San Juan de la Cruz (1542-1591), a diferencia de Santa Teresa –que, en larga lucha, hubo de vencer al mundo primero en sí misma y después en las comunidades carmelitas que reforma o funda–, crece espiritualmente en un medio religioso reformado, ya libre del mundo; es decir, entre frailes y religiosas del nuevo Carmelo. Y a ellos, principalmente, dirige también sus escritos. Esta circunstancia, y quizá también una mayor abstracción teórica en su doctrina, explica que San Juan de la Cruz insista menos que Santa Teresa en la liberación del mundo exterior, y que su tratamiento del tema mundo sea normalmente en una clave mucho más interna. Veámoslo por partes.
–Por la plena renuncia, al pleno amor.
Todas las páginas de San Juan de la Cruz son una glosa continua de las palabras de Cristo: «Si quieres ser perfecto, déjalo todo, renuncia a todo, niégate a ti mismo, toma tu cruz, y sígueme»…. Nadie quizá como él ha hecho una exégesis ascética tan profunda de esa doctrina evangélica. Nadie ha insistido con tal clarividencia en la necesidad de renunciarlo todo para poder seguir en todo a Cristo, configurándose a él plenamente en gustos y entendimientos, memorias y voluntades.
Es éste el argumento que desarrolla en la Subida al Monte Carmelo y en la Noche oscura: la deificación perfecta, mediante un desasimiento total de cuanto sea propio y creatural. El hombre viejo, si quiere identificarse con Cristo, ha de renunciar a todo, es decir, no a todo lo malo, sino también a todo apego desordenado a sus gustos o ideas, recuerdos o esperanzas, cosas y circunstancias. Sólamente así deja que el Espíritu Santo haga de él un hombre nuevo, y santifique todos los aspectos de su personalidad.
–Primacía del desasimiento interior.
De los despojamientos exteriores San Juan de la Cruz habla poco, pues los da ya por supuestos en los destinatarios de sus escritos. En este sentido, la perfección interior, hecha de desasimiento y de amor, le importa a San Juan de la Cruz mucho más que la exterior, que es la más visiblemente facilitada por los consejos evangélicos. Esto, por supuesto, afecta directamente a nuestro tema, perfección cristiana y mundo.
En alusión al Salmo (87,16), «pauper sum ego», dice San Juan de la Cruz del rey David: «Llámase pobre, aunque está claro que era rico, porque no tenía en la riqueza su voluntad, y así era tanto como ser pobre realmente; mas antes, si fuera realmente pobre y de la voluntad no lo fuera, no era verdaderamente pobre, pues el ánima estaba rica y llena en el apetito. Y por eso llamamos esta desnudez noche del alma, porque no tratamos aquí del carecer de las cosas, porque eso no desnuda el alma si tiene apetito de ellas, sino de la desnudez del gusto y apetito de ellas, que es lo que deja al alma libre y vacía de ellas, aunque las tenga. Porque no ocupan el alma las cosas de este mundo ni la dañan, pues no entra en ellas, sino la voluntad y apetito de ellas que moran en ella» (1 Subida 3,4).
San Juan, pues, escribiendo a personas que en lo exterior ya lo han dejado todo, no trata apenas de las ventajas del no tener sobre el tener. Lo que él intenta sobre todo es que, teniendo o no teniendo mundo, el cristiano sea capaz de «dejar el corazón libre para Dios» (3 Subida 20,4). Con esto el Doctor místico consigue, quizá sin pretenderlo, que su doctrina tenga una validez universal, pues es idéntica para religiosos o laicos, para los hombres de ayer y los de hoy. Incluso es válida para muchos no-cristianos, que lo estudian con frecuencia y suma veneración.
Importancia del despojamiento exterior.
De lo que acabo de decir podría deducirse que San Juan de la Cruz no le da mayor importancia a que en lo exterior, de hecho, se deje todo –mujer e hijos, casa, posesiones y trabajos–, o se siga teniendo todo eso, pero con perfecto desasimiento interior. Tal actitud, sin duda, equivaldría a vaciar los consejos de Cristo de todo valor… Pero no es así. San Juan valora mucho el despojamiento exterior por dos razones fundamentales:
1.- Porque el hombre es criatura, y dada la limitación congénita del ser humano, cuanto más el hombre lo deja todo, más plenamente pone su amor en Dios. San Juan de la Cruz, con lógica implacable, en los tres libros de la Subida al Monte, aplica este principio (1º) a los sentimientos, (2º) al entendimiento, (3º) a la memoria y a la voluntad.
Del amor de la voluntad, concretamente, afirma: «Cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios, tanto menos fuertemente se empleará su gozo en Dios; y cuanto más esperare otra cosa, tanto menos espera en Dios; y así de lo demás» (3 Subida 16,2). Esto es así, y seguiría siéndolo, aunque el mundo no fuera malo, que ciertamente lo es.
2.- Porque el hombre es pecador. No solamente es el hombre criatura limitada, es también criatura pecadora, en la que el pecado original y los pecados propios han dejado una inclinación morbosa hacia la posesión de las criaturas. «Pecador me concibió mi madre» (Sal 50,7).
Por eso, «aunque es verdad que los bienes temporales, de suyo, necesariamente no hacen pecar, pero porque ordinariamente con flaqueza de afición se ase el corazón del hombre a ellos y falta a Dios –lo cual es pecado, porque pecado es faltar a Dios–, por eso dice el Sabio que [si tienes riquezas] no estarás libre de pecado. Que por eso el Señor las llamó en el Evangelio espinas (Mt 13,22; Lc 8,14), para dar a entender que el que las manoseare con la voluntad quedará herido de algún pecado» (3 Subida 18,1).
Según esto, Cristo aconseja no tener por una doble razón: por la condición limitada del amor del hombre-criatura, y por la condición morbosa del amor del hombre-pecador. Y eso es lo que hace del camino del no-tener un camino de perfección evangélica, es decir, un camino especialmente idóneo para el desarrollo de la caridad.
Guardar «camino estrecho».
En comprobación del punto anterior, podemos observar también cómo San Juan de la Cruz, no obstante su insistencia en lo interior, muestra un gran empeño, lo mismo que Santa Teresa, por asegurar intactos los rigurosos medios externos que favorecen la perfección interior. Se ve claro, pues, que a él tampoco le da lo mismo que se tenga más o menos mundo, con tal de que se tenga como si no se tuviere. Por el contrario, apremia la pobreza y el despojamiento exterior con gran convicción:
«Si en algún tiempo, hermano mío, le persuadiere alguno, sea o no prelado, doctrina de anchura y más alivio, no la crea ni abrace, aunque se la confirme con milagros; sino penitencia y más penitencia y desasimiento de todas las cosas; y jamás, si quiere llegar a la posesión de Cristo, le busque sin la cruz» (Cta. al P. Luis de San Ángel).
–Vanidad del mundo.
Leyendo a San Juan de la Cruz da la impresión de que su doctrina –de muy diverso acento a la del Crisóstomo, por ejemplo– sería la misma aunque el mundo no fuera malo, es decir, aunque el pecado del mundo no fuera un fuerte y continuo condicionante para el mal. Para urgir el desasimiento del mundo, basta con que éste sea vano, es decir, con que sea criatura. Ya lo hemos visto en los textos citados de la Subida, pero podemos comprobarlo también si nos asomamos al Cántico espiritual:
«Cayendo el alma en la cuenta de lo que está obligada a hacer, viendo que la vida es breve (Job 14,5), la senda de la vida eterna estrecha (Mt 7,14), que las cosas del mundo son vanas y engañosas (Eccl 1,2), conociendo la gran deuda que a Dios debe; sintiendo a Dios muy enojado y escondido por haberse ella querido olvidar tanto de Él entre las criaturas; tocada ella de dolor de corazón interior sobre tanta perdición y peligro, renunciando todas las cosas, dando de mano a todo negocio, sin dilatar un día ni una hora, con ansia y gemido salido del corazón, herido ya del amor de Dios, comienza a invocar a su Amado y dice: ¿A dónde te escondiste, Amado?… Salí tras ti clamando, y eras ido» (Cántico 1,1 extracto).
La fuga mundi, sin duda, está motivada también por evitar «tanta perdición y peligro» como existen en el mundo pecador; pero es ante todo un querer gozar menos de las criaturas para poder gozar más de Dios. Es, pues, como un giro total del espíritu, producido por el amor a Dios más enamorado. Si quieres alcanzar un amor perfecto, déjalo todo, y sígueme.
«Buscando mis amores / iré por esos montes y riberas; / ni cogeré las flores / ni temeré las fieras, / y pasaré los fuertes y fronteras»… «Buscando a mi Amado»,… no cogeré las flores, pues «para buscar a Dios se requiere un corazón desnudo y fuerte, libre de todos los males y bienes que puramente no son Dios». Renunciará, pues, fuga mundi, a todas las flores de este mundo, a todas las cosas, no sólo a las malas, también a las buenas, a los bienes temporales o incluso a los espirituales, pues todos ellos, por buenos que sean, «si se tienen con propiedad o se buscan, impiden el camino de la cruz del Esposo Cristo»… Y en fin, «el alma bien enamorada, que estima a su Amado más que a todas las cosas, confiada del amor y favor de Él, no tiene en mucho decir: ni temeré las fieras [el mundo], y pasaré los fuertes [los demonios] y fronteras [la carne]» (Cántico 3).
Enamoramiento de Dios y fuga mundi.
«Pues ya si en el ejido / de hoy más no fuere vista ni hallada, / diréis que me he perdido; / que, andando enamorada, / me hice perdidiza, y fui ganada». Así «responde el alma en esta canción a una tácita reprensión de parte de los del mundo, los cuales han de costumbre notar a los que de veras se dan a Dios, teniéndolos por demasiados en su extrañeza y retraimiento y en su manera de proceder, diciendo también que son inútiles para las cosas importantes, y perdidos en lo que el mundo aprecia y estima» (Cántico 29)… Pero todas estas murmuraciones de los mundanos al alma enamorada le traen sin cuidado.
En efecto, el alma, «haciendo rostro muy osada y atrevidamente a esto y a todo lo demás que el mundo la pueda imponer, porque habiendo ella llegado a lo vivo del amor de Dios, todo lo tiene en poco», responde que «ella misma se quiso perder». Y para que no tengan esto «por insipiencia o engaño, dice que esta pérdida fue su ganancia, y que por eso de industria se hizo perdidiza» al ejido del mundo. Aunque la verdad es que «esta tan perfecta osadía y determinación en las obras pocos espirituales la alcanzan», pues de uno u otro modo «nunca se acaban de perder en algunos puntos o de mundo o de naturaleza, para hacer las obras perfectas y desnudas por Cristo, no mirando a lo que dirán o qué parecerá». Todavía tienen vergüenza de confesar a Cristo en el mundo. «No viven en Cristo de veras». Sólamente un loco enamoramiento de Dios puede hacer al hombre perfectamente libre del mundo, quitando de él todo lazo de respetos mundanos, todo resto de vergüenza mala. Pues ésta es la verdad, que «el que anda de veras enamorado, luego se deja perder a todo lo demás por ganarse más en aquello que ama… Tal es el que anda enamorado de Dios, que no pretende ganancia ni premio, sino sólo perderlo todo y a sí mismo en su voluntad por Dios, y ésta tiene por ganancia» (Cántico 29). Que, andando enamorada, me hice perdidiza, y fui ganada.
–Enamoramiento de Dios y gloria mundi.
Hemos visto que la amorosa contemplación de Dios muestra al hombre la vanidad y la condición pecadora del mundo, e inclina a la fuga mundi. Pero, aunque a primera vista pudiera parecer paradójico, el alma contempla a esa misma luz la gloria del mundo, su grandiosidad inefable, todo lo que en el mundo es bueno, todo lo que en él es de Dios.
A la luz contemplativa «todos [los seres creados] descubren las bellezas de su ser, virtud y hermosura y gracias, y la raíz de su duración y vida… Y aunque es verdad que echa allí de ver el alma que estas cosas son distintas de Dios en cuanto tienen ser creado, y las ve en Él con su fuerza, raíz y vigor, es tanto lo que conoce ser Dios en su ser con infinita inminencia todas estas cosas, que las conoce mejor en Su ser que en ellas mismas. Y éste es el deleite grande de este recuerdo: conocer por Dios las criaturas, y no por las criaturas a Dios; que es conocer los efectos por su causa, y no la causa por sus efectos, que es conocimiento trasero, y esotro esencial» (Llama 4,5).
–Por la nada al todo.
En el dibujo que San Juan hace del Montecillo nos da una síntesis de la doctrina espiritual de la Subida, y en una preciosa poesía nos resume su enseñanza: «Para venir a poseerlo todo / no quieras poseer algo en nada» (1 Subida 13,11-13). Este principio de renunciamiento, para mejor seguir a Cristo, ha de aplicarse en forma universal, lo mismo a afectos del sentimiento que a ideas del entendimiento, a recuerdos de la memoria o a quereres concretos de la voluntad. Se trata, pues, siempre de dejarlo todo para más fácil y plenamente poseer a Dios por el amor.
Tratándose de cualquier objeto creado –de oír, de mirar criaturas, o de hablar, o de cualquier otro gusto que se ofreciere a los sentidos–, como no sea algo que convenga al amor de Dios o del prójimo, en principio, «renúncielo y quédese vacío de él por amor de Jesucristo» (1 Subida 13,4). Tener, pues, todo y sólo aquello que la gloria de Dios o el bien del prójimo requiere. Y en la duda, inclinarse siempre al no tener. «En esta desnudez halla el espíritu quietud y descanso, porque como nada codicia, nada le impele hacia arriba y nada le oprime hacia abajo, que está en el centro de su humildad. Que cuando algo codicia, en eso mismo se fatiga» (Montecillo; cf. 1 Subida 13,13).
Doctrina universal, idéntica para religiosos, sacerdotes o laicos.
Si repasamos los textos de San Juan hasta aquí citados, podremos comprobar que todos ellos establecen normas universales de vida espiritual, válidas igualmente para religiosos o seglares, sin bien la aplicación concreta será distinta, obviamente, en unos o en otros. Caería, pues, en la trampa mental, vieja y presente, quien pensara que estos altos principios de espiritualidad sólo valen para quienes han dejado el mundo. Eso es falso. Esos principios espirituales son sencillamente doctrina evangélica para todos. San Juan de la Cruz, por circunstancias concretas, escribe normalmente para gente religiosa; pero es consciente de la perfecta universalidad de su doctrina. Y por ejemplo, cuando escribe la Llama, quizá su más alta obra, la dedica a una señora seglar, Doña Ana de Peñalosa. Por otra parte, y conviene recordarlo, es también muy consciente de que de su doctrina «no se aprovecharán sino los menos» (prólogo Subida 8)
San Juan de la Cruz puede parecer extremo, exagerado, excesivo.
Concretamente, para los cristianos liberales y mundanos de hoy es un autor absolutamente inaceptable. Pero él no exige –es decir, no da– más que Cristo, ni enseña nada que Cristo no enseñe. Lo único que él hace es exponer con especial claridad lo que el mismo Señor «decía a todos: el que quiera venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque quien quiere salvar su vida, la perderá, y quien perdiere su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,23-24).
José María Iraburu, sacerdote.
INFOCATÓLICA.