomarse siendo auténticamente libre. Me explico: decidir poner fin a la vida propia es una intención suicida. Y las intenciones suicidas son manifestaciones claras de, al menos, algún tipo de trastorno mental. Por eso se habla del suicidio como un problema de salud mental. ¿Puede suponerse libre la decisión de uno cuya misma decisión es un indicador de un trastorno que cuestionaría seriamente su libertad?
Podrá decirse que un profesional de la salud mental podría descartar tal trastorno, pero la inexactitud de esa ciencia haría que siempre hubiera una duda razonable que, ante un tema tan serio, hiciera que se debiera preservar siempre el bien mayor de la vida. Otro argumento será el del que diga que una tendencia suicida puede ser un problema de salud mental para el que está corporalmente sano, pero para el enfermo no. En ese caso, estaríamos introduciendo una vez más una diferencia entre sanos y enfermos que ulteriormente llevaría a condicionar la dignidad humana, lo que ya hemos descartado.
Por último, estará quien diga que una persona, con plenas facultades mentales, podría dejar establecido precedentemente que en caso de enfermedad o sufrimiento debería acabarse con su vida. En este caso, volvemos al problema inicial, porque la razón determinante para la licitud del homicidio de esa persona no sería su decisión libre, sino su estado de enfermedad, lo que supone, una vez más, un condicionante a la dignidad humana.
Por supuesto, se podría ir a la raíz última de la libertad y dilucidar si puede llamarse «libre» un acto o una decisión que busque el fin de la propia vida. Pero no creo que sea necesario entrar en esa cuestión que, aunque sería claramente iluminadora, haría el discurso muchísimo más complejo. Creo que con estas razones debería bastar para considerar que la autodeterminación del enfermo no basta como justificación para el homicidio de éste.
La necesidad de la fe
Hemos intentado mantenerlos estrictamente en el campo de la filosofía moral, es decir, no introducir ningún criterio tomado de la Revelación que no pueda ser hallado también por la sola razón. Habrá quien, de todas formas, insista en que los que defendemos la inmoralidad y la ilicitud de la eutanasia lo hacemos por motivos de fe. A esos habrá que responderles claramente: sí, ¿y qué? Porque, efectivamente, aunque podamos argumentar filosóficamente todo esto, como he intentado hacerlo, no debemos tener problema en reconocer con orgullo que nuestra defensa de la vida humana en todas las fases de su existencia, desde su concepción hasta su muerte natural, viene directamente de la fe en Cristo. Y que sólo el misterio de Cristo sufriente por amor al Padre y a los hombres en el altar de la Cruz puede iluminar a la persona que pasa por el trance del dolor, y a aquellos que han de acompañarlo con el deber de la caridad.
Como acertadamente señala el documento de la CDF que citábamos al inicio de esta segunda parte:
«La experiencia de la Cruz permite así ofrecer al que sufre un interlocutor creíble a quien dirigir la palabra, el pensamiento, a quien entregar la angustia y el miedo: a aquellos que se hacen cargo del enfermo, la escena de la Cruz proporciona un elemento adicional para comprender que también cuando parece que no hay nada más que hacer todavía queda mucho por hacer, porque el “estar” es uno de los signos del amor, y de la esperanza que lleva en sí. El anuncio de la vida después de la muerte no es una ilusión o un consuelo sino una certeza que está en el centro del amor, que no se acaba con la muerte.»
Con información de InfoCatólica/Francisco José Delgado