Dos misioneros españoles en las fronteras del mundo conocido fueron asesinados por indios caníbales en octubre de 1683 en el Valle del Zenta (actual Argentina), y el Papa Francisco acaba de reconocer su muerte como motivada por el odio a la fe, por lo que serán proclamados mártires y beatos, para alegría de la diócesis de Nueva Orán, que los celebrará como sus santos propios.
Se trata de Pedro Ortiz de Zárate, que había sido rico y alcalde y se fue de misiones con 60 años, y Juan Antonio Solinas, veterano de las guerras jesuitas y guaraníes contra los esclavistas portugueses.
Un día después de celebrarse la fiesta de la Hispanidad y sus tradicionales debates sobre el papel de España en la construcción de Hispanoamérica, el Papa reconoce el heroísmo y la entrega por amor a Cristo de los misioneros que acudían a fronteras peligrosas sabiendo que podían ser asesinados por indios violentos.
Los devotos de los mártires del Zenta, como se los conoce, querrían también reconocer el martirio de los 18 laicos que fueron asesinados por los indios en el mismo ataque, entre los que había blancos, indios, un mulato y un negro, pero la causa, por el momento, se ha centrado en los dos clérigos, los mejor documentados, ya que de los otros no se conoce ni el nombre (aunque si el sexo y la raza).
Las vidas de Zárate (encomendero viudo) y Solinas (veterano soldado de las guerras contra esclavistas), dan para una película o teleserie.
Una celebración de los mártires del Zenta en 2017 en su santuario en Argentina
El rico heredero y alcalde que se hace misionero a los 60 años
El caso de Pedro Ortiz de Zárate no es frecuente. Su abuelo, del mismo nombre, fue uno de los fundadores de la presencia española en Jujuy, la región del noroeste argentino que hace frontera con Chile y Bolivia actualmente. El mártir nació en 1622, único hijo varón de un encomendero y, por lo tanto, uno de los poderosos del lugar. Su madre murió cuando tenía 11 años y su padre cuando tenía 16. Quedó como jovencísimo heredero de una rica encomienda. A los 22 años ya fue nombrado alcalde de Jujuy.
En su juventud conoció a religiosos que murieron mártires, como Gaspar Osorio, Antonio Ripario y Sebastián Alarcón, asesinados por indios chiriguanos en El Chaco en 1639.
Pedro se casó en 1644, con 22 años. Era un matrimonio que resolvía un conflicto entre grandes familias y aportaba paz a la región. Administraba un territorio enorme, con población india de diversas etnias y también española. Tuvieron dos hijos, pero su esposa, Petronila, murió tras diez años de matrimonio. Pedro quedó viudo con 33 años y dejó la educación de sus hijos a cargo de su suegra.
A los 36 años se ordenó sacerdote y estudió filosofía y teología con los jesuitas, aunque no entró en la Compañia. Dejó sus riquezas para dedicarse a tareas humildes. A los 39 años era nombrado párroco de Jujuy, donde había sido alcalde. Defendía a los indios en las encomiendas y abría capillas en cada una (lo que les aportaba un refugio sagrado). Repartía pan entre los enfermos. Dedicó 24 años a la parroquia. Hacía venir músicos de Perú, que él pagaba, para mejorar la liturgia.
En 1682 llegó un permiso del Rey para que Pedro, ya casi con 60 años, pudiera ir a intentar evangelizar a los violentos indios del Chaco, donde habían muerto los pioneros jesuitas 43 años antes.
Él escribió su estado de ánimo: “Estando ya en el umbral de los sesenta años y dada la poca salud a causa de los continuos sufrimientos, deseo ardientemente gastar aquello que me queda de la vida en esta empresa”.
Juntó 30 soldados y otros 30 indios armados. Obtuvo mercancías para poder compartir con los indios paganos: vacas, mulas, tabaco, yerba del Paraguay, tela y algodón.
De las guerras contra los bandeirantes a la última frontera
El otro mártir que reconoce el Papa es Juan Antonio Solinas, nacido en 1643 en Oliena (isla de Cerdeña, en la monarquía hispánica hasta el siglo XVIII). Estudió con los jesuitas de Cerdeña, se ordenó sacerdote en Sevilla en 1673 y llegó a Buenos Aires al año siguiente. Trabajó en las misiones entre los ríos Paraná y Uruguay y aprendió bien la lengua guaraní. “Era ayuda para los pobres, a los que proveía sustento y vestido: médico para los enfermos, que curaba con gran delicadeza; y universal remedio de todos los males del cuerpo. Por esto los indios lo veneraban con afecto de hijos”, escribió un contemporáneo.
En 1678 Solinas se vio implicado en curaciones milagrosas. Por ejemplo, llevaba niños enfermos a una capilla, pedía la intercesión de San Ignacio y se curaban. Una mujer, tras un parto, no dejaba de sangrar, pero él le puso un anillo que había estado en la mano de San Francisco Javier y y se detuvo la hemorragia. Era un confesor al que buscaban los españoles de Corrientes y los indios hohonás.
En 1680 participó, con otros tres sacerdotes jesuitas, en una expedición de 3.000 indios guaraníes armados contra una fortaleza de esclavistas portugueses, los llamados ‘bandeirantes‘. El ‘ejército’ guaraní acudía con permiso de las autoridades españolas y con asesores jesuitas, cruzando mil kilómetros de terreno salvaje. Hubo lucha y ganaron los guaraníes. Solinas, como sacerdote, confesó y ungió a todo tipo de moribundos: españoles, portugueses, tupis y guaraníes.
Tres años después, cuando se sumó a la aventura evangelizadora de Zárate hacia el Chaco, tenía 40 años.
Los indios del Chaco: caníbales y enfrentados en guerras
El jesuita Tomás Dombidas, en la habitual carta anual que se enviaba a Europa, explicó que muchas de las tribus del Chaco “se sustentan de carne humana”. Sin embargo, pertenecían a etnias y tribus distintos: chiriguanos, tobas, mocobíes, vilelas, abipones y otros.
Cada tribu tenía un jefe que mandaba poco, excepto en tiempos de guerra, que eran frecuentes. Según antropólogos y estudiosos actuales, los indios admitían que existían una divinidad suprema, pero lejana e irrelevante, llamada Hojtój (Gran Espíritu), a la que no rendían culto. Mucho más cercano en su vida era el dios maligno Tac-juaj, al que había que aplacar con sacrificios.
Subir 4.500 metros, bajar a los ríos y fundar un fuerte
La expedición misionera desafió a una naturaleza salvaje y descomunal. Escalaron los 4.550 metros de la precordillera Salto–Jujeña, después bajaron a pantanos y ríos desbordados por la temporada de lluvias. Los mosquitos desfiguraban por igual a blancos e indios.
En el Valle del Zenta fundaron un fuerte llamado San Rafael, que iba a ser su centro de actividad. Al principio les protegían 30 soldados blancos y 30 indios, pero al menos 4 soldados españoles se escaparon en cuanto pudieron.
Con regalos y amabilidad, atrajeron al fuerte a unas 400 familias de indios ojotas, taños y tobas. Algunas tribus acudían buscando protección frente a los ataques de otras.
Se busca misionero con estas características…
Don Pedro y el padre Solinas escribieron una carta pidiendo que vienera otro misionero y explicando el perfil que debía tener: “Primero, debe ser totalmente desprendido del mundo y bien resuelto en los peligros y dificultades; segundo, su caridad debe ser suma, para nada miedoso, con un rostro alegre, un corazón amplio, sin escrúpulos impertinentes, porque debe tratar con gente desnuda, no muy diferente de las fieras. Su Reverencia no debería enviar a quien no tuviera tales cualidades, porque sería más un peso que una ayuda”.
Solinas escribió a los jesuitas explicando su deseo de ir a los indios vilelas: «Toda esta gente unida y que viene poco a poco, se muestra satisfecha no sólo porque cree en las verdades que le hemos presentado, sino también porque está convencida de que nosotros nos quedaremos con ellos y no los abandonaremos, ni mucho menos los obligaremos, como pasó hace diez años, a ir a las tierras de los españoles. Al contrario los evangelizaremos y convertiremos en su mismo territorio, y les daremos los alimentos necesarios y todos los otros beneficios posibles. ¡Que Dios tenga cuidado de nosotros!”
Ilustración clásica recordando a los mártires del Zenta, los dos clérigos (don Pedro el más mayor, con 60 años) y los laicos, según sus razas: dos españoles, un mulato, un negro, una indígena, dos niñas, 16 indios… sus nombres se desconocen
La matanza del Valle de Zenta
En octubre, los dos sacerdotes y algunos acompañantes estaban en su capillita en medio de una pradera rodeada de bosques, en las cercanías del río Bermejo y del río Santa María, esperando una caravana que traía provisiones desde Salta. Con los sacerdotes estaban dos españoles, un mulato, un negro, una mujer indígena, dos niñas y dieciséis indios. Querían redirigir la ruta de la caravana para que no asustase a los indios de San Rafael.
Entonces se presentaron 500 indios o más con armas y pinturas. Unos 150 eran tobas. El resto eran guerreros motovíes con 5 caciques. No había entre ellos niños ni mujeres.
Durante unos días les rodearon. Los misioneros les ofrecieron regalos, vestidos y alimentos, y los indios respondían con sonrisas, pero sin dejarles moverse, como si esperaran más refuerzos. Un cacique amigo, de los indios mataguayos, advirtió en secreto a los sacerdotes que iban a ser asesinados.
La mañana del 27 de octubre de 1683 los sacerdotes oraron y celebraron misa. Después hablaron de Dios con sus asediadores, en tono amistoso.
Por la tarde, los indios, al parecer azuzados por hechiceros de sus clanes, cargaron con flechas, lanzas, garrotes y macanas, contra los misioneros y todos sus acompañantes.
Los mataron, los desnudaron, les clavaron una flecha a cada uno ya muertos y les cortaron a todos la cabeza, para llevárselas. Dicen las crónicas de la época que era costumbre entre estas tribus beber de los cráneos de los enemigos hasta caer desmayados.
Un indio de la misión pudo escapar a caballo y contar lo sucedido. Cuando llegaron tropas españolas desde Salta, el sargento mayor Lorenzo Arias quería atacar y matar a los culpables, pero el padre Diego Ruiz que le acompañaba lo impidió. «Hemos venido a convertir infieles, no a matarlos», dijo el sacerdote.
Ahora la Iglesia celebrará como mártires a Pedro Ortiz de Zárate y al jesuita Juan Antonio Solinas. Del resto de los asesinados en esa matanza, sabemos sus razas y sexo, pero no sus nombres. En los iconos y representaciones artísticas, los dos pastores no aparecen sin sus compañeros blancos, negros o indios. Su historia se contará y recordará en las 27 parroquias de la diócesis de Nueva Orán, donde hoy viven unos 330.000 católicos.
En Palpala recuerdaban en 2018 la figura de don Pedro, que fue encomendero, alcalde y párroco antes de ir de misionero a una frontera peligrosa con 60 años