“Incurable no es nunca sinónimo de ‘in-cuidable’”: quien sufre una enfermedad en fase terminal, así como quien nace con una predicción de supervivencia limitada, tiene derecho a ser acogido, cuidado, rodeado de afecto. La Iglesia es contraria al ensañamiento terapéutico, pero reitera como “enseñanza definitiva” que «la eutanasia es un crimen contra la vida humana», y que «toda cooperación formal o material inmediata a tal acto es un pecado grave» que “ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo”. Esto es lo que leemos en «Samaritanus bonus», la Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe «sobre el cuidado de las personas en las fases críticas y terminales de la vida», aprobada por el Papa Francisco el pasado mes de junio y publicada hoy, 22 de septiembre de 2020.
La actualidad del Buen Samaritano
El texto, que reafirma la posición ya expresada varias veces por la Iglesia sobre el tema, se ha hecho necesario debido a la multiplicación de noticias y al avance de la legislación que en un número cada vez mayor de países autoriza la eutanasia y el suicidio asistido de personas gravemente enfermas, pero también que están solas o tienen problemas psicológicos. El propósito de la carta es proporcionar indicaciones concretas para actualizar el mensaje del Buen Samaritano. También cuando “la curación es imposible o improbable, el acompañamiento médico y de enfermería, psicológico y espiritual, es un deber ineludible, porque lo contrario constituiría un abandono inhumano del enfermo».
Incurable, pero jamás ‘in-cuidable’
“Curar si es posible, cuidar siempre”. Estas palabras de Juan Pablo II explican que incurable nunca es sinónimo de “in-cuidable”. La curación hasta el final, «estar con» el enfermo, acompañarlo escuchándolo, haciéndolo sentirse amado y querido, es lo que puede evitar la soledad, el miedo al sufrimiento y a la muerte, y el desánimo que conlleva: elementos que hoy en día se encuentran entre las principales causas de solicitud de eutanasia o de suicidio asistido. Al mismo tiempo, se subraya que «son frecuentes los abusos denunciados por los mismos médicos sobre la supresión de la vida de personas que jamás habrían deseado para sí la aplicación de la eutanasia». Todo el documento se centra en el sentido del dolor y el sufrimiento a la luz del Evangelio y el sacrificio de Jesús: «el dolor es existencialmente soportable sólo donde existe la esperanza » y la esperanza que Cristo transmite a la persona que sufre es «la de su presencia, de su real cercanía». Los cuidados paliativos no son suficientes “si no existe alguien que ‘está’ junto al enfermo y le da testimonio de su valor único e irrepetible”.
El valor inviolable de la vida
“El valor inviolable de la vida es una verdad básica de la ley moral natural y un fundamento esencial del ordenamiento jurídico”, afirma la Carta. “Así como no se puede aceptar que otro hombre sea nuestro esclavo, aunque nos lo pidiese, igualmente no se puede elegir directamente atentar contra la vida de un ser humano, aunque éste lo pida”. Suprimir un enfermo que pide la eutanasia “no significa en absoluto reconocer su autonomía y apreciarla”, sino al contrario, significa “desconocer el valor de su libertad, fuertemente condicionada por la enfermedad y el dolor, y el valor de su vida”. Actuando de este modo “se decide al puesto de Dios el momento de la muerte”. Por eso, “aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador”.
Obstáculos que oscurecen el valor sagrado de la vida
El documento menciona algunos factores que limitan la capacidad de acoger el valor de la vida. El primero es un uso equívoco del concepto de «muerte digna» en relación con el de «calidad de vida», con una perspectiva antropológica utilitarista. La vida se considera «digna» sólo en presencia de ciertas características psíquicas o físicas. Un segundo obstáculo es una comprensión errónea de la «compasión». La verdadera compasión humana «no consiste en provocar la muerte, sino en acoger al enfermo, en sostenerlo», ofreciéndole afecto y medios para aliviar su sufrimiento. Otro obstáculo es el creciente individualismo, que es la raíz de la «enfermedad más latente de nuestro tiempo: la soledad». Ante las leyes que legalizan las prácticas eutanásicas, «surgen a veces dilemas infundados sobre la moralidad de las acciones que, en realidad, no son más que actos debidos de simple cuidado de la persona, como hidratar y alimentar a un enfermo en estado de inconsciencia sin perspectivas de curación».
El Magisterio de la Iglesia
Ante la difusión de los protocolos médicos relativos al final de la vida, existe la preocupación por «el abuso denunciado ampliamente del empleo de una perspectiva eutanásica» sin consultar al paciente o a las familias. Por esta razón, el documento reitera como enseñanza definitiva que «la eutanasia es un crimen contra la vida humana», un acto «intrínsecamente malo, en toda ocasión y circunstancia». Por lo tanto, cualquier cooperación inmediata, formal o material, es un grave pecado contra la vida humana que ninguna autoridad «puede legítimamente» imponer ni permitir. «Aquellos que aprueban leyes sobre la eutanasia y el suicidio asistido se hacen, por lo tanto, cómplices del grave pecado» y son «culpables de escándalo porque tales leyes contribuyen a deformar la conciencia, también la de los fieles». Por lo tanto, ayudar al suicidio es «una colaboración indebida a un acto ilícito». El acto eutanásico sigue siendo inadmisible aunque la desesperación o la angustia puedan disminuir e incluso hacer insustancial la responsabilidad personal de quienes lo piden. «Se trata, por tanto, de una elección siempre incorrecta» y el personal sanitario nunca puede prestarse «a ninguna práctica eutanásica ni siquiera a petición del interesado, y mucho menos de sus familiares». Las leyes que legalizan la eutanasia son, por lo tanto, injustas. Las súplicas de los enfermos muy graves que invocan la muerte «no deben ser» entendidas como «expresión de una verdadera voluntad de eutanasia», sino como una petición de ayuda y afecto.
No al ensañamiento terapéutico
El documento explica que “tutelar la dignidad del morir significa tanto excluir la anticipación de la muerte como el retrasarla con el llamado ‘ensañamiento terapéutico’”, que es posible gracias a los medios de la medicina moderna, que es capaz de «retrasar artificialmente la muerte, sin que el paciente reciba en tales casos un beneficio real». Y por lo tanto, ante la inminencia de una muerte inevitable, «es lícito en ciencia y en conciencia tomar la decisión de renunciar a los tratamientos que procurarían solamente una prolongación precaria y penosa de la vida», pero sin interrumpir el tratamiento normal debido al enfermo. La renuncia a los medios extraordinarios y desproporcionados expresa, por lo tanto, la aceptación de la condición humana frente a la muerte. Pero la alimentación y la hidratación deben estar debidamente garantizadas porque «un cuidado básico debido a todo hombre es el de administrar los alimentos y los líquidos necesarios». Son importantes los párrafos dedicados a los cuidados paliativos, «un instrumento precioso e irrenunciable» para acompañar al paciente: la aplicación de estos cuidados reduce drásticamente el número de los que piden la eutanasia. Entre los cuidados paliativos, que nunca pueden incluir la posibilidad de eutanasia o de suicidio asistido, el documento también incluye la asistencia espiritual al paciente y a su familia.
Ayudar a las familias
En el tratamiento es esencial que el paciente no se sienta una carga, sino que «tenga la cercanía y el aprecio de sus seres queridos. En esta misión, la familia necesita la ayuda y los medios adecuados». Por consiguiente, es necesario, dice la carta, que los Estados “reconozcan la función social primaria y fundamental de la familia y su papel insustituible, también en este ámbito, destinando los recursos y las estructuras necesarias para ayudarla”.
Cuidados en edad prenatal y pediátrica
Desde su concepción, los niños que sufren malformaciones o patologías de cualquier tipo «son pequeños pacientes que la medicina hoy es capaz de asistir y acompañar de manera respetuosa de la vida». La Carta explica que «en el caso de las llamadas patologías prenatales ‘incompatibles con la vida’ – es decir que seguramente lo llevaran a la muerte dentro de un breve lapso– y en ausencia de tratamientos capaces de mejorar las condiciones de salud de estos niños, de ninguna manera son abandonados en el plano asistencial, sino que son acompañados hasta la consecución de la muerte natural» sin suspender la nutrición y la hidratación. Son palabras que también pueden referirse a varias noticias recientes. Se condena el uso «a veces obsesivo del diagnóstico prenatal» y el afirmarse de una cultura hostil a la discapacidad que a menudo conduce a la elección del aborto, que «nunca es lícito».
Sedación profunda
Para aliviar el dolor del paciente, la terapia analgésica usa drogas que pueden causar la supresión de la conciencia. La Iglesia «afirma la licitud de la sedación como parte de los cuidados que se ofrecen al paciente, de tal manera que el final de la vida acontezca con la máxima paz posible». Esto también es cierto en el caso de los tratamientos que «anticipan el momento de la muerte (sedación paliativa profunda en fase terminal), siempre, en la medida de lo posible, con el consentimiento informado del paciente». Pero la sedación es inaceptable si se administra para causar “directa e intencionalmente la muerte”.
Estado vegetativo o de mínima consciencia
Siempre es engañoso «pensar que el estado vegetativo, y el estado de mínima consciencia, en sujetos que respiran autónomamente, sean un signo de que el enfermo haya cesado de ser persona humana con toda la dignidad que le es propia”. Incluso en este estado de “falta persistente de consciencia, el llamado ‘estado vegetativo’, y la del enfermo en estado ‘de mínima consciencia’”, el enfermo “debe ser reconocido en su valor y asistido con los cuidados adecuados”, y tiene derecho a la alimentación y la hidratación. Aunque, como se reconoce en el documento, «en algunos casos, tales medidas pueden llegar a ser desproporcionadas», porque ya no son eficaces o porque los medios para suministrarlas crean una carga excesiva. El documento afirma que «es necesario prever una ayuda adecuada a los familiares para llevar el peso prolongado de la asistencia al enfermo en estos estados».
Objeción de conciencia
Por último, la carta pide posiciones claras y unificadas sobre estos temas por parte de las iglesias locales, invitando a las instituciones sanitarias católicas a dar testimonio, absteniéndose de comportamientos «de evidente ilicitud moral». Las leyes que aprueban la eutanasia «no crean ninguna obligación de conciencia» y «establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia». El médico «no es nunca un mero ejecutor de la voluntad del paciente» y siempre conserva «el derecho y el deber de sustraerse a la voluntad discordante con el bien moral visto desde la propia conciencia». Por otra parte, se recuerda que «no existe un derecho a disponer arbitrariamente de la propia vida, por lo que ningún agente sanitario puede erigirse en tutor ejecutivo de un derecho inexistente». Es importante que los médicos y los trabajadores de la salud se formen en el acompañamiento cristiano de los moribundos, como han demostrado los recientes acontecimientos dramáticos relacionados con la epidemia de Covid-19. En cuanto al acompañamiento espiritual y sacramental de quien pide la eutanasia, «es necesaria una cercanía que invite siempre a la conversión», pero «no es admisible ningún gesto exterior que pueda ser interpretado como una aprobación de la acción eutanásica, como estar presentes en el instante de su realización. Esta presencia sólo puede interpretarse como complicidad».
Con información de Vatican News