¿Quién se atreve, en este nuestro tiempo, a darle un valor constructivo al silencio? La mayoría de nosotros estamos en un continuo vaivén de comunicación donde resulta complicado encontrarnos con nosotros mismos en la soledad, de hecho esta se presenta con tonalidades de cierta enemistad. Uno se vive muy volcado hacia afuera. La razón está en el excesivo acento que se le ha dado a la comunicación y a la globalidad. Parece que una de las máximas que hoy imperan es la de estar «bien comunicados» o «bien conectados» con los demás. Por tanto, muchos perciben que el silencio y la soledad son elementos que entorpecen dicho «bienestar».
Pero ¿será tan bueno estar todo el tiempo comunicados? ¿Es realmente tan corrosivo el silencio y el pasar un tiempo a solas? Los antiguos filósofos consideraban al silencio como una expresión de la sabiduría y la madurez. Decían que para alcanzarla se debían ejercitar en el silencio. De hecho para reflexionar, encontrar ideas, aclararse en ellas, encontrar nuevas rutas de dirección es necesario aislarse de los demás, tomar distancias sanas y acallar. Cuántos artistas, filósofos, científicos, investigadores han brotado de un gran silencio creativo y creador.
Entonces no es tan cruel el silencio. Tiene elementos tonificantes cuyos efectos se reciben tanto en el interior como en el exterior. El silencio es un medio de superación humana que provoca un sano encuentro con uno mismo. La filosofía, la psicología, el arte, la ciencia, y la fe convergen en este punto: el silencio hace un bien enorme a todo aquel que se anima a vivirlo.
Entonces ¿Por qué tanto rechazo y evasión? Porque el silencio también da miedo. Muchos que no quieren reconocer la propia realidad, como es, prefieren evadirla. Otros asocian al silencio con la soledad y el vacío y por eso lo rechazan. Y realmente hay algo de cierto. En el silencio uno se dispone a vaciarse de ruidos y despojarse de aquello que no es para encontrarse realmente consigo mismo. Es cierto que también hay cosas de nosotros mismos que no nos gustan y que preferimos no voltearlas a ver. Pero el silencio es un espacio para la verdad, para el reconocimiento y para la aceptación. En el silencio aparece lo genuino, lo que es. Es un espacio donde se reposa en la verdad. ¡Y qué sano es!
Así, cuando vemos que la oración hunde sus raíces en el silencio, topamos con toda esta dinámica enriquecedora. La oración busca un diálogo honesto y transparente entre el orante y el Señor. Si ya viene siendo un beneficio personal el silencio, cuando este es ofrendado en oración se vuelve perla fina para el encuentro profundo con Dios. El encuentro decisivo con Dios se realiza en el silencio. Es el mejor canal que sintoniza con nuestro Señor.
La oración, en el silencio, se vuelve una profunda conversación con Dios. Cuando hay silencio se puede conversar. Se habla y se escucha. Teresa de Ávila decía que la oración era «Tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama». San Ignacio de Loyola también entendió que orar era conversar «Hablando como un amigo habla a otro». Por tanto, en el silencio se escucha la voz de Dios y la nuestra. El silencio nos invita a vaciarnos de los ruidos que lo impiden. Solamente en ese espacio de recogimiento se puede lograr. Quien escucha, realmente se vacía, se desprende de sus ideologías y se abre completamente al otro. Este proceso de escucha y de vaciamiento abre la puerta a la gracia de Dios que llena y da plenitud. En la oración silenciosa no se busca otra cosa más que el ser llenados por Dios. Y El Señor no solo llena nuestros vacíos, que ya es bastante, Él nos da plenitud.
P. Artemio Domínguez Ruiz