En Argentina, la presión social y mediática ha logrado ampliar los plazos de prescripción del delito y animar a más víctimas a romper el silencio.
A veces un aroma familiar o una canción desbloquea el recuerdo de un abuso sufrido de niño y reprimido. En 2019, el olor a madera de una casona antigua trasladó al argentino Sergio Decuyper más de 30 años atrás, a la vivienda de sus abuelos en Paraná, en la provincia argentina de Entre Ríos. Recordó entonces que su tío sacerdote lo había violado cuando tenía cinco años. A veces, el recuerdo no desapareció nunca, pero está tapado por capas de culpa, que sólo se rompen al escuchar a otra víctima. Daniel Vera decidió contar el abuso que había sufrido de adolescente cuando vio a la actriz Thelma Fardín relatar cómo había sido violada por su compañero de elenco Juan Darthés. Al poner en común sus historias, muchas víctimas argentinas descubrieron que en el seno de la Iglesia Católica existía un modus operandi similar para encubrir a los curas pedófilos. A diferencia de lo que ocurre en la mayoría de países latinoamericanos, donde muchos denunciantes transitan todo el camino en soledad, en el país natal del papa Francisco comenzaron a organizarse hace casi una década para llevarlos ante la Justicia a través de la Red de Sobrevivientes de Abuso Eclesiástico.
“Cuantos más casos salen más fácil es asumir el propio. Uno ve y escucha a los demás y se anima a hablar porque tiene mucho apoyo”, dice Vera, integrante de la Red. De adolescente, este profesor de sociología quería ser sacerdote y misionero en África, hasta que el cura Walter Avanzini se cruzó en su camino. Procedente de una familia muy católica, Vera vivía en la localidad cordobesa de Canals con sus padres y los domingos viajaba a Río Cuarto para visitar a su hermano que estudiaba en el Seminario mayor. Allí conoció a Avanzini, que era médico, además de cura.
En 1986 Vera tenía 17 años y Avanzini lo invitó a ir a una misión juvenil que se hacía como preparación previa al ingreso al seminario. “Un día entró al baño cuando me estaba bañando para alcanzarme la toalla y me preguntó si no me dolía el pene cuando se erectaba porque tenía el prepucio muy largo”, relata. Le pareció extraño pero no le dio mucha importancia. Lo tomó como “un comentario médico de alguien que era su amigo”.
Una de las noches siguientes le pidió que fuese a su habitación para contarle cómo le iba. “Me dijo que me recostara un rato con él. Ahí empezó a acariciarme. Me pidió que le mostrara el pene por lo del prepucio y me besó en la boca. No sé cómo me fui de su habitación”, dice Vera, a sus 53 años, desde la casa en Córdoba que comparte con su pareja y sus dos hijos. En ese momento no tenía ninguna experiencia sexual ni pretendía tenerla, dada su vocación religiosa. El abuso se repitió, en términos similares, una segunda noche. “Él sabía que estaba mal porque me dijo: ‘Cuando te confieses, no digas que fue conmigo”. Negó lo ocurrido todo el tiempo que le fue posible. Después, tomó la decisión de denunciar. La Iglesia archivó su denuncia canónica en 2020 y ahora aguarda que prospere la denuncia penal.
“Las pericias de los acusados muestran que los abusadores no son personas enfermas sino sanas, que actúan desde un lugar de poder, con mucha manipulación, y son conscientes de lo que hacen, del daño que causan, aunque no lo admitan”, dice la psicóloga Liliana Rodríguez, una de las fundadoras de la Red. Rodríguez explica también que los victimarios suelen elegir a niños vulnerables y se ganan su confianza de a poco, a veces también la de su familia, lo que dificulta aún más que opongan resistencia ante los abusos.
En el caso de Decuyper, se trataba de un familiar directo. “El abuso fue en 1982. En el baño de la casa de mis abuelos paternos, un fin de semana que mi tío vino de visita. Yo tenía cinco años, él ya era sacerdote, trabajaba en el seminario de Paraná”, recuerda por videollamada desde la ciudad española de Vitoria, donde vive desde 2002. Este hombre de 44 años asegura que su cerebro borró lo ocurrido durante tres décadas, aunque el abuso le dejó secuelas como migrañas y trastornos afectivos.
“Tenía un sueño recurrente. Yo tenía cinco años y llegaba hasta la puerta del baño. Ahí todo se desvanecía”, cuenta Decuyper. En 2019, el olor a madera de una casa a la que había ido a pasar unos días le hizo asomarse, de golpe, al horror que había olvidado del otro lado de la puerta. Le escribió una carta al Papa y este lo llamó por teléfono y después lo recibió en el Vaticano. Cuenta que Francisco le pidió que perdonase. Le dijo que tenía que confiar en el obispo de Paraná y no hablar con periodistas porque eran unos “hipócritas”. Cuando le confesó que se había dado cuenta que era homosexual y pensaba en divorciarse, el Papa se opuso al alegar que su “misión era el matrimonio” y tenía que seguir casado. Las palabras de Francisco, lejos de reconfortarlo, le causaron un gran dolor.
“Nosotros hablamos de plan sistemático porque vemos que la Iglesia en todos lados usa los mismos mecanismos de encubrimiento: oculta y traslada a los curas denunciados”, subraya la psicóloga de la Red, quien destaca que entre los objetivos de la agrupación está la separación de la Iglesia del Estado argentino. Durante décadas, los sacerdotes pedófilos eran cambiados de diócesis y, a veces, trasladados a otro país. Así llegó a Sudamérica en 2005 el italiano Nicola Corradi. Pese a las denuncias que había contra él en Verona, su ciudad natal, en Argentina le dejaron las manos libres para volver a atacar a nuevas víctimas en el Instituto Provolo para niños sordos en Mendoza. Este sacerdote tenía 84 años cuando fue detenido y condenado por “abuso sexual con acceso carnal agravado”.
Hace dos años, el Papa declaró obligatorio abrir una investigación canónica ante cada denuncia de abuso presentada. Las víctimas argentinas, sin embargo, sostienen que muchas veces esa orden se incumple. Decuyper no ha tenido respuesta todavía de la denuncia que presentó en Roma hace más de un año y medio. Tampoco ha podido obtener justicia ante los tribunales, que el pasado septiembre archivaron la causa por prescripción del delito.
Escraches a curas
Cerradas ambas vías, algunos optan por la denuncia pública. “En Argentina hay una gran tradición de formas organizativas colectivas y usamos esos saberes para combatir la pederastía dentro de la Iglesia católica”, cuenta Rodríguez. La Red de Sobrevivientes de Abuso Eclesiástico ofrece contención y asesoramiento legal a quienes se acercan a compartir su experiencia, pero también los alientan a pelear contra la impunidad de los sacerdotes abusadores. Antes del inicio de cada juicio entran en contacto con organizaciones locales para movilizarse frente a los tribunales en apoyo de las víctimas, difunden fotografías de los curas denunciados por abusos y los escrachan con carteles pegados en sus casas, al igual que hicieron familiares de víctimas de la dictadura con los represores antes que ellos.
En Argentina, la presión social y mediática ha contribuido a cambiar leyes, acelerar causas que no avanzan y a visibilizar juicios que animan a otras víctimas a dar un paso al frente y romper el silencio. En 2015, en medio de la conmoción causada por la causa abierta contra el sacerdote Justo José Ilarraz, el Congreso argentino aprobó extender los plazos de prescripción de este delito: el reloj empieza a contar a partir de que la víctima es mayor de edad e interpone una denuncia, no antes.
Hernán Rausch, una de las víctimas de Ilarraz, cuenta que tomó coraje para hablar al enterarse de la detención del popular sacerdote Julio César Grassi. “Para mí el disparador fue Grassi. Mi mamá, que es muy devota, lo estaba viendo en la tele y decía que no podía ser que un cura haga estas cosas, imagínate lo que sentí porque me las hicieron a mí”, dice Hernán Rausch. Grassi, titular de la Fundación Felices los Niños, fue condenado a 15 años de cárcel por abuso sexual en 2009, en un fallo bisagra que propició muchas otras denuncias.
“Hasta que pude hablar, lo que ocurrió me estaba matando, asfixiando”, recuerda Rausch. Cuando se lo contó a su madre y más tarde lo hizo público se dio cuenta de que los abusos sexuales que perpetró contra él Ilarraz los había repetido también con otros seminaristas adolescentes. “Como todo pedófilo, me decía: ‘Esto lo hago con vos, no lo hago con otro”. Rausch y otras seis víctimas se unieron para denunciarlo penalmente y en 2018 la Justicia les dio la razón: el abusador fue condenado a 25 años de cárcel.
Según los testimonios expuestos ante el tribunal, Ilarraz, que era preceptor del seminario de Paraná, buscaba excusas para quedarse a solas con ellos y allí manosearlos, besarlos e intentar penetrarlos ante el pánico y el desconcierto de sus pupilos, que tenían entre 12 y 14 años, y para quienes el abusador era la figura de máxima autoridad en el seminario. El tribunal consideró probadas las acusaciones.
Las víctimas de Ilarraz aguardan desde hace más de dos años que la Corte Suprema de Argentina se expida sobre el recurso de impugnación presentado por la defensa. Además, después de esa condena y del fallo judicial también a 25 años de cárcel contra el sacerdote de origen colombiano Juan Diego Escobar Gaviria, las víctimas buscan ahora condenar a quienes consideran sus encubridores, el arzobispo de Paraná Juan Alberto Puiggari, y quien ocupó ese cargo entre 1983 y 2003, Estanislao Karlic.
“Cuando Bergoglio fue elegido Papa yo lloré de emoción, pensé que por fin se iba a hacer Justicia, pero después esa ilusión se fue apagando porque no ha sido así”, cuenta Rausch. A diferencia de otras víctimas, como Vera, Rausch mantiene su fe católica, por lo que reconoce el aporte valioso de la Red pero se mantiene al margen.
Desde dentro o desde fuera de esta agrupación, los denunciantes coinciden en un objetivo doble: obtener justicia y evitar que otros niños sufran los abusos que ellos no pudieron evitar. “Quiero que nadie pase por lo que yo pasé”, reitera Vera. “El primer paso es hablar. Cuando hablás no se te va el dolor, pero podés vivir, vivir con mayúsculas, porque sos un sobreviviente y te has enfrentado a eso que vos sos”, asegura.
CÓRDOBA, Argentina.
El País.