Si el pastor se pierde, se va, hasta las ovejas se dispersarán y estarán al alcance de cualquier lobo, advierte Francisco

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A las 9.00 horas de esta mañana, en el Aula Pablo VI, el Santo Padre Francisco abre los trabajos del Simposio Internacional «Por una Teología Fundamental del Sacerdocio», promovido por Su Eminencia el Cardenal Marc Ouellet, PSS, Prefecto de la Congregación para los Obispos, y el Centro de Investigación y Antropología de las Vocaciones. El encuentro tiene lugar del 17 al 19 de febrero, en el Aula Pablo VI. Publicamos a continuación el discurso que el Papa dirigió a los participantes en el Simposio: 
Texto del discurso del Papa – El signo (…) indica palabras pronunciadas improvisadamente.
Dirección del Santo Padre 
Queridos hermanos, ¡buenos días!
Les agradezco la oportunidad de compartir con ustedes esta reflexión, que surge de lo que el Señor me ha ido dando a conocer en estos más de 50 años de sacerdocio. No quiero excluir de este recuerdo agradecido a aquellos sacerdotes que, con su vida y su testimonio, desde mi infancia me han mostrado lo que da forma al rostro del Buen Pastor. Medité sobre qué compartir en la vida del sacerdote hoy y llegué a la conclusión de que la mejor palabra proviene del testimonio que he recibido de tantos sacerdotes a lo largo de los años.Lo que ofrezco es fruto del ejercicio de reflexionar sobre ellos, reconociendo y contemplando cuáles eran las características que los distinguían y les daban singular fuerza, alegría y esperanza en su misión pastoral. Al mismo tiempo, debo decir lo mismo de aquellos hermanos sacerdotes a quienes tuve que acompañar porque habían perdido el fuego de su primer amor y su ministerio se había vuelto estéril, repetitivo y sin sentido. El sacerdote en su vida pasa por diferentes condiciones y momentos; personalmente, pasé por varias condiciones y varios momentos, y “rumiando” las mociones del Espíritu encontré que en algunas situaciones, incluyendo momentos de prueba, dificultad y desolación, cuando vivía y compartía la vida de cierta manera, la paz permanecía. Soy consciente de que se podría hablar y teorizar mucho sobre el sacerdocio; hoy quiero compartir con vosotros esta «pequeña mies» para que el sacerdote de hoy, cualquiera que sea el momento que esté viviendo, pueda experimentar la paz y la fecundidad que el Espíritu quiere dar.  (…) El tiempo que vivimos es un tiempo que nos pide no sólo interceptar el cambio, sino acogerlo con la conciencia de que estamos ante un cambio de época. Si teníamos dudas al respecto, el Covid lo hizo más que evidente: de hecho, su irrupción es mucho más que una cuestión de salud. El cambio siempre nos sitúa frente a diferentes formas de afrontarlo. El problema es que muchas acciones y muchas actitudes pueden ser útiles y buenas pero no todas tienen sabor a Evangelio. (…)Por ejemplo, buscar formas codificadas, muy a menudo ancladas en el pasado y que nos «garantizan» una especie de protección contra los riesgos, refugiándonos en un mundo o en una sociedad que ya no existe (si es que nunca existió), como si este orden determinado fue capaz de poner fin a los conflictos que nos presenta la historia. (…) Otra actitud puede ser la de un optimismo exasperado -«todo saldrá bien»-, (…)que acaba ignorando a los heridos de esta transformación y que no acepta las tensiones, complejidades y ambigüedades del presente y “consagra” la última novedad como lo verdaderamente real, despreciando así la sabiduría de los años. (Hay dos tipos de escape, son las actitudes del mercenario que ve venir al lobo y huye: huye al pasado o huye al futuro). Ninguna de estas actitudes conduce a soluciones maduras. (…)En cambio, me gusta la actitud que surge del hacerse cargo confiadamente de la realidad, anclada en la Sabia Tradición viva y viva de la Iglesia, que puede darse el lujo de remar mar adentro sin miedo. Siento que Jesús, en este momento histórico, nos invita una vez más a «remar mar adentro» (cf. Lc 5, 4) con la confianza de que él es el Señor de la historia y que, guiados por él, seremos capaz de discernir el horizonte de correr a través. Nuestra salvación no es una salvación aséptica, de laboratorio, ¡no!, ni de espiritualismos desencarnados; (…)discernir la voluntad de Dios significa aprender a interpretar la realidad con los ojos del Señor, sin necesidad de huir de lo que le sucede a nuestro pueblo donde vive, sin la angustia que nos lleva a buscar una salida rápida y tranquilizadora guiados por la ideología de turno o de una respuesta prefabricada, ambas incapaces de hacerse cargo de los momentos más difíciles y hasta más oscuros de nuestra historia. Estos dos caminos nos llevarían a negar “nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa como historia de sacrificio, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida consumida en el servicio, de constancia en el trabajo” (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 96). ). En este contexto, la vida sacerdotal también se ve afectada por este desafío; síntoma de ello es la crisis vocacional que aqueja a nuestras comunidades en varios lugares.(…) Donde hay vida, fervor, deseo de llevar a Cristo a los demás, surgen genuinas vocaciones. Incluso en las parroquias donde los sacerdotes no están muy ocupados y alegres, es la vida fraterna y fervorosa de la comunidad la que suscita el deseo de consagrarse enteramente a Dios y a la evangelización, sobre todo si esta comunidad viva reza con insistencia por las vocaciones y tiene el coraje de proponer a sus jóvenes un camino de especial consagración. (…) La vida de un sacerdote es ante todo la historia de la salvación de un bautizado. (…) No debemos olvidar nunca que toda vocación específica, incluida la de la Orden, es cumplimiento del Bautismo. Siempre es una gran tentación vivir un sacerdocio sin Bautismo, (…)es decir, sin el recuerdo de que nuestra primera llamada es a la santidad. Ser santos significa conformarse a Jesús y dejar que nuestra vida palpite con sus propios sentimientos (cf. Flp 2,15). Sólo cuando tratamos de amar como Jesús amó, también nosotros hacemos visible a Dios y, por tanto, realizamos nuestra vocación a la santidad. San Juan Pablo II nos recordaba con razón que «el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su necesidad permanente de ser evangelizado» (Exhortación apostólica Postsin. Pastores dabo vobis, 25 de marzo de 1992, 26). (…) Cada vocación específica debe ser sometida a este tipo de discernimiento. Nuestra vocación es ante todo una respuesta a Aquel que nos amó primero (cf. 1 Jn 4, 19). Y esta es la fuente de la esperanza porque, incluso en medio de la crisis, el Señor no deja de amar y, por tanto, de llamar. Y cada uno de nosotros es testigo de ello: un día el Señor nos encontró donde estábamos y como estábamos, en ambientes contradictorios o con situaciones familiares complejas; (…) pero esto no lo distrajo del deseo de escribir, a través de cada uno de nosotros, la historia de la salvación. Desde el principio fue así – pensemos en Pedro y Pablo, Mateo…, por citar algunos -. El haberlos elegido no deriva de una opción ideal sino de un compromiso concreto con cada uno de ellos. (…)Cada uno, mirando a su propia humanidad, a su propia historia, a su propia disposición, no debe preguntarse si conviene o no una opción vocacional, sino si en conciencia esa vocación revela en él esa potencialidad de Amor que recibimos el día de la nuestro bautismo. Durante estos tiempos de cambio, hay muchas preguntas que enfrentar y también las tentaciones por venir. Por eso, en esta intervención mía, quisiera simplemente detenerme en lo que siento que es decisivo para la vida de un sacerdote hoy, teniendo presente lo que dice Pablo: «En él, es decir, en Cristo, todo el edificio crece bien». ordenado ser un templo santo en el Señor” (Efesios 2:21). (…)Entonces pensé que toda construcción, para mantenerse en pie, necesita una base sólida; por eso quiero compartir las actitudes que dan solidez a la persona del sacerdote, (…) las cuatro columnas constitutivas de nuestra vida sacerdotal y que llamaremos los “cuatro barrios”, porque siguen el estilo de Dios, que es básicamente un estilo de cercanía (cf. Dt 4,7). (…)Ya me he referido a él en el pasado; hoy, sin embargo, quisiera detenerme más extensamente, ya que el sacerdote, más que recetas o teorías, necesita herramientas concretas con las que afrontar su ministerio, su misión y su vida cotidiana. San Pablo exhortaba a Timoteo a mantener vivo el don de Dios que había recibido por la imposición de sus manos, que no es espíritu de cobardía, sino de fortaleza, amor y sobriedad (cf. 2 Tm 1, 6-7). Creo que estos cuatro «barrios» pueden ayudar de manera práctica, concreta y esperanzadora a reavivar el don y la fecundidad que un día nos fueron prometidos.  
Cercanía a Dios Es decir, cercanía al Señor del barrio. «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, lleva mucho fruto, porque separados de mí nada podéis hacer. El que no permanece en mí es desechado como la rama y se seca, y luego lo recogen y lo echan al fuego y lo queman. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y os será dado” (Jn 15, 5-7). Un sacerdote está ante todo invitado a cultivar esta cercanía, esta intimidad con Dios, y de esta relación podrá sacar todas las fuerzas necesarias para su ministerio. La relación con Dios es, por así decirlo, el injerto que nos mantiene en un vínculo de fecundidad. Sin una relación significativa con el Señor, nuestro ministerio está destinado a volverse estéril. Cercanía a Jesús, contacto con su Palabra, nos permite comparar nuestra vida con la suya y aprender a no escandalizarnos por nada de lo que nos sucede, a defendernos de los «escándalos». Como fue para el Maestro, atravesaréis momentos de alegría y de bodas, de milagros y curaciones, de multiplicación de los panes y de descanso. Habrá momentos en los que uno pueda ser alabado, pero también habrá horas de ingratitud, de rechazo, de duda y de soledad, hasta el punto de tener que decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». (Mt 27,46). La cercanía a Jesús nos invita a no temer ninguna de estas horas, no porque seamos fuertes, sino porque lo miramos, nos aferramos a él y le decimos: «¡Señor, no permitas que caiga en tentación! Hazme entender que estoy viviendo un momento importante en mi vida y que estás conmigo para probar mi fe y mi amor” (C. M. Martini, Encuentro con el Resucitado, San Paolo, 102). Esta cercanía a Dios toma a veces la forma de una lucha: luchar con el Señor especialmente en los momentos en que más se siente su ausencia en la vida del sacerdote o en la vida del pueblo a él confiado. Luchad toda la noche y pedid su bendición (cf. Gn 32, 25-27), que será fuente de vida para muchos. (…) Muchas crisis sacerdotales tienen en su origen una escasa vida de oración, una falta de intimidad con el Señor, una reducción de la vida espiritual a una mera práctica religiosa. (…) Recuerdo momentos importantes de mi vida en los que esta cercanía al Señor fue decisiva para sostenerme. Sin la intimidad de la oración, de la vida espiritual, de la cercanía concreta a Dios a través de la escucha de la Palabra, de la celebración eucarística, del silencio de la adoración, de la entrega a María, del sabio acompañamiento de un guía, del sacramento de la Reconciliación, sin estas «proximidades “un sacerdote es, por así decirlo, solo un trabajador cansado que no disfruta de los beneficios de los amigos del Señor. (…)Con demasiada frecuencia, por ejemplo, en la vida sacerdotal la oración se practica sólo como un deber, olvidando que la amistad y el amor no pueden imponerse como una regla externa, sino que son una elección fundamental de nuestro corazón. Un sacerdote que reza sigue siendo, en el fondo, un cristiano que ha comprendido plenamente el don recibido en el Bautismo. Un sacerdote que ora es un hijo que recuerda continuamente ser hijo y tener un Padre que lo ama. Un sacerdote que ora es un niño que se acerca al Señor. Pero todo esto es difícil si no estás acostumbrado a tener espacios de silencio en el día. Si no sabes establecer el «hacer» de Marta para aprender el «ser» de María. Es duro dejar el activismo, (…)porque cuando dejáis de ocuparos, no viene inmediatamente a vuestro corazón la paz, sino la desolación; y para no ir a la desolación, uno está dispuesto a no detenerse nunca. (…)Pero es precisamente aceptando la desolación que proviene del silencio, del ayuno de las actividades y de las palabras, del valor de examinarnos con sinceridad, que todo adquiere una luz y una paz que ya no descansa sobre nuestras fuerzas y capacidades. Se trata de aprender a dejar que el Señor siga realizando su obra en cada uno y podar todo lo que es infértil, estéril y desvirtúa la llamada. Perseverar en la oración no significa sólo permanecer fiel a una práctica: significa no huir cuando es precisamente la oración la que nos lleva al desierto. El camino del desierto es el camino que conduce a la intimidad con Dios, siempre que no se huya, no se encuentren caminos para escapar de este encuentro. En el desierto «Hablaré a su corazón», dice el Señor a su pueblo por boca del profeta Oseas (cf. 2,16). (…)La cercanía a Dios permite al sacerdote tomar contacto con el dolor que está en nuestro corazón y que, si es aceptado, nos desarma hasta hacer posible un encuentro. La oración que, como el fuego, anima la vida sacerdotal es el grito de un corazón quebrantado y humillado, que -nos dice la Palabra- el Señor no desprecia (cf. Sal 50, 19). «Gritan y el Señor los escucha, / los libra de todas sus angustias. / Cercano está el Señor a los quebrantados de corazón, / salva a los espíritus quebrantados” (Sal 34, 18-19). Un sacerdote debe tener un corazón lo suficientemente «agrandado» para dar cabida al dolor del pueblo que le ha sido confiado y, al mismo tiempo, como centinela para anunciar la aurora de la gracia de Dios que se manifiesta precisamente en ese dolor. Abrazo, aceptar y presentar la propia miseria en la cercanía del Señor será la mejor escuela para poder, poco a poco, hacer lugar a todas las miserias y dolores que encontrará a diario en su ministerio, hasta llegar a ser él mismo como el corazón de Cristo Y esto preparará también al sacerdote para otra cercanía: la del Pueblo de Dios.En la cercanía a Dios, el sacerdote fortalece su cercanía a su pueblo; y viceversa, la cercanía a su Señor vive también en la cercanía a su pueblo. En la cercanía a Dios, el sacerdote fortalece su cercanía a su pueblo; y viceversa, la cercanía a su Señor vive también en la cercanía a su pueblo. En la cercanía a Dios, el sacerdote fortalece su cercanía a su pueblo; y viceversa, la cercanía a su Señor vive también en la cercanía a su pueblo. (…) «Debe crecer; Yo, en cambio, disminuyo” (Jn 3,30), dijo Juan Bautista. La intimidad con Dios hace posible todo esto, porque en la oración se experimenta el ser grande a sus ojos, y entonces ya no es problema para los sacerdotes cercanos al Señor hacerse pequeños a los ojos del mundo. Y allí, en esa cercanía, ya no da miedo conformarse con Jesús Crucificado, como se nos pide en el rito de la ordenación sacerdotal. (…)  
Proximidad al obispo Esta segunda cercanía durante mucho tiempo fue leída sólo de manera unilateral. Como Iglesia con demasiada frecuencia, e incluso hoy, le hemos dado a la obediencia una interpretación que dista mucho de la escucha del Evangelio. La obediencia no es un atributo disciplinario sino la característica más pro establece lazos que nos unen en comunión. Obedecer significa aprender a escuchar y recordar que nadie puede pretender ser poseedor de la voluntad de Dios, y que ésta debe ser comprendida sólo a través del discernimiento. Obediencia, por tanto, es escucha de la voluntad de Dios que se discierne precisamente en un vínculo. Esta actitud de escucha nos permite desarrollar la idea de que nadie es principio y fundamento de la vida, sino que todos deben confrontarse necesariamente con los demás. Esta lógica de proximidad -en este caso con el obispo, pero también se aplica a los demás- nos permite romper toda tentación de cierre, de autojustificación y llevar una vida «de soltero» o «de soltero» con toda sus obsesiones; por el contrario, nos invita a apelar a otras instancias para encontrar el camino que lleva a la verdad ya la vida. (…)El obispo, quienquiera que sea, sigue siendo para todo presbítero y para toda Iglesia particular un vínculo que ayuda a discernir la voluntad de Dios, pero no debemos olvidar que el obispo mismo puede ser instrumento de este discernimiento sólo si él también escucha la realidad de sus sacerdotes y del pueblo santo de Dios que le ha sido encomendado. Escribí en Evangelii gaudium: «Necesitamos practicar el arte de escuchar, que es más que oír. Lo primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace posible la proximidad, sin la cual no hay verdadero encuentro espiritual. Escuchar nos ayuda a identificar el gesto y la palabra adecuados que nos alejan de la condición pacífica de espectadores. Sólo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva podemos encontrar caminos de crecimiento, podemos despertar el deseo del ideal cristiano, la inquietud de responder plenamente al amor de Dios y el deseo de desarrollar lo mejor de cuanto Dios ha sembrado en los suyos. vida” (n. 171). No es casualidad que el mal, para destruir la fecundidad de la acción de la Iglesia, busque socavar los lazos que nos constituyen. La defensa de los vínculos del presbítero con la Iglesia particular, con el instituto al que pertenece y con el obispo hace fiable la vida sacerdotal. para destruir la fecundidad de la acción de la Iglesia, busca socavar los lazos que nos constituyen. La defensa de los vínculos del presbítero con la Iglesia particular, con el instituto al que pertenece y con el obispo hace fiable la vida sacerdotal. para destruir la fecundidad de la acción de la Iglesia, busca socavar los lazos que nos constituyen. La defensa de los vínculos del presbítero con la Iglesia particular, con el instituto al que pertenece y con el obispo hace fiable la vida sacerdotal. (…) La obediencia es la opción fundamental de acoger a quien se pone ante nosotros como signo concreto de ese sacramento universal de salvación que es la Iglesia. Obediencia que también puede ser confrontación, escucha y, en algunos casos, tensión. Pero no se rompe. Esto exige necesariamente que los sacerdotes oren por los obispos y sepan expresar su opinión con respeto, valentía y sinceridad. Requiere también humildad de los obispos, capacidad de escucha, de autocrítica y de dejarse ayudar. Si defendemos este vínculo, seguiremos nuestro camino con seguridad. (…)  
Cercanía entre sacerdotes Precisamente a partir de la comunión con el obispo se abre la tercera cercanía, que es la de la fraternidad. Jesús se manifiesta donde hay hermanos dispuestos a amarse: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). Incluso la fraternidad como la obediencia no puede ser una imposición moral externa a nosotros. La fraternidad es optar deliberadamente por buscar la santidad con los demás y no en la soledad. Un proverbio africano dice: “Si quieres ir rápido, ve solo; si quieres llegar lejos, ve con los demás». A veces parece que la Iglesia es lenta -y es verdad- pero me gusta pensar que es la lentitud de quienes han decidido caminar en fraternidad. (…)Las características de la fraternidad son las del amor. San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios (cap. 13), nos dejó un claro «mapa» del amor y, en cierto sentido, nos mostró hacia dónde debe tender la fraternidad. En primer lugar, aprender a tener paciencia, que es la capacidad de sentirse responsable de los demás, de llevar sus cargas, de sufrir en cierto sentido con ellos. Lo opuesto a la paciencia es la indiferencia, la distancia que construimos con los demás para no sentirnos involucrados en su vida. En muchos presbíteros se consuma el drama de la soledad, de sentirse solos. Uno se siente indigno de paciencia, de consideración. En efecto, parece que el juicio procede del otro, no de la bondad, no de la bondad. El otro es incapaz de disfrutar del bien que nos sucede en la vida, o yo también soy incapaz de ello cuando veo el bien en la vida de los demás. Esta incapacidad es envidia, (…) que tanto atormenta nuestros ambientes y que es un cansancio en la pedagogía del amor, no simplemente un pecado a confesar. (…) Para sentirnos parte de la comunidad, de “ser nosotros”, no hace falta ponerse máscaras que nos ofrecen sólo una imagen ganadora. En otras palabras, no necesitamos jactarnos, mucho menos inflarnos o, peor aún, asumir actitudes violentas, irrespetando a quienes nos rodean. (…) Porque un sacerdote, si de algo tiene que gloriarse, es la misericordia del Señor; conoce su propio pecado, su propia miseria y sus propias limitaciones, pero ha experimentado que donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (cf. Rm 5, 20); y esta es su primera buena noticia. (…) El amor fraterno no busca su propio interés, no deja lugar a la ira, al rencor, como si el hermano que está a mi lado me hubiera estafado de alguna manera. Y cuando encuentro la miseria del otro, estoy dispuesto a no recordar el mal recibido para siempre, a no convertirlo en el único criterio de juicio, hasta tal vez gozar de la injusticia cuando se trata de la misma persona que me hizo sufrir. El verdadero amor se regocija en la verdad y considera pecado grave atacar la verdad y la dignidad de los hermanos a través de la calumnia, la calumnia, el chismorreo. (…)Sin embargo, en este sentido no puede permitirse creer que el amor fraterno sea una utopía, y mucho menos un “lugar común” para suscitar bellos sentimientos o palabras de circunstancia en un discurso tranquilizador. No. Todos sabemos lo difícil que puede ser vivir en comunidad, (…)compartiendo el diario con los que queríamos reconocer como hermanos. El amor fraterno, si no queremos endulzarlo, acomodarlo, disminuirlo, es la “gran profecía” que estamos llamados a vivir en esta sociedad de desecho. Me gusta pensar en el amor fraterno como un gimnasio del espíritu, donde día a día nos confrontamos y tenemos el termómetro de nuestra vida espiritual. Hoy la profecía de la fraternidad sigue viva y necesita anunciadores; necesita personas que, conscientes de sus limitaciones y de las dificultades que se presentan, se dejen tocar, interpelar y conmover por las palabras del Señor: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os amáis los unos a los otros» (Jn 13.35). El amor fraterno, para los sacerdotes, no se queda cerrado en un pequeño grupo, pero se expresa como caridad pastoral (cf. Exhortación apostólica Postsin. Pastores dabo vobis, 23), que nos impulsa a vivirla concretamente en la misión. Podemos decir que amamos si aprendemos a declinarlo de la manera que describe San Pablo. Y solo aquellos que buscan amar están a salvo. Los que viven con el síndrome de Caín, en la creencia de que no pueden amar porque siempre sienten que no han sido amados, valorados, tomados en la debida consideración, al final viven siempre como un vagabundo, sin sentirse nunca en casa, y por por eso están más expuestos al mal: a hacerse daño ya hacer daño. (…) Me atrevo a decir que donde funciona la fraternidad sacerdotal y existen lazos de verdadera amistad, allí también es posible vivir con más serenidad la elección del celibato. El celibato es un don que la Iglesia latina custodia, pero es un don que, para ser vivido como santificación, requiere relaciones sanas, relaciones de verdadera estima y de verdadero bien que encuentren su raíz en Cristo. Sin amigos y sin oración, el celibato puede convertirse en una carga insoportable y en un testimonio contrario a la belleza misma del sacerdocio.  
Proximidad a la gente. (…)  Muchas veces he subrayado cómo la relación con el Santo Pueblo de Dios es para cada uno de nosotros no un deber sino una gracia. “El amor a las personas es una fuerza espiritual que favorece el encuentro en plenitud con Dios” (Evangelii gaudium, 272). Por eso el lugar de todo sacerdote está entre el pueblo, en una relación de cercanía con el pueblo. Destaqué en Evangelii gaudium que “para ser auténticos evangelizadores debemos desarrollar también el gusto espiritual de permanecer cerca de la vida de las personas, hasta descubrir que esto se convierte en fuente de mayor alegría. La misión es pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, es pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene, pero en ese mismo momento, si no estamos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se ensancha y se vuelve llena de afecto y de ardor hacia todo su pueblo fiel. Así redescubrimos que quiere servirse de nosotros para acercarnos cada vez más a su amado pueblo.(…)Él nos toma entre la gente y nos envía a la gente, para que nuestra identidad no pueda entenderse sin esta pertenencia” (n. 268). Estoy seguro de que, para comprender de nuevo la identidad del sacerdocio, hoy es importante vivir en estrecha relación con la vida real de las personas, junto a ellas, sin ninguna vía de escape. “A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una distancia prudente de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Esperar a que dejemos de buscar esos refugios personales o comunitarios que nos permitan alejarnos del nudo del drama humano, para que aceptemos verdaderamente entrar en contacto con la existencia concreta de los demás y conozcamos la fuerza de la ternura. . cuando lo hacemos, (…) 
Proximidad al Pueblo de Dios Una cercanía que, enriquecida con los «otros barrios», invita -y en cierta medida lo exige- a seguir el estilo del Señor, que es un estilo de cercanía, de compasión y de ternura, porque es capaz de caminar no como un juez sino como el Buen Samaritano, que reconoce las heridas de su pueblo, el sufrimiento vivido en el silencio, la abnegación y el sacrificio de tantos padres y madres para mantener a sus familias, y también la consecuencias de la violencia, de la corrupción y de la indiferencia, que a su paso intenta silenciar toda esperanza. Proximidad que nos permite ungir nuestras heridas y proclamar un año de gracia del Señor (cf. Is 61,2). Es crucial recordar que el Pueblo de Dios espera encontrar pastores al estilo de Jesús – y no «clérigos de estado»(…)o «profesionales de lo sagrado» -; pastores que saben de compasión, de oportunidad; hombres valientes, capaces de detenerse frente a los heridos y tenderles la mano; hombres contemplativos que, en la proximidad de su pueblo, puedan anunciar la fuerza obrante de la Resurrección sobre las heridas del mundo. Una de las características cruciales de nuestra sociedad «en red» es que abunda el sentimiento de orfandad. Conectados con todo y con todos, nos falta la experiencia de pertenencia, que es mucho más que una conexión. Con la cercanía del pastor se puede convocar a la comunidad y se puede favorecer el crecimiento del sentido de pertenencia; pertenecemos al Pueblo Santo fiel de Dios, que estamos llamados a ser signo de la irrupción del Reino de Dios en el hoy de la historia. Si el pastor se pierde, se va, hasta las ovejas se dispersarán y estarán al alcance de cualquier lobo. Esta pertenencia, a su vez, será el antídoto contra una deformación de la vocación que surge precisamente del olvido de que la vida sacerdotal se debe a los demás -al Señor y al pueblo a él confiado-. Este olvido está en la base del clericalismo y sus consecuencias. El clericalismo es una perversión porque se constituye sobre «distancias». Cuando pienso en el clericalismo, pienso también en la clericalización de los laicos: esa promoción de una pequeña élite que, en torno al sacerdote, acaba también desvirtuando su propia misión fundamental (cf. Gaudium et spes, 44). Recordemos que “la misión al corazón de la gente no es parte de mi vida, ni un adorno que me pueda quitar, no es un apéndice, ni un momento entre muchos de mi existencia. Es algo que no puedo erradicar de mi ser si no quiero destruirme. Soy una misión en esta tierra, y por eso estoy en este mundo. Debemos reconocernos marcados por esta misión de iluminar, bendecir, vivificar, aliviar, sanar, liberar” (Evangelii gaudium, 273). Quisiera relacionar esta cercanía al Pueblo de Dios con la cercanía a Dios, ya que la oración del pastor se nutre y se encarna en el corazón del Pueblo de Dios, cuando ora, el pastor lleva los signos de las llagas y de las alegrías de su pueblo, que en silencio presenta al Señor para que los unja con el don del Espíritu Santo. Es la esperanza del pastor que confía y lucha para que el Señor bendiga a su pueblo. Siguiendo la enseñanza de San Ignacio de que «no mucho conocimiento satisface y satisface el alma, sino sentir y gustar las cosas interiormente» (Ejercicios Espirituales, Anotaciones, 2, 4), hará bien que obispos y presbíteros se pregunten «cómo mis barrios van”, cómo estoy viviendo estas cuatro dimensiones que configuran mi ser sacerdotal de manera transversal y me permiten gestionar las tensiones y desequilibrios con los que nos enfrentamos todos los días. Estos cuatro barrios son una buena escuela para «jugar al aire libre», donde se llama al sacerdote, sin miedo, sin rigidez, sin reducir ni empobrecer la misión. Un corazón sacerdotal sabe de cercanía porque el primero que quiso estar cerca fue el Señor. Que visite a sus sacerdotes en la oración, en el obispo, en sus hermanos presbíteros y en su pueblo. Romper la rutina y perturbar un poco, despertar la inquietud -como en el tiempo del primer amor-, poner en marcha todas las capacidades para que nuestro pueblo tenga vida y vida en abundancia (cf. Jn 10,10). La proximidad del Señor no es una tarea adicional: es un don que Él hace para mantener viva y fecunda la vocación. Ante la tentación de cerrarnos en interminables discursos y discusiones sobre la teología del sacerdocio o sobre las teorías de lo que debe ser, el Señor mira con ternura y compasión y ofrece a los sacerdotes las coordenadas desde las que reconocer y mantener vivo el ardor por el misión: cercanía, cercanía a Dios, al obispo, a los hermanos presbíteros y al pueblo a ellos confiado. Cercanía al estilo de Dios, que es cercano con compasión y ternura. Gracias a ti por tu cercanía y paciencia. que está cerca con compasión y ternura. Gracias a ti por tu cercanía y paciencia. que está cerca con compasión y ternura. Gracias a ti por tu cercanía y paciencia.
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