¿Hay algo peor que el pecado? La respuesta es “si”, y se llama corrupción espiritual, no se trata de la fragilidad humana por la que caemos en pecados o situaciones que no hemos querido hacer o que no hemos podido resistir, y de la que es posible levantarnos con la ayuda de Dios y nuestra voluntad de cambio; no es la sola fragilidad humana y la natural inclinación al pecado de la que san Pablo decía: “porque el bien que quiero hacer no lo hago y hago el mal que no quería hacer”.
La corrupción espiritual es la que al cegarnos nos presenta lo inmoral como lícito, el mal como bien, y el pecado como un prejuicio del pasado o algo connatural al hombre. Es no aceptar con amor y humildad la verdad, sino hacer propio el relativismo por el que cada quien tiene su verdad. Pensamos autocomplacientes que hagamos lo que hagamos y así pecamos con cinismo y hasta arrogancia, Dios nos perdonará sin que nos arrepintamos y cambiemos nuestra conducta, como si el perdón fuera una obligación y no un acto de justicia y misericordia.
Un signo de la corrupción espiritual es el conformismo en el que nos llegamos a instalar, por el que se acepta todo, incluso la injusticia, la maldad y perversidad porque ya no hay interés en buscar y defender los ideales que transcienden a la propia persona, en especial los que tienen que ver con la justicia, la dignidad, la moral, el orden social, y nuestro destino final que puede ser la salvación o la condenación eterna. El hombre en tales circunstancias lo acepta todo porque así se siente bien, no quiere complicarse la vida, adormece la conciencia y el prójimo le tiene sin cuidado.
La corrupción moral no solo es la ruina de los individuos sino de la misma sociedad, el resultado final es la destrucción del orden social, de la familia, de la convivencia humana, y conduce a la persona al vacío existencial, a la desesperación y la muerte. Los creyentes debemos tener mucho cuidado en no mundanizarnos, lo nuestro no es acoplarnos al mundo y su mentalidad mala y perversa, sino luchar contra el, pues la vida cristiana nunca será conformidad con el mundo cuyo príncipe es Satanás, sino una batalla crucial que durará hasta el momento de nuestra muerte.