Se autodestruye Occidente con la legalización de la eutanasia

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El 7 de enero se puso a la venta en Francia la última novela de Michel HouellebecqAnéantir [en francés, aniquilar], precedida, como todas las últimas, por una gran polémica. El escritor lleva tiempo denunciando la ruina de nuestra civilización por el abandono de su sustancia, en última instancia cristiana.

Con motivo de la aparición de la edición italiana, Giulio Meotti reflexiona en Il Foglio sobre el papel que Houellebecq está concediendo a la eutanasia y a la actitud hacia los ancianos en todas sus más recientes intervenciones públicas, entre ellas su nuevo libro. (Los ladillos son de ReL.)

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«Queremos volver a descubrir esa extraña moralidad que santificaba la vida hasta su último momento». Estas palabras de Michel Houellebecq explican la lucha que el autor de Anéantir está llevando a cabo contra la eutanasia. El tema está presente en todas sus últimas novelas y en sus últimas intervenciones públicas.

El caso Lambert

Primero, en un artículo publicado en Le Monde después de la eutanasia de Vincent Lambert. «El Estado francés ha conseguido llevar a cabo la hazaña: matar a Vincent Lambert», escribió Houellebecq: «El hospital tenía otras cosas en las que pensar que no mantener en vida a minusválidos».

Según Houellebecq, Lambert «no estaba en el final de su vida, sino que vivía en un estado mental especial, del que sería honesto decir que no sabemos prácticamente nada». Y aún más: «Es difícil para mí liberarme de la molesta impresión de que Vincent Lambert ha muerto por culpa de una mediatización excesiva, por haberse convertido, muy a su pesar, en un símbolo; se trataba, para la ministra de Sanidad, de convertirlo en un ejemplo: ‘De abrir una brecha’, como dicen, ‘de hacer que la mentalidad cambie'».

Vincent Lambert.

Vincent Lambert, a quien el Estado francés quitó la vida por deshidratación el 11 de julio de 2019.

Y el pasado abril, en otro texto, esta vez publicado en Le Figaro, cuando la Asamblea francesa discutía sobre el suicidio asistido. Y la rabia de Houellebecq amentó de nivel: «Tendré que ser muy explícito: cuando un país -una sociedad, una civilización- llega a legalizar la eutanasia, en mi opinión pierde todo derecho al respeto. Por consiguiente, no solo es legítimo, sino también deseable, destruirlo, de modo que algo distinto -otro país, otra sociedad, otra civilización- tenga la posibilidad de suceder».

Con la fuerza de la literatura

La posibilidad de una isla, la novela de 2005, está estructurada de forma muy parecida a la Biblia y cuenta la historia de la secta elohimita, un nuevo movimiento religioso que surge en Europa Occidental a principios del siglo XXI y que atrae a sus seguidores con la promesa de la inmortalidad a través de la clonación. En el transcurso de la narración, el elohimismo crece hasta convertirse en la mayor religión del planeta. Está a favor de la eutanasia como remedio para las «miserias» de la vejez.

«Sin embargo, el cuerpo invertido y deteriorado de los ancianos ya era objeto de una repugnancia unánime, y fue probablemente la ola de calor del verano de 2003, especialmente mortífera en Francia, la que provocó la primera toma de conciencia mundial del fenómeno». En el espacio de dos semanas, más de diez mil personas habían muerto; algunas solas en sus pisos, otras en hospitales o en residencias de ancianos, pero todas ellas habían muerto por falta de cuidados.

«En las semanas siguientes, el mismo periódico publicó una serie de reportajes atroces, ilustrados con fotos dignas de los campos de concentración, en los que se describía la agonía de los ancianos hacinados en las salas de los hospitales, cubiertos solo con pañales, gimiendo todo el día sin que nadie se acercara a rehidratarlos o a darles un vaso de agua, mientras las enfermeras intentaban en vano contactar con sus familias de vacaciones y se llevaban regularmente los cadáveres para hacer sitio a los recién llegados. «Escenas indignas de un país moderno», escribía el periodista, sin darse cuenta de que en realidad eran la prueba de que Francia se estaba convirtiendo en un país moderno, de que solo un país verdaderamente moderno era capaz de tratar a los ancianos como simples desechos, y de que ese desprecio por los ancianos sería inconcebible en África o en un país asiático tradicional. La indignación afectada que despertaron estas imágenes se calmó rápidamente, y la difusión de la eutanasia provocada -o cada vez más libremente permitida- iba a resolver el problema en las décadas siguientes».

Luego, en 2010, con El mapa y el territorio, Houellebecq relata el escalofriante encanto de Dignitas, la empresa suiza que ofrece una «muerte dulce y pacífica» por catálogo. «Su padre llevaba muerto, era obvio, varios días, sus cenizas debían de estar ya flotando en las aguas del lago de Zúrich. En internet descubrió que Dignitas (el nombre de la organización) era objeto de una denuncia por parte de una asociación medioambiental local. No fue por sus actividades; de hecho, los ecologistas en cuestión estaban encantados con la existencia de Dignitas, e incluso declararon su total solidaridad con su lucha; pero la cantidad de cenizas y huesos humanos que vertían en las aguas del lago era, en su opinión, excesiva, y era responsable de la propagación de una especie de carpa brasileña, recién llegada a Europa, en detrimento de la trucha alpina y, más en general, de los peces locales«.

El edificio en sí era deprimente. «Dignitas, se dio cuenta Jed al llegar frente al edificio unos cincuenta metros más adelante, estaba en un edificio de hormigón blanco de impecable banalidad, muy Le Corbusier en su estructura de vigas y columnas que despejaba la fachada y su falta de florituras decorativas, un edificio idéntico a los miles de edificios de hormigón blanco que componían los barrios semirresidenciales de todo el planeta».

Houellebecq amplía entonces el campo de lucha al «valor de mercado del sufrimiento y la muerte mayor que el del placer y el sexo». La muerte se paga muy bien: «Una eutanasia se facturaba a una media de cinco mil euros, cuando una dosis letal de pentobarbital sódico costaba veinte euros y una incineración barata probablemente no mucho más. En un mercado en auge, en el que Suiza tenía casi un monopolio, tuvieron que ganar mucho dinero».

«Anéantir» (aniquilar)

En Anéantir, Bélgica sigue a la vanguardia de esta práctica y los grupos de intervención sacan en secreto a algunos pacientes de los hospitales, pero son los meses y días previos al final los que dan a esta novela un giro conmovedor. Occidente envejece y avanza inexorablemente hacia la muerte. El cuerpo se encoge, el horizonte se oscurece, la vida es un triste hospital; sin embargo, es una oportunidad para reconectar con uno mismo, con los demás.

'Anéantir' en una librería.

«Anéantir» (‘Aniquilar’) se presenta como uno de los grandes «bestseller» del año en Francia y fuera, pues Houellebecq es uno de los autores franceses más universales. Foto: Twitter.

Como ya nadie mira a los moribundos, Houellebecq les sirve de megáfono: «Se acercó a la camilla: un hombre muy mayor, con el rostro demacrado, las manos entrelazadas sobre el pecho, respirando débilmente, parecía estar casi muerto, pero Paul creyó oír un débil jadeo. Cerca de la entrada, un enfermero o camillero, al que no pudo distinguir, estaba desplomado en un sillón, con los ojos clavados en la pantalla del teléfono móvil».

La crisis sanitaria del coronavirus no se menciona en Anéantir, pero la descripción de las residencias de ancianos está profundamente inspirada en lo que hemos visto en toda Europa: ancianos encarcelados, agonía sin mirada, funerales anónimos… «Hasta el final escribiré poesía, o incluso solo páginas indignadas contra la eutanasia», confesó el escritor a Jean Birnbaum, de Le Monde, hace unos días.

Los dos extremos de la vida

Lo hace desde Las partículas elementales, donde escribió: «Por un lado, está el feto, un pequeño grupo de células en estado de diferenciación progresiva, al que se le concedió una existencia individual autónoma solo a condición de un cierto consenso social (ausencia de defectos genéticos incapacitantes, acuerdo de los padres). Por otro lado, la persona mayor, un conjunto de órganos en estado de desintegración constante, que no podría invocar realmente su derecho a la supervivencia si sus funciones orgánicas no estuvieran suficientemente coordinadas: introducción del concepto de dignidad humana. Los problemas éticos que plantean las edades extremas de la vida (el aborto; luego, unas décadas más tarde, la eutanasia) iban a constituir así unos factores insuperables de oposición entre dos cosmovisiones, dos antropologías fundamentalmente antagónicas«.

Houellebecq estaba atacando el agnosticismo de principio que «iba a facilitar el triunfo hipócrita, progresista e incluso un poco solapado de la antropología materialista. Nunca evocados abiertamente, los problemas del valor de la vida humana se encontraron también exiliados de las almas individuales; se puede decir sin duda que contribuyeron en gran parte, durante las últimas décadas de la civilización occidental, a crear un clima general de depresión, por no decir de masoquismo«.

A Houellebecq le gusta mirar hacia el futuro. En Sumisión habló de la islamización de Francia, en Serotonina de los chalecos amarillos, en Las partículas elementales del nihilismo y en El mapa y el territorio de un país sin fábricas que vive del turismo procedente de China.
Anéantir está ambientada en 2027, mañana. Agathe Novak-Lechevalier, profesora de la Universidad de París-Nanterre y especialista en Houellebecq, declaró al semanario Le Point: «Anéantir es una enorme pesadilla, la pulverización del mundo. Houellebecq siempre ha denunciado la idea de que nuestras sociedades progresistas nos consideran productos desechables, que deben ser tratados como residuos cuando ya no son directamente útiles para la sociedad. Anéantir recoge las ideas que se expresaron sobre el asunto Vincent Lambert».

En Anéantirla familia es «el último polo que queda en torno al cual se organiza la existencia de los últimos occidentales» y «la reproducción artificial y la inmigración eran los dos medios utilizados por las sociedades contemporáneas para compensar el descenso de sus tasas de natalidad».

Houellebecq imagina una sociedad en la que la propia muerte ha sido evacuada. Lo llama «la máxima indecencia» y pronto decidieron que «debía ocultarse lo más posible». Las ceremonias fúnebres se acortaron -la innovación técnica de la cremación permitió acelerar considerablemente los procedimientos- y las cosas quedaron más o menos «resueltas». «En los estratos más ilustrados y progresistas de la sociedad se decidió evitar incluso el proceso de morir. Las estancias prolongadas en el hospital se han convertido en la excepción, la decisión de la eutanasia se toma generalmente en pocas semanas, incluso días. El esparcimiento de las cenizas se hace de forma anónima, por un familiar cuando lo hay, o por un joven empleado de la notaría».

Autodestrucción de Occidente

Pero, advierte Houellebecq, el riesgo es acabar en una distopía. «Nuestra sociedad tiene un problema con la vejez; un grave problema que podría llevarla a la autodestrucción. La verdadera razón de la eutanasia es que no soportamos a los ancianos, no queremos ni saber que existen, así que los mantenemos en lugares especiales, fuera de la vista de otros seres humanos. Hoy en día, casi todas las personas consideran que el valor de un ser humano disminuye a medida que envejece».

Como explica Louis Betty en su monografía sobre Houellebecq Sin Dios, desde un punto de vista sociológico y fáctico «algo en esta visión de la decadencia social terminal es sin duda exagerado, pero Houellebecq pone en escena la teoría de la secularización como el declive social e institucional de la tradición europea, en particular del catolicismo francés. Al crear un universo de horror materialista en el que el suicidio goza de una apología cultural generalizada, el materialismo es la visión del mundo dominante y la libertad sexual es casi total, Houellebecq explora el declive de la moral católica». En este sentido, es el último gran escritor católico de nuestro tiempo.

Una civilización muere, dice Florent-Claude Labrouste, el protagonista de Serotonina, «sin preocupaciones ni peligros ni dramas y con muy poca carnicería; una civilización muere solo de cansancio, de autodesprecio«.

La decadencia es el trasfondo de Anéantir. Houellebecq lo llama «una fuerza oscura y secreta», cuya naturaleza podría ser psicológica, sociológica o simplemente biológica. «La ideología progresista insistía en ignorar el problema con la ingenua creencia de que el atractivo del beneficio podía sustituir a cualquier otra motivación humana y podía proporcionar, por sí solo, la energía mental necesaria para mantener una organización social compleja. No sabíamos lo que era, pero era terriblemente importante porque todo lo demás dependía de ello, tanto la demografía como la fe religiosa y, en última instancia, la voluntad de vivir de los hombres y el futuro de sus civilizaciones. Puede que el concepto de decadencia fuera difícil de entender, pero era una realidad poderosa».

La etapa final de la autodeterminación es la autodestrucción.

 

Traducido por Elena Faccia Serrano, incluidos los textos de Houellebecq.

ReL.

18 de enero de 2022.

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