Concepción Cabrera de Armida, nació el 8 de diciembre de 1862, en la ciudad mexicana de San Luis Potosí. Hija de los Sres. Octaviano Cabrera Lacavex y Clara Arias Rivera, ricos hacendados con un profundo espíritu cristiano.
Desde niña, salvo una o dos ocasiones, fue educada en su casa, siguiendo la tradición de aquellos años del siglo XIX.
Conchita, como era llamada cariñosamente por sus familiares y amigos, era feliz jugando en las haciendas de sus papás, en medio del campo y de los riachuelos.
Le gustaba la música y andar a caballo, siendo una de las pocas que podían montar a los menos domesticados. Creció muy unida a Jesús Eucaristía, con quien sentía una confianza especial. Solía tumbarse en el suelo, mientras contemplaba la huella de Dios en el cielo.
Acostumbrada a las joyas y a los bailes, sentía que algo le faltaba. No porque lo demás fuera algo malo, sino porque quería dar nuevos pasos en su vida. En una de las fiestas que se organizaban en la Lonja, conoció a quien sería el amor de su vida, es decir, a Francisco Armida García, un joven de Monterrey.
De los muchos pretendientes que tuvo Conchita, ella se enamoró de Pancho, con quien contrajo matrimonio, después de varios años de noviazgo, el 8 de noviembre de 1884. De aquella unión nacieron 9 hijos, a quienes les dedicó su vida con alegría y especial atención.
A partir del año de 1894, se fue clarificando el papel que tendría como inspiradora y fundadora de las cinco Obras de la Cruz. Lo anterior, en medio de sus labores, como esposa y madre de familia, llena de compromisos y visitas. Un hecho que marcó su itinerario espiritual, fue la visión que tuvo de la Cruz del Apostolado, mientras oraba en el Templo de la Compañía de Jesús en San Luis Potosí.
Poco a poco, el Señor fue llamándola, hasta conquistar su interior, compartiéndole sus mismos sentimientos. Desde luego, tuvo que enfrentarse a la incomprensión, pues no todos entendían, cómo era posible que una mujer casada, fuera mística y fundadora, sin embargo, los prejuicios de su tiempo, resultaron insuficientes para detenerla en el cumplimiento de su misión, la cual, a su vez, había sido confirmada por sus directores espirituales.
Conchita Cabrera, tras la muerte de su esposo, acaecida el 17 de septiembre de 1901, lejos de quedarse hundida en la depresión, sacó adelante a sus hijos, haciendo todo lo que estaba en sus manos, para poder superar los efectos de la crisis económica en la que se encontraban. Aprendió a confiar en Dios, dejándose hacer y deshacer por el Espíritu Santo, siguiendo el ejemplo de la Santísima Virgen María. Nunca se dejó vencer por el miedo o el desaliento.
Habiendo fundado el Apostolado de la Cruz (1894), las Religiosas de la Cruz del Sagrado Corazón de Jesús (1897), la Alianza de Amor con el Sagrado Corazón de Jesús (1909) y la Fraternidad de Cristo Sacerdote (1912), tras conocer al Venerable Siervo de Dios P. Félix Rougier Olanier, emprende la difícil tarea de dar origen a la Congregación de los Misioneros del Espíritu Santo (1914) en plena persecución religiosa en México.
Una vez fundadas las cinco Obras de la Cruz, Conchita siguió adelante en medio de sus asuntos familiares, jugándosela por la extensión del reinado del Espíritu Santo. En más de una ocasión, por orden de la Santa Sede, fue examinada por importantes teólogos, cuya valoración fue siempre positiva.
Ante la falta de libertad religiosa en la República Mexicana, sobre todo, durante el gobierno del Presidente Plutarco Elías Calles, abrió las puertas de su casa para refugiar a varios sacerdotes que estaban siendo injustamente perseguidos. Entre ellos, destaca Mons. Ramón Ibarra y González, primer Arzobispo de Puebla, quien, a su vez, era el gran amigo y protector de las Obras de la Cruz. Conchita no se dejó amedrentar por la situación, sino que fue una mujer optimista, llegando a escribir diversos libros sobre la vida espiritual.
Adelantándose al Concilio Vaticano II, demostró que los laicos tenían un lugar importante en la vida de la Iglesia, a partir de la vivencia del sacerdocio bautismal. Murió el 3 de marzo de 1937 en la Ciudad de México. El lema que marcó su vida y misión apostólica fue: “Jesús, salvador de los hombres, ¡sálvalos!”.
Diócesis de Celaya/MetroNews.