Tras leer dos manifestaciones, sobre la permanencia o no en los muchos lugares donde están expuestas de las obras del P. Marko Rupnik, el jesuita acusado de abusar al menos 20 religiosas o ex religiosas de la Comunidad Loyola en Eslovenia, me he decidido a hacer unos comentarios desde la psicología, que considero pertinentes para promover el tener siempre en vista el interés superior de las víctimas, que merecen toda la atención y el cuidado de la Iglesia.
Me refiero a lo dicho por el teólogo español José Ignacio González Faus en su nota “¿Hay que quitar las pinturas de Rupnik? Sus magníficas obras de arte no deben ser destruidas”, y lo expresado por el que fue mi estimado antiguo profesor, hoy Obispo de Lausanne, Mons. Charles Morerod, y que es referido en kath.ch.
González Faus afirma que “las magníficas obras de arte de Rupnik no deben ser destruidas”, entre otras razones porque si se aplicase esa drástica medida con el presumiblemente abusador Rupnik, “habrá que destruir también toda la capilla sixtina del inmoral Miguel Ángel; habremos de deshacernos de todos los cuadros de fra Filippo Lippi: pues las Vírgenes María que él pintaba eran una hermosa novicia (Lucrezia) con la que había dormido la noche anterior”. González Faus expresa su “temor” de que “esa reacción destructora quizás busque tranquilizar falsamente nuestras conciencias” y sea expresión de una “sed de venganza”.
Por su parte el Obispo de Laussane ha expresado a Kath.ch que se perderían numerosas obras de arte si se retiraran todas las obras de los abusadores; que “quitar las obras de arte me parece una negación de la realidad, que de hecho puede ser oscura”; que aunque entiende “la confusión de las posibles víctimas” y su “dificultad para entrar en contacto con las obras de un artistas que abuso de ellas”, otros “dirán que la belleza de la obra les ayuda a orar, algunos no podrán distinguir entre obra y autor, otros se negarán a eliminar una obra colaborativa y así castigarán a todos los compañeros artistas”.
Lo primero que gustaría de frisar es la centralidad de las víctimas, algo siempre resaltado en los innúmeros documentos eclesiásticos que abordan el tema, pero que corre el riesgo de quedar en letra muerta si –entre otras cosas– a todo nivel de Iglesia no se tiene una conciencia clara y científica de los posibles destrozos a nivel personal que puede causar un abuso sexual, y particularmente un abuso sexual por parte de un miembro del clero, que comúnmente representa una figura de autoridad admirada y respetada para la víctima.
Para ahondar en la conciencia arriba expresada, hagamos un recorrido a vuelo de pájaro acerca de las posibles consecuencias psicológicas del abuso sexual, algo que no puede ser exhaustivo por lo limitado de este medio.
***
Dice Enrique Echeburúa (uno de los más reconocidos especialistas en el mundo en el campo de la victimología) y hablando de menores de edad, que a pesar de las divergencias en materia de definición en este campo, “hay un consenso básico en los dos criterios necesarios para que haya abuso sexual infantil: una relación de desigualdad – ya sea en cuanto a edad, madurez o poder– entre agresor y víctima y la utilización del menor como objeto sexual”. (Echeburúa, Guerricaechevarría, 2000, p. 10)
Los tipos de abuso
Es claro que hay muchos tipos de abusos, como hay diversos tipos de afectaciones a la integridad psicológica de las personas abusadas.
Si se considera al tipo de agresor, están los abusos cometidos por familiares, por personas relacionadas con la víctima y por desconocidos. Este último caso es normalmente de ocasiones aisladas, mientras que la repetición de actos abusivos es más común en los casos cometidos por parientes o conocidos de la víctima.
Si se considera el acto abusivo, en el caso de menores, están aquellos sin contacto físico (exhibicionismo, realización de actos con contenido sexual en frente del menor, observación libidinosa del menor desnudo, relato de historias sexuales, proyección de imágenes o películas pornográficas, etc.) y los que incluyen el contacto físico.
Para caracterizar el abuso, es preciso también considerar las circunstancias generales del mismo, es decir la frecuencia (si fue diaria, más de una vez a la semana, mensual, esporádica, etc.), la duración (minutos, horas), la cronicidad (más de 10 años, de 5 a 10 años, menos), el lugar donde se realizó el abuso, y demás elementos que caractericen la situación, como por ejemplo estrategias utilizadas por el abusador (violencia física, amenazas, chantajes, regalos, engaño, seducción), si fue un agresor o más de uno, etc. (Cfr. Echeburúa, Guerricaechevarría, 2000, p. 56-57)
Existen además los llamados “Factores Mediadores” que hacen que un mismo tipo de abuso tenga un mayor o menor impacto en diferentes personas de la misma edad, como son la Percepción subjetiva del suceso abusivo, la Etapa del desarrollo del menor, la Estrategias de afrontamiento que el menor tenga disponibles y que use, y los Factores sociofamiliares protectores. (Cfr. Echeburúa, Guerricaechevarría, 2000, p. 5o)
Todo lo anterior pues, ‘modula’ el abuso, haciendo que sus consecuencias psicológicas sean más o menos graves.
Al parecer, siguen siendo numerosos los casos donde no hay denuncia del abuso infantil. Y a veces el abuso no tiene una manifestación tan evidente en la conducta del menor.
Los indicadores que más pueden dar pistas de que un menor está siendo abusado son los de tipo sexual (rechazo de caricias, conducta seductora, conductas o conocimientos sexuales precoces, agresión sexual hacia otros menores), aunque hay también indicadores comportamentales que pueden señalar un posible abuso, como pérdida de apetito, llantos pronunciados relacionados con cuestiones afectivas o eróticas, miedo a estar solo del menor, rechazo repentino al padre o a la madre, cambios bruscos de conducta, resistencia a desnudarse o asearse, aislamiento, problemas escolares o rechazo a la escuela, conductas regresivas como orinarse o chuparse el dedo, tendencia al secretismo, agresividad, fugas o comportamientos delictivos, autolesiones o intentos de suicidio. (Cf. Echeburúa, Guerricaechevarría, 2000, p. 20)
Efectos psicológicos del abuso sexual
Echeburúa manifiesta que “un 70% de las víctimas de agresiones sexuales en la infancia presentan un cuadro clínico a corto plazo, pero este porcentaje disminuye hasta un 30% si se toman en consideración las repercusiones a largo plazo (véanse Gilham, 1991; Mullen, Martin, anderson, Romans y Herbison, 1994)”. (Echeburúa, Guerricaechevarría, 2000, p. 50)
Si se piensa en las consecuencias a corto plazo del abuso, “solamente un 20-30% de las víctimas permanecen estables emocionalmente después de la agresión. (…) En general las niñas tienden a presentar reacciones ansioso-depresivas; los niños, fracaso escolar y dificultades inespecíficas de socialización. De este modo, los niños tienen mayor probabilidad de exteriorizar problemas de comportamiento, como, por ejemplo, agresiones sexuales y conductas violentas en general (Bonner, 1999)”. (Echeburúa, Guerricaechevarría, 2000, p. 45-46)
A largo plazo, el cuadro de posibles consecuencias es muy amplio.
Además de posibles falencias físicas directamente relacionadas con el abuso, las consecuencias pueden ser conductuales (intentos de suicidio, consumo de drogas o alcohol, trastorno disociativo de la identidad), emocionales (depresión, ansiedad, baja autoestima, estrés postraumático, trastornos de personalidad, desconfianza y miedo de los hombres, dificultad para expresar o recibir sentimientos de ternura y de intimidad), las de tipo sexual (fobias o aversiones sexuales, falta de satisfacción sexual, alteraciones en la motivación sexual, trastornos en la activación sexual y el proceso sexual normal, creencias de ser valorado por los demás únicamente por el sexo), y la sociales como problemas en relaciones interpersonales, aislamiento, y dificultades en la educación de los hijos. (Cf. Echeburúa, Guerricaechevarría, 2000, p. 45-46).
En el mismo sentido se expresan otros dos de los mayores especialistas en en el mundo en estos campos, Jaume Masip y Eugenio Garrido:
“Los niños víctimas de abuso sexual muestran una frecuencia particularmente alta de juegos sexuales, masturbación, conducta sexual seductiva o agresiva y, en adolescentes, promiscuidad y mayor posibilidad de involucrarse en contactos homosexuales. En algunos estudios se ha encontrado también que estos niños pueden presentar problemas conductuales y académicos en la escuela, sintomatología depresiva, baja autoestima, ideación o conducta suicida, trastornos adaptativos, ansiedad y, en el caso de adolescentes, huída del hogar y consumo de drogas y alcohol. Otros efectos a largo plazo incluyen ciertas anomalías relacionadas con el sexo (temor al sexo, reducido interés sexual, falta de deseo, poco placer, promiscuidad, confusión sobre la propia orientación sexual, etc.), una actividad homosexual significativamente mayor que en no víctimas, síntomas de ansiedad (especialmente si durante el abuso se empleó la fuerza o amenazas) y sintomatología depresiva. Si el abuso sexual se vio acompañado de maltrato físico, la víctima tiene una mayor probabilidad de cometer suicidio en la edad adulta o de sufrir un trastorno de personalidad múltiple. Las mujeres adultas que sufrieron abuso sexual en su infancia corren un alto riesgo de convertirse de nuevo en víctimas, y los hombres de convertirse en abusadores (véanse Beithcman y otros, 1991, 1992). (Masip, Garrido, 2007. p. 11)
Quien escribe estas líneas ha podido comprobar en su práctica profesional todos los posibles tipos de consecuencias a largo plazo enunciadas arriba por Echeburúa (inclusive en algunas personas que sufrieron abuso de adultas), convertidas sí en una triste o siniestra realidad en personas humanas víctimas, salvo el trastorno disociativo de la identidad, aunque una vez sí se deparó con un caso de amnesia temporal disociativa. Es decir, no es teoría o estadísticas, es una terrible realidad, potencial y muchas veces actual, que evidencia vidas afectadas, unas más gravemente que otras, o sencillamente destrozadas. Y podemos hipotetizar sin temeridad que un porcentaje significativo de las víctimas de abuso sexual por parte de miembros del clero han sufrido o siguen sufriendo esas consecuencias.
Los riesgos de re-victimización
Pensemos ahora en una de estas víctimas –no solo las directamente presuntamente afectadas por el jesuita, sino todas las que siguen cargando las secuelas del abuso–, que por causa de la agresión no haya perdido la fe, entrando a cualquier iglesia o basílica en cuyo frontispicio se depare con una de las características obras de Rupnik, una de esas grandes. Víctima que ha seguido el muy publicitado caso del artista-sacerdote, que tal vez haya acompañado los varios y sensibles testimonios de sus hipotéticas víctimas aparecidos en los medios de comunicación. Pues, varias cosas pueden ocurrir.
Cosas como re-victimización, como revivir síntomas de depresión, de ansiedad, algunos de los característicos del Trastorno de Estrés Postraumático; cosas como cuestionar su fe, sus sentimientos hacia la Iglesia, sus justos anhelos de justicia; cosas como sentir que su Iglesia no considera su dolor, que su Iglesia sigue encubriendo a abusadores, etc. etc. Está comprobado que una mera mención vicaria en un medio de comunicación de un hecho co-relacionado, puede revivir síntomas de un trastorno de estrés post- traumático.
Y hay otra cosa que no podemos dejar de plantear –desde la psicología–, como es el asunto de la prescripción del proceso seguido al P. Rupnik en la Congregación de la Doctrina de la Fe, en octubre del año pasado. Si el proceso hubiera continuado, y se absuelve al sacerdote, pues se absolvió, y se hizo justicia. Y si se le hubiese condenado, igual. Pero la indefinición de fondo, a muchas víctimas del abuso sexual clerical –no solo a las presuntas del P. Rupnik sino a todas–, después de todo lo que se ha publicado, les puede oler a encubrimiento, y podría ser ocasión de elementos de re-victimización.
A esta altura ya podemos decir, pues, que no aplican tanto los argumentos del jesuita González Faus: ni Miguel Ángel ni el Lippi tienen mucho que ver con las víctimas de hoy. Y al estimado Mons. Morerod decimos que el tema de las víctimas no es de mera “confusión”: es de una realidad oscura, terrible, que la Iglesia debe buscar reparar de todas las formas posibles, de forma acorde a su condición de Madre. Inclusive, si es del caso, retirando las obras del jesuita.
Por Saúl Castiblanco
Psicólogo forense.