Se ha escrito mucho sobre la decadencia de España y se han invocado muchas razones para explicarla. Mi maestro Leonardo Castellani abordó en diversas ocasiones este asunto, llegando a conclusiones muy interesantes (y muy poco tópicas). Por supuesto, para Castellani España habría alcanzado su esplendor con la monarquía cristiana de finales del siglo XV y del siglo XVI. Una época durante la cual la monarquía tenía “cuatro topes políticos, que eran al mismo tiempo sus columnas: los Gremios, que tenían el dinero; la Universidad, que tenía el saber; la Magistratura, que tenía las leyes: y la Iglesia, el poder espiritual”. En aquella monarquía cristiana, “el mandatario supremo venía al trono con la naturalidad de la fruta al árbol”; y, si era malvado, “existían medios de sacarlo, no siempre suaves”. Aunque, por lo general, protegía al pueblo de las injusticias de los poderosos; pues el Rey estaba “unido por una red de arterias y vasos capilares” al cuerpo social, como se muestra en Fuenteovejuna o en El alcalde de Zalamea.
Esta monarquía cristiana, que para Castellani era el ejemplo de auténtica democracia, pudo rechazar en un primer embate la contaminación del protestantismo, pero a la larga no podría evitar que Lutero reverdeciera a través del liberalismo. Pero, antes de que el liberalismo se entronizase en el siglo XIX, la decadencia española ya era evidente. A juicio de Castellani, esta decadencia no debe buscarse en razones materiales; de hecho, considera que la pobreza de la España que retrata la picaresca es más bien un signo de esplendor, pues la ve propia de un pueblo que se embarca en grandes misiones universales “de hueso sin tocino”, animado por una pasión quijotesca. Será la desaparición de esa pasión quijotesca lo que convierte al español en “haragán y fiestero, pasivo y fatalista”, precipitándolo en la decadencia.
A Castellani no le interesan tanto las razones materiales, aunque sean ciertas, como una razón intelectual o metafísica que las aúne. Y observa que España “no ha tenido un solo gran filósofo” en muchos siglos. Pues Balmes se le antoja “un pimpollo de gran filósofo marchito, prematuro y sin granar”; a Unamuno lo considera “un gran escritor y robusto pensador: pero su filosofía es un desastre: incoherente y elemental”; y Ortega, en fin, le parece más “un tenor de la filosofía que un filósofo”.
El último gran filósofo español habría sido, a su juicio, Francisco Suárez. Pero, a juicio de Castellani, Suárez no es más que un Santo Tomás de Aquino devaluado que “discursea, divide, clasifica o ensambla”, combinando a modo de mecano diversas tesis, a veces inconciliables entre sí en el fondo, y sólo conciliadas por un horrendo conceptualismo. De forma paralela a esta filosofía palabrera, habría surgido en España una “religiosidad barroca, cada vez más fachadista y política, que se afianza con demasía en el brazo secular”. Esta religiosidad insincera la percibe Castellani -quizá este extremo sea el más débil de su tesis- en el teatro de Calderón, en el que advierte que “la moral de Cristo está en el fondo; pero falseada por bárbaros prejuicios godos”. Para Castellani no existe arte verdadero si no se halla transido de religión; pero cree que la religiosidad teatrera puede acabar siendo algo parecido al “fenómeno actual de intentar ‘proletarizar’ la religión inmergiéndola en las masas con el fin de salvar las masas; y con el resultado de masificar la religión”.
Castellani, en definitiva, considera que la causa de la decadencia española es el fariseísmo, “la caída de la mística en política”, un fenómeno de esclerosis religiosa que se irá agigantando con el paso de los siglos, hasta desembocar en la santurronería inane de los últimos Borbones, previa a la furia antirreligiosa de la Segunda República. Castellani se pregunta “por qué una parte grande del pueblo pobre de España se puso de golpe a odiar a Dios, sañudamente a querer destruir a Dios, es decir los sacerdotes, monjas, templos, cálices, crucifijos, imágenes; las imágenes terrenas de Dios”. No le basta con que se diga que “los rusos [los comunistas] se lo enseñaron”; sino que considera que, si esa “gente humilde” de repente no quiso “saber más con los curas”, es porque la Iglesia se había inundado antes de fariseísmo, que tiene muchas formas y grados, hasta llegar a “la odiosa y criminosa hipocresía”.
Al aliarse con los burgueses liberales en el siglo XIX, la Iglesia española habría cometido su más terrible error histórico; pues, abandonando la causa popular carlista -y a cambio de una asignación presupuestaria-, se habría puesto al servicio de gentes que se iban a dedicar a levantar una gran “pirámide de pecados contra el pobre”. Pirámide que, azuzada por ideologías demagógicas, desembocaría en la guerra del 36. Se trata de una tesis con aspectos discutibles, pero de una terrible clarividencia.
por Juan Manuel de Prada.
Lunes 20 de marzo de 2023.