* El Dicasterio para el Culto Divino promulgó el 20 de febrero de este año un rescripto en el que precisa la aplicación del motu proprio Traditionis custodes (16 de julio de 2021) limitando drásticamente el uso del misal tridentino. En retrospectiva, ya podemos decir que esta acción dirigida al mundo tradicionalista es contraproducente.
El motu proprio Traditionis custodes del 16 de julio de 2021 proponía: 1/ devolver la mano a los obispos, custodios «de toda la vida litúrgica» en la gestión del expediente tradicionalista (art. 2); 2) denunciar el «uso instrumental» del Misal Romano de 1962, es decir, el «rechazo creciente no solo de la reforma litúrgica, sino del Concilio Vaticano II» (Carta a los obispos que acompaña al motu proprio Traditions custodes); 3) «defender la unidad» de la Iglesia, perjudicada por la «división» resultante de «un uso paralelo al Misal Romano promulgado por san Pablo VI» (misma carta). Sin embargo, hasta la fecha, los resultados de este proceso disciplinario ya pueden verse como un claro ejemplo de una acción contraproducente.
- Lejos de devolver la competencia a los obispos, asistimos a una drástica reducción de la misma, empezando por la de discernir la situación local. El motu proprio ya obligaba a los obispos a consultar a la Sede Apostólica antes de dar permiso a los sacerdotes ordenados después de este texto para celebrar según el antiguo misal (art. 4). Las respuestas de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, con fecha de 4 de diciembre de 2021, añaden a esto: «No se trata de un simple dictamen consultivo, sino de una necesaria autorización dada al obispo diocesano por la Congregación»; el control aumenta, puesto que, en lo que se refiere a la acogida de tales celebraciones en las iglesias parroquiales, ya no se trata de que el obispo solo esté autorizado a autorizar, sino que debe pedir una «dispensa». En cuanto a la facultad de celebrar dos veces al día que el Código de Derecho Canónico reconoce que los obispos pueden conceder a los sacerdotes (can. 905, § 2), se retira pura y simplemente.
Por último, el rescripto (acta oficial de la audiencia) del 20 de febrero de 2023 precisa que estas «dispensas están reservadas de manera especial a la Sede Apostólica» ¡igual que las faltas más graves! Además, al ser necesaria una dispensa especialmente reservada, el obispo sigue privado de la posibilidad, si juzga que «ello redunde en bien espiritual de los fieles», «dispensar a éstos de las leyes disciplinares tanto universales como […]» (c. 87 § 1). Es difícil no notar la relevancia que tiene la opinión del cardenal Müller, según el cual este proceso «degrada a los obispos locales u ordinarios de rango secundario en peticionarios a la máxima autoridad (es decir, la burocracia del Dicasterio para el Culto)».
Si lo que se cuestiona es la propia competencia pastoral de los obispos, es porque esta cuestión ha sido, por así decirlo, completamente «despastoralizada». A este respecto es bastante significativo que la facultad reconocida por la ley al ordinario de permitir celebrar dos veces al día no sea efectiva aquí porque, dice el cardenal Roche, no hay «necesidad pastoral». Se comprende, pues, el tono poco acogedor de estos documentos. El Dicasterio para el Culto Divino no tiene ninguna necesidad, desde Roma, de conocer las situaciones locales, ya que su único criterio para evaluar estas situaciones es la obsolescencia programada de esta forma anticuada y el desmantelamiento de esta cadena de «rigideces». Hay que señalar que este dicasterio, que pretende regularlo todo, no dispone de los medios de su contención puesto que, por lo que sabemos, ni siquiera responde a todos los obispos que solicitan tales dispensas o autorizaciones.
- Lejos de conjurar las desviaciones de una parte del movimiento Ecclesia Dei, estas son llevadas hasta la exacerbación. Al situarse en el terreno de la unicidad de la lex orandi y, por tanto, de una nueva lex credendi de la que se dice que es incompatible con la expresión anterior de la fe, se va de hecho en la dirección de una «hermenéutica de la ruptura», que corresponde exactamente a la posición lefebvrista, que sostiene que la «nueva misa» se aleja, de manera impresionante, de la teología tridentina.
Además, al eximir a la Fraternidad de San Pedro del motu proprio Traditionis custodes, jurisprudencia que parece extenderse a otros institutos también exclusivistas en materia ritual, son finalmente los sacerdotes diocesanos los únicos que se ven afectados por las medidas restrictivas en vigor, mientras que antes pasaban sin problema de una forma litúrgica a otra.
A nadie se le escapa que estas medidas discriminatorias contra el movimiento Ecclesia Dei van acompañadas de amplias concesiones otorgadas a la Sociedad de San Pío X, como si el objetivo fuera absorber al primero dentro de la segunda y encerrar al mundo entero en una reserva india.
Por último, al marginar a estos fieles, incluso reduciéndolos a guetos, mediante la prohibición de celebrar la forma antigua en las iglesias parroquiales, se les pone en situación de radicalizarse. Benedicto XVI había comprendido y formulado perfectamente que es la segregación la que provoca el endurecimiento, el estrechamiento y otros unilateralismos y que es, por el contrario, la convivencia en las estructuras más visibles la que atenúa estos comportamientos. De hecho, desde Traditionis custodes no hemos visto a estos institutos modificar un ápice su praxis litúrgica; en cambio, se está cristalizando la oposición a la misa de Pablo VI y al Concilio Vaticano II.
- En el intento de imponer una forma única del rito romano, se ignoran por completo los problemas que llevaron a los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI a preferir la unidad a la uniformidad. Recordemos algunos de sus parámetros.
– En primer lugar, no es en absoluto seguro que la reforma litúrgica se ajuste a los principios del Vaticano II. Cuando uno piensa espontáneamente en las diferencias fundamentales entre el misal de 1969 y el de 1962: celebración de cara al pueblo, casi toda en lengua vernácula, con una serie de oraciones eucarísticas alternativas al canon romano y comunión en la mano, nada de esto estaba incluido en la constitución conciliar sobre la liturgia. Como observó J. Ratzinger, esta reforma litúrgica no tiene precedentes en el sentido de que no procede de un continuum, basándose en lo que ya existía, como fruto de un crecimiento orgánico, sino que aparece como una nueva construcción «producto del trabajo erudito y de la competencia jurídica». De ahí la difícil acogida de este misal, que forma parte del estado de la cuestión.
– En segundo lugar porque, al menos de facto, esta reforma tolera el pluralismo de la praxis litúrgica. No hay más que ver las diferencias, a veces abismales, entre las formas de celebrar de un sacerdote a otro basándose en el mismo misal de Pablo VI. ¿Y los únicos que no podrían disfrutar de este pluralismo serían precisamente los apegados a un misal donde el celebrante se ciñe a lo que está escrito en rojo?
– Por último, cualesquiera que sean las virtudes que se le reconozcan al misal renovado, sigue teniendo que demostrar su pertinencia a lo largo del tiempo si quiere tener un éxito exclusivo, a pesar de que el número de practicantes en Europa está disminuyendo drásticamente.
Algunos tradicionalistas no carecen de defectos, por ejemplo al dar carácter de absoluto a los detalles o creer a veces, hasta la arrogancia, que solo ellos son verdaderamente católicos. Pero no todos, ni mucho menos, tienen esta actitud. Si hay que corregirlos, que sea caso por caso, pero no indiscriminadamente con castigos colectivos. También tienen méritos, por ejemplo, haber transmitido mejor la herencia de la fe a su posteridad y haber resistido mejor a la cultura de la muerte. Son ciertamente una minoría, pero una minoría dinámica en términos de evangelización dentro de un catolicismo que es, a su vez, minoritario. Por la recurrencia de sus comentarios despectivos, Francisco parece haber hecho de la liquidación administrativa de estos fieles, a los que designa con el sobrenombre de «atrasados» y sobre los que decreta que «son personas vivas que tienen una fe muerta», – es decir, ¡desprovista de toda caridad! – el eje principal de su pontificado, en detrimento de su paternidad universal, que es por lo que se le llama «papa». Al final, es la imagen del papado la que resulta dañada.
Por Pierre Louis.