* Reflexión para meditar el miércoles de la semana treinta y uno del tiempo ordinario.
* Los temas propuestos son: dejar todo por Cristo es un regalo; primero considerar los dones recibidos; el fruto de llevar la Cruz.
SAN LUCAS, en el Evangelio de la Misa de hoy, nos pone ante unas palabras de Jesús que quizá nos han sorprendido alguna vez: «Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos y a sus hermanos y a sus hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,25). En diversos textos del Antiguo Testamento, «amar y odiar» se usa como indicación de preferencia definitiva, como elección fuerte. Se dice que Jacob amaba a Raquel y odiaba a Lía (cfr. Gn 29,30), o que el Señor amó a Jacob y odió a Esaú (cfr. Rm 9,13). En ese sentido, las palabras de Jesús nos enseñan que seguir sus pasos está por encima de cualquier otro camino en esta tierra. «Debemos tener caridad con todos, con los parientes y con los extraños, pero sin apartarnos del amor de Dios por el amor de ellos»[1], comentaba san Gregorio Magno. También «se podrían traducir las palabras de Cristo por amar más, amar mejor, por no amar con un amor egoísta ni tampoco con un amor a corto alcance: debemos amar con el amor de Dios»[2].
Solo cuando descubrimos que lo que Jesús nos pide es, en realidad, un regalo, el agradecimiento posibilita una respuesta generosa. Jesús no deja de llamar a ninguno. Con todos quiere compartir lo más grande que tiene, un amor verdadero e incondicional, y por eso nos pide estar libres para tomarlo. Es entonces cuando las demás realidades terrenas adquieren su justo peso y se sitúan en el lugar adecuado de nuestra existencia. En otro momento de la vida de Jesús, le escuchamos decir: «En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, hermanos o hermanas, madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, que no reciba en este mundo cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna» (Mc 10,29-30).
DESPUÉS DE llamar a sus oyentes a una entrega total, Jesús emplea dos ejemplos algo desconcertantes. En primer lugar les habla de un hombre que decidió construir una torre y no se sentó a calcular cuánto le iba a costar. En el segundo caso, les plantea la batalla que un rey va a entablar con otro monarca y alude a la necesidad de sentarse a deliberar si es posible la victoria. Resulta extraño que Jesús, justo después de haber pedido darlo todo, hable de cálculos y de deliberaciones.
Quizá su objetivo sea precisamente hacernos pensar sobre una constante en su vida: que la entrega verdadera siempre surge de considerar atentamente un don previo; de hecho, la entrega misma, aunque parezca que somos solo nosotros quienes la ponemos en acto, en realidad es movida silenciosamente por Dios. En la noche previa a su Pasión, Jesús se adelantó con sus palabras al sacrificio redentor diciendo: «Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente» (Jn 10,18). Y, para que no quede duda, entrega su vida en medio de la alegría: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer» (Lc 22,15). La entrega total surge del agradecimiento ante un gran regalo que se ha recibido gratuitamente. Jesús agradece a su Padre toda la bondad que está a punto de derramar sobre el mundo, reconoce que se siente dichoso de poder participar en esa redención de los hombres. Solo de ahí brota una entrega sin cálculos y sin medidas.
Con los ejemplos del Evangelio, podemos considerar qué es lo que hemos recibido y ver con qué medios contamos. Si queremos construir una torre para llegar al cielo, o ganar la batalla de nuestra vida, debemos considerar primero cuáles son nuestras armas. Muchas veces no nos falta sinceridad en nuestros propósitos ni deseos de corresponder a Dios, pero nos puede hacer falta considerar cuál es la fuerza y el medio más valioso con el que contamos: la llamada del Señor y él mismo. Si vemos a Dios como un competidor, es fácil que percibamos sus peticiones como una pérdida para nosotros. Si lo descubrimos en nuestro bando, de nuestra parte, entonces nos lanzamos a construir lo que haga falta.
LLAMA LA atención una coincidencia quizá insignificante en los dos ejemplos que propone Jesús: antes de iniciar la construcción y antes de entrar en la batalla, ambas decisiones deberían tomarse estando sentados. Sentarse a considerar si podremos construir la torre o si seremos capaces de vencer en una batalla, puede significar recogerse en nuestro interior para discernir si nuestra confianza está puesta principalmente en Dios y no ceder a la autosuficiencia; menos aún, a atajos que nos llevan a solucionar las cosas con una astucia mundana. Esta batalla interior es la primera y fundamental para después seguir a Cristo con magnanimidad. Se puede decir, por tanto, que «existe una guerra más profunda que todos debemos combatir. Es la decisión fuerte y valiente de renunciar al mal y a sus seducciones y elegir el bien, dispuestos a pagar en persona: he aquí el seguimiento de Cristo, he aquí el cargar la propia cruz»[3].
Cuando se vive para las grandezas de Dios y fiados en él, entonces incluso las «pequeñas molestias, sufridas y abrazadas con amor, son agradabilísimas a la divina Bondad, que por solo un vaso de agua ha prometido a sus fieles el mar inagotable de una bienaventuranza cumplida. Y como estas ocasiones se encuentran a cada instante, si se aprovechan son excelente medio de atesorar muchas riquezas espirituales»[4]. San Josemaría, un día que participaba en una bendición con un fragmento del Lignum Crucis, comentó a los que estaban con él: «Después de que nos den la bendición, vamos a besar la cruz, pero diciendo sinceramente que la amamos, porque ya no vemos en la cruz lo que nos cuesta o lo que nos pueda costar, sino la alegría de poder darnos, despojándonos de todo para encontrar todo el amor de Dios»[5].
La Virgen María supo estar al pie de la cruz y dejarlo todo, incluso a su hijo, en manos de Dios. Quizá una acción de gracias brotó de su corazón al comprobar lo que Dios hace por los hombres y hasta qué punto nos ama, aunque eso conllevaba el dolor de prescindir temporalmente de Jesús. «En medio de las tinieblas de la Pasión y de la muerte de su Hijo siguió creyendo y esperando en su resurrección, en la victoria del amor de Dios»[6].
[1] San Gregorio Magno, Homilías sobre los evangelios, 37,3.
[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 97.
[3] Francisco, Ángelus, 8 de septiembre de 2013.
[4] San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 35.
[5] San Josemaría, Palabras del 14-IX-1969, citadas en Javier Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 2000, p. 217.
[6] Francisco, Audiencia, 1-III-2017.