Descuida la Iglesia lo más importante: el culto a Dios. Tendencia a desacralizar la liturgia

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El descuido de muchas celebraciones, el lugar de culto visto como el aula de una asamblea, la aversión a la solemnidad, nacen de una incomprensión de fondo a la que Joseph Ratzinger dio una respuesta magistral en una de sus obras más importantes.

 

¿Qué es la liturgia de la Iglesia?

¿Qué hay en el centro de la Santa Misa?

La experiencia ritual de los católicos, si han sido bien catequizados, puede centrarse en recibir el Cuerpo de Cristo en la Santa Comunión. También la proclamación de la Palabra de Dios tiene un lugar central en la celebración eucarística. Algunos subrayan ritos como el intercambio de la paz, que expresan y refuerzan el sentido de comunidad. Durante siglos, las creaciones musicales y artísticas han cubierto de belleza la liturgia. Sin embargo, ninguna de estas respuestas llegan al meollo de la cuestión.

 

El sacerdocio de Cristo

 

La clave para comprender el esplendor de la liturgia la da la constitución del Concilio Vaticano II Sacrosanctum Concilium, que reafirma un principio importante formulado por santo Tomás de Aquino, a saber: la liturgia es «el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo» (SC, n. 7). La liturgia es la plenitud del culto divino ofrecido por el Christus totuus (utilizando una frase amada por san Agustín en su exégesis de los Salmos): Cristo entero, Cabeza y miembros de su cuerpo místico, que es la Iglesia.

Quienes participan en este ejercicio del sacerdocio de Cristo son el ministro ordenado, que actúa en la persona de Cristo cabeza (in persona Christi capitis) en virtud de su ordenación sacerdotal, y los fieles bautizados como miembros del cuerpo místico. A través de este culto sacerdotal Dios elige santificar a su pueblo por medio de signos que los sentidos pueden percibir. Por consiguiente, Sacrosanctum Concilium introduce la noción de sacralidad de la liturgia cuando explica: «En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia» (n. 7).

La liturgia de la Iglesia y, sobre todo, la Santa Misa, es una acción sagrada que tiene sus formas concretas y materiales de expresión. Por consiguiente, necesita su lugar, su templo y sus objetos, que están dedicados específicamente, para que pueda celebrarse como acción sagrada. Por ello, en relación con esta acción sagrada, se habla también de espacio sagrado, templo sagrado y objetos sagrados.

En lo que atañe a los objetos sagrados, se puede distinguir entre una idoneidad intrínseca relacionada con el fin sagrado y un proceso de recepción como sagrado. Este proceso de recepción puede asumir la forma de aceptación gradual como, por ejemplo, la introducción de la casulla como paramento litúrgico. En origen, la casulla era el hábito externo común que vestían los ciudadanos romanos acomodados en la Antigüedad tardía (paenula). Distintivos del uso litúrgico de un paramento sacerdotal eran su calidad material y el hecho de estar reservado para el culto. Sin embargo, la casulla se reveló intrínsecamente adecuada para el uso sagrado porque, al cubrir completamente al obispo o al sacerdote, orientaba la atención sobre su acción in persona Christi capitis más que sobre su individualidad. Además, el proceso de recepción se puede producir por convenciones desde tiempo inmemorable, como el uso del incienso que, por su gran valor, su perfume y el hecho de que el humo asciende hacia lo alto, se presta fácilmente al culto litúrgico. Si bien al inicio del cristianismo se rechazó por sus connotaciones paganas, al final fue adoptado como símbolo de las oraciones de los fieles que ascienden a Dios.

 

Una pedagogía divina

 

Existe otro argumento que hay que considerar: desde el punto de vista cristiano, la sacralidad en la liturgia se basa en su carácter sacramental.

Cuando Sacrosanctum Concilium, en el n. 7, afirma que en la liturgia, que es el ejercicio del sacerdocio de Cristo, la santificación del hombre está simbolizada y, al mismo tiempo, realizada por signos que los sentidos pueden percibir, es obvio que se refiere a los sacramentos. Ahora bien, los ritos fundamentales de los sacramentos -forma y materia en la terminología escolástica- se distinguen por una magnífica humildad y sencillez. La liturgia, como acción sagrada, rodea estos ritos fundamentales con otros ritos y ceremonias que los ilustran y ayudan a los fieles a comprender mejor el gran misterio que se hace presente. La realidad divina de los sacramentos, que está velada y oculta a los sentidos, es traducida en signos perceptibles y, por tanto, más accesibles a nuestra comprensión. El objetivo es que la comunidad cristiana «instruida por las acciones sagradas» (sacris actionibus erudita), como dice una antigua oración del Sacramentario Gregoriano, esté adecuadamente dispuesta a recibir de la mano de Dios dones aún mayores.

Por consiguiente, el carácter sagrado de la liturgia puede ser considerado como parte de una pedagogía divina. Para santo Tomás de Aquino, los elementos de institución humana en los sacramentos, aun no siendo esenciales para ellos, pertenecen a la «solemnidad» (solemnitas) que sirve para despertar la devoción y la reverencia en quienes los reciben, sobre todo en la Santa Eucaristía (cfr. Suma Teológica, III, q. 64, a. 2, ad 1; III, q. 83, a. 4, co.; III, q. 66, a. 10, co.).

Propongo ver en la sacralidad de la liturgia la expresión necesaria de su sacramentalidad. En consecuencia, tendríamos que preguntarnos si los teólogos católicos que han apoyado el impulso hacia una desacralización aceptan realmente la realidad sacramental.

 

Mezcla de tinieblas y luces

 

En su libro El espíritu de la liturgia. Una introducción, Joseph Ratzinger ofrece otra perspectiva sobre el significado de lo sagrado en el cristianismo cuando responde a los teólogos críticos con la idea de que existen un tiempo sagrado y un espacio sagrado. Su crítica toma como base escritural el anuncio de Cristo, en el evangelio de Juan, de un culto «en espíritu y verdad» (Jn 4,23-24). Este texto es utilizado correctamente para significar el paso del sacrificio en el Templo al culto universal; sin embargo, sería equivocado sacar la conclusión de que dicho culto universal ya no está vinculado a los marcos y a los límites de lo sagrado.

El entonces cardenal recuerda que vivimos en el tiempo del «todavía no», es decir, aún no hemos pasado a la Nueva Jerusalén, donde Dios mismo y el Cordero constituyen el Templo (Ap 21,22-23). Ciertamente, con la revelación del Hijo de Dios esta nueva realidad ya ha entrado en nuestro mundo, pero solo de manera incoativa, como en el «tiempo de la aurora en el que se mezclan la oscuridad y la claridad» (p. 76), escribe Ratzinger haciendo referencia a un comentario de san Gregorio Magno al pasaje de san Pablo: «La noche está avanzada, el día está cerca» (Rm 13,12).

El nuestro es el tiempo de la Iglesia, un estado intermedio entre el «ya» y el «todavía no». En este estado, «siguen vigentes las condiciones empíricas» (p. 76) y por esto la distinción entre lo sagrado y lo profano aún tiene sentido, si bien esta distinción no es concebida como una separación absoluta. Según los Padres de la Iglesia, este tiempo puede ser descrito como «la imagen entre la sombra y la realidad», resaltando el carácter dinámico de lo sagrado: a través de él, el mundo entero debe transformarse en el culto y la adoración de Dios, pero esto se realizará plenamente solo al final de los tiempos.

La existencia humana en este mundo está estructurada por el espacio y el tiempo y lo mismo vale para la oración y el culto divino. Así, cada generación de cristianos se encuentra ante la tarea de entrar en la liturgia como acción sagrada, no hecha y rehecha por nosotros, sino recibida por la tradición de la Iglesia. De este modo, la liturgia puede mostrar su verdadero esplendor a un mundo que la necesita.

 

Publicado por Uwe Michael Lang.

Il Timone.

Traducido por Verbum Caro

para InfoVaticana.

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