Entramos al impase de contemplación de los misterios de nuestra fe, la pasión dolorosa, la muerte y la resurrección gloriosa de nuestro Salvador. La dinámica cuaresmal nos ha hecho profundizar sobre nosotros mismos, la precariedad de la carne y lo transitorio de este mundo. Estar en vela para sacar las fuerzas y, por la gracia, asociarnos a Jesucristo en su resurrección. En medio de las tribulaciones, la carencia del significado por estos hechos y el relativismo que minimiza este estupor, nos situará como simples espectadores o protagonistas en la recepción del Rey que no cabalga sobre corcel brioso, sino que llega humilde. El Rey viene, todos le aclamaron y, varón de dolores, es abandonado sintiendo, en el madero de la cruz, la soledad más horrenda que cualquier ser humano haya sufrido en los momentos más dramáticos.
No sólo nuestra rutina deja de serlo por unos días libres para vacacionar; en el ritmo del cristiano, la rutina queda suspendida por la meditación y contemplación de un misterio que, a pesar de todo, causa impacto, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, el misterio de la cruz y de la resurrección. Entramos a la Semana Santa, de nosotros depende cómo queremos entrar en la Pasión de Cristo, como el Cirineo que se acerca a Jesús y hombro con hombro quiere ayudar a cargar la cruz; como las hijas de Jerusalén que lloran al ver pasar al condenado; como el centurión que se golpea el pecho y reconoce que el crucificado verdaderamente es el Hijo de Dios; como María silenciosa junto a la cruz de su hijo o como Judas o Pedro o Pilato o como la multitud que mira desde lejos simplemente para ver cómo termina la tragedia.
Y esta posición, sea protagónica o de reparto, hará en nosotros el surgimiento de un ser nuevo que ha dejado al hombre viejo para levantarse con Cristo y en Cristo ser resucitado.