* «A quienes Dios quiere destruir, primero les quita la razón«.
Leonid Ilich Brezhnev presidió la decadencia irreversible de la URSS durante sus 18 años en el poder, inicialmente como secretario general del Partido Comunista Soviético y más tarde también como presidente del Presídium del Soviet Supremo. Era dos años más joven que Joseph Biden cuando murió en 1982, pero –al igual que el actual ocupante de la Casa Blanca– mucho antes de su muerte física, Brezhnev había llegado a personificar el establishment político corrupto de una gran potencia en decadencia que se estaba pudriendo desde dentro.
Al igual que Biden, en sus últimos años era un desastre senil incapaz de completar una frase coherente , y mucho menos de tener una idea original o interesante.
El recuerdo del camarada Brezhnev fue evocado irresistiblemente por el discurso de política exterior que Joseph Biden pronunció en el Departamento de Estado el 4 de febrero.
Vale la pena analizar algunos de sus puntos clave para aclarar el paralelismo y esbozar sus implicaciones:
“Repararemos nuestras alianzas y volveremos a relacionarnos con el mundo”, prometió: «…no para enfrentar los desafíos de ayer, sino los de hoy y los de mañana. El liderazgo estadounidense debe estar a la altura de este nuevo momento de avance del autoritarismo, incluidas las ambiciones crecientes de China de rivalizar con Estados Unidos y la determinación de Rusia de dañar y perturbar nuestra democracia.Por el contrario, “comprometerse con el mundo” para reafirmar el “liderazgo estadounidense” es decididamente uno de los “desafíos de ayer”.
Es evocador del anuncio que hizo hace 30 años George H. W. Bush de un Nuevo Orden Mundial liderado por Estados Unidos.
Una década después, su hijo, también Presidente de EU, fue más allá al declarar su intención de “convertir este tiempo de influencia estadounidense en generaciones de paz democrática”.
En 2007, Barack Obama hizo su propia promesa de renovar el liderazgo global estadounidense . En 2016, su administración incluso afirmó que había “reorientado y reafirmado el liderazgo estadounidense en el mundo”.
Su obsesión con el liderazgo global estadounidense no es en absoluto un “desafío”. Se basa en la fantasía narcisista neoconservadora/neoliberal de que Estados Unidos no es simplemente una nación excepcional, sino la nación indispensable del mundo .
Esa arrogancia es la imagen exacta de la afirmación comunista, resumida por Fidel Castro en 1963 , de que la URSS lidera a todas las naciones que luchan por la paz y por una vida mejor:
Es por eso que todos los países deben estar agradecidos con ustedes”, declaró en un mitin en Siberia.
¡Ustedes merecen la gratitud de todos los países!”.
En ese mismo espíritu, el clamor de Joseph Biden contra el “avance del autoritarismo” evocaba la afirmación de Leonid Brezhnev de que la URSS estaba a la vanguardia “de la lucha justa de los pueblos contra el imperialismo”, por la paz y la democracia.
Por supuesto, es incongruente que Biden despotrique contra el “autoritarismo” mientras preside la rápida caída de Estados Unidos hacia una síntesis madura de fascismo y bolchevismo, todo en nombre de “nuestra democracia”.
Provoca el mismo tipo de sonrisa irónica que la invocación de la “democracia” del camarada Brezhnev debe haber suscitado entre los internos de los campos y las instituciones mentales soviéticas.
Contrariamente a lo que sugiere Biden, “las crecientes ambiciones de China de rivalizar con Estados Unidos” no son resultado del “autoritarismo” de Beijing. La estrategia de China es la respuesta predecible e inevitable de una gran potencia global en constante ascenso, a la apuesta de Estados Unidos por la hegemonía global después de la Guerra Fría , lo que los responsables de las políticas estadounidenses llaman “dominio de espectro completo ”.
La respuesta de Beijing al desafío de tal audacia no sería diferente si los sucesores nacionalistas de Chiang Kai-Shek estuvieran a cargo de China continental hoy, en lugar de los comunistas de Mao.
La historia nos enseña que es contraproducente que una potencia que mantiene el statu quo intente impedir ajustes geopolíticos que reflejen una nueva distribución del poder económico, político y militar en el espacio real.
La negativa del equipo de política exterior de Biden a aceptar que Estados Unidos tendrá que vivir con China como una superpotencia igual y, en última instancia, tal vez más fuerte, es ahora evidente.
Lejos de ser un reflejo de “liderazgo global”, es una prueba más de la negativa desestabilizadora del duopolio intervencionista a comprender la realidad y las consecuencias del notable ascenso de China.
Trágicamente, bajo el nuevo régimen de Biden es cada vez más improbable que Estados Unidos y China puedan gestionar sus relaciones, en los próximos años y décadas, sin una gran guerra.
Sin embargo, según los redactores de discursos de Biden, una actitud belicosa hacia China simplemente refleja una diplomacia arraigada en los valores democráticos más preciados de Estados Unidos: “defender la libertad, defender las oportunidades, defender los derechos universales, respetar el estado de derecho y tratar a cada persona con dignidad”. Estas son sus palabras, murmuradas por Biden:
«Ése es el hilo conductor de nuestra política global, nuestro poder global. Ésa es nuestra fuente inagotable de fortaleza. Ésa es la ventaja permanente de Estados Unidos. Aunque muchos de estos valores han estado bajo intensa presión en los últimos años… el pueblo estadounidense va a salir de este momento más fuerte, más decidido y mejor equipado para unir al mundo en la lucha por defender la democracia, porque nosotros mismos hemos luchado por ella». Todo esto es pura basura al estilo soviético que recuerda mucho la aspiración de “unir al mundo” que se encuentra en la Doctrina Brezhnev de 1968.
Está a la altura de la vieja afirmación soviética de que conducía su política exterior dizque para liberar a los trabajadores oprimidos de todo el mundo.
Las abstracciones ideológicas de la era posmoderna, como “defender las oportunidades”, “defender los derechos universales” y “tratar a cada persona con dignidad”, en realidad no tienen nada que ver con la capacidad de un Estado para llevar a cabo una diplomacia eficaz, y mucho menos con su capacidad para ascender a una posición de poder global.
En realidad, los Estados más poderosos y más resistentes de la historia –Egipto, Persia, Roma, Bizancio, Francia, Inglaterra, los imperios de España y Austria, Japón y, sobre todo, China– han basado su poderío y su capacidad de resistencia en los principios intemporales de la realpolitik y la gran estrategia.
Tuvieron éxito porque supieron desplegar sus recursos políticos, militares, económicos y morales de manera equilibrada y proporcionada, a fin de proteger y mejorar sus intereses económicos y de seguridad definidos racionalmente.
Independientemente de su posición geográfica, de la línea temporal de la historia o del contexto cultural, el éxito de todas esas grandes potencias se basó en que sus élites defendían los valores más preciados de sus naciones: valor, patriotismo, lealtad, hombría, obediencia a la autoridad, veracidad, autosacrificio, disciplina y fe.
Naturalmente, sólo las personas dispuestas a aceptar y seguir los valores de la nación eran consideradas dignas de disfrutar de algún derecho. Esto está a años luz de las declaraciones finales de Joseph Biden de que “hicimos brillar la luz de la lámpara de la libertad sobre las personas oprimidas”, como los tipos LGBTQI, o su alarde de “revocar la odiosa y discriminatoria prohibición musulmana”, o su promesa de “reconocer y abordar el racismo sistémico y el flagelo de la supremacía blanca en nuestro propio país”.
En términos generales, la diferencia clave entre la URSS de Brezhnev y los Estados Unidos de Biden parece estar en el alcance limitado de la autoadjudicada iniciativa del líder soviético.
Su doctrina se aplicaba sólo a la “comunidad socialista”, en contraposición al alcance ilimitado de la “defensa de la democracia a nivel mundial”.
Los “derechos universales” del régimen de Biden tienen un alcance potencialmente ilimitado a la hora de determinar dónde y cuándo intervenir.
- La “comunidad socialista” liderada por Brezhnev se detenía en el Elba.
- La comunidad «democrática» global que desea el nuevo régimen en Washington no se detiene en ningún lado.
El discurso de Biden del 4 de febrero sentó las bases ideológicas para una política de intervencionismo global permanente en pos del totalitarismo global marxista cultural.
Sus afirmaciones excluyeron cualquier debate significativo sobre la correlación entre los fines y los medios del poder estadounidense: somos fuertes y virtuosos; nuestras políticas están determinadas por valores progresistas, no por meros intereses.
De hecho, las altas calificaciones que recibió el “poderoso discurso” de Biden por parte del periodista de la CNN David Andelman demuestran que el anhelo de un “cambio revolucionario” es eterno entre algunas personas.
Sin embargo, la emergente doctrina Biden padece el mismo problema que la Doctrina Brezhnev hace medio siglo.
Cada acto de resistencia –y habrá muchos en los próximos años– socava la credibilidad y la confianza en sí misma de la potencia hegemónica.
Después de que se extinguiera la Primavera de Praga en 1968, y justo debajo de la monótona superficie de la realidad de la vida bajo el comunismo, el antisoviétismo estaba desenfrenado en toda Europa del Este.
En aquel entonces, y durante casi dos décadas después, los miembros del Politburó eran viejos, lentos, carentes de ideas y ajenos a los desafíos que pronto enfrentaría su hegemonía.
En cambio, el actual duopolio neoconservador-neoliberal de Estados Unidos, que volvió al poder bajo el régimen de Biden-Harris, es neuróticamente hiperactivo y sigue convencido de que se puede volver a imponer la hegemonía global como una misión moralmente obligatoria, abierta y autojustificativa. Esto es una locura.
Leonid Brezhnev y sus camaradas del Politburó eran torpes y estúpidos, pero a finales de los años 1980 eran lo suficientemente racionales como para comprender que era hora de rendirse. Sus herederos contemporáneos en Washington están locos y, por lo tanto, nunca se irán a esa noche apacible sin un estallido. Pero hay esperanza.
Quos deus vult perdere, dementat prius (A quienes Dios quiere destruir, primero les quita la razón).
Por Srdja Trifkovic.
El Dr. Srdja Trifkovic realizó estudios en la Universidad de Sussex, en la Universidad de Zagreb, y también en la University of Southampton Highfield Campus. Es conocido como Srdja Trifković y Serge Trifkovi. Fue director del Centro de Asuntos Internacionales del Rockford Institute hasta su renuncia el 31 de diciembre de 2008. Es autor de los siguientes libros:
- «Rivalry between Germany and Italy in Croatia, 1942-1943». The Historical Journal (Cambridge University Press): 879-904. December 1993.
- Ustasa: Croatian separatism and European politics, 1929-1945, London (1998)
- The Sword of the Prophet: The politically incorrect guide to Islam: History, Theology, Impact on the World, Boston, Regina Orthodox Press (2002)
- Defeating Jihad: How the War on Terrorism May Yet Be Won, In Spite of Ourselves, Regina Orthodox Press (2006)
- The Krajina Chronicle: A History of Serbs in Croatia, Slavonia and Dalmatia, The Lord Byron Foundation, (2010)
NOTA DE LA AGENCIA CATÓLICA DE NOTICIAS: El valor de este trabajo que hoy hemos compartido del Doctor Trifkovic, entre otras cosas radica en que fue escrito el 8 de febrero de 2021. Es decir, 3 años antes de que abiertamente comenzara a establecerse una comparación entre Biden y Brezhnev, como ahora, a partir de el reconocimiento abierto de la demencia del Presidente de Estados Unidos, que apenas empieza a hacerse por parte de analistas, que durante años la silenciaron a .pesar de las evidencias públicas.
Actualizado, 8 de febrero de 2021: Se agregó la última oración del párrafo 16 para reflejar los elogios que recibió el discurso de Biden, claro, de parte de los periodistas de los principales medios de comunicación, por supuesto.
8 de febrero de 2021.