La ideología de género impuesta en los colegios y difundida por los medios de comunicación se traduce, a través de las redes sociales más seguidas por los adolescentes, en una auténtica epidemia de menores confundidos sobre su propia identidad sexual.
Abigail Shrier ha consagrado a este problema un libro desgarrador, Un daño irreversible, centrado en las chicas adolescentes, con diferencia las más perjudicadas, pero los datos de crecimiento de las peticiones de cambio de sexo son abrumadores en todos los tramos de edad.
Cifras de un negocio en expansión
En un reciente reportaje en Tempi, Caterina Giojelli recoge algunos de Italia. De 300 solicitudes de jóvenes entre 13 y 17 años en toda Italia en los últimos catorce años, se ha pasado a 50 en 2020 solo en un centro especializado de Roma, en el que se registra un aumento del 150% en los tres primeros meses de 2021, y a 37 casos en otro centro de Florencia solo entre 2019 y 2021. Una parte muy importante de esos jóvenes acaban sometidos a tratamiento de bloqueamiento de la pubertad, y algunos de ellos mutilados mediante intervención quirúrgica. Es un negocio en expansión, que espera pasar en el país transalpino de los 267 millones de dólares actuales a los 782 millones en 2027.
‘Un daño irreversible‘ de Abigail Shrier, traducido a varios idiomas y un bestseller a pesar de las coacciones y censuras que ha sufrido su distribución, denuncia el daño masivo causado a las chicas por la ideología de género en la percepción de sí mismas y su sexo, con consecuencias físicas devastadoras.
Y esto también explica las prisas con las que las clínicas especializadas remiten a tratamientos hormonales a niños y adolescentes sin apenas examen psicológico, como denunció el Times, y fue corroborado por dos ex fisioterapeutas, respecto a la clínica londinense Tavistock, especializada en ‘transiciones’.
Nuestro sexo es parte de nuestra realidad
¿Responden estos tratamientos a alguna necesidad real para los niños afectados?
En el citado reportaje en Tempi, Mario Binasco, psicoanalista lacaniano y profesor del Instituto Pontificio Juan Pablo II para Estudios sobre Matrimonio y Familia en la Pontificia Universidad Lateranense, recuerda que “todos nacemos con un cuerpo y con un sexo”, y la infancia es la etapa en la que empezamos a saber qué hacer con ello: “Todos nos apegamos a nuestro cuerpo, pero todos estamos un poco ‘en desacuerdo’ con algunos aspectos de él”.
Es normal que la propia comprensión sobre los órganos sexuales y nuestra ‘relación’ con ellos, con su funcionamiento e incluso con las expectativas personales y sociales genere alguna inquietud: “El hecho es que no hay nadie eximido de encontrar la solución a la ecuación personal del sexo, y hay ecuaciones que admiten más de una solución, y otras que no admiten ninguna”. Este hecho, sin embargo, no tiene por qué llevarnos a “apartarnos de la realidad”. La realidad de lo que somos.
Las personas transexuales, explica Binasco, aspiran a deshacerse “de un cuerpo que sienten terriblemente real y en conflicto con su subjetividad” y tienen la certeza de que “la respuesta a este malestar se encuentra en el otro sexo”. Pero ¿es esto así?
“No es sorprendente que se quiera huir de la realidad”, responde el experto, “porque la realidad es aquello que no te pide permiso para existir, para plantearte obstáculos o para hacerte depender de ella… El propio cuerpo y el propio sexo son trozos de realidad, y por tanto pueden producir malestar al sujeto de muchas formas distintas”. Y si ese malestar se vuelve “insoportable”, un puede querer “deshacerse de la realidad”.
Un producto de mercado
Pero el problema no está en quien piensa así, en el transexual o la persona con disforia de género, explica Binasco: “El problema no está en el sujeto, que, como siempre, toma lo que se lo ofrece si le sirve para deshacerse de sus angustias y de sus miedos. El problema está en quién lo ofrece y en lo que ofrece. La ciencia y la biotecnología ofrecen hoy la posibilidad de hacer menos fatalmente real el destino biológico del sujeto. El problema es que estas técnicas prometen resolver por sí solas los problemas de base del malestar sexual, como si la intimidad del sujeto no tuviese nada que ver con su malestar”.
Y, como puede suceder con cualquier otro producto del mercado, la oferta también crea demanda: “Esta oferta se dirige a todos, no solo a quien vive divorciado de su sexo. Y muchos se dejan deslumbrar por esa ‘posibilidad’ mágica de jugar (al azar) con su propio cuerpo, independientemente de que lo sientan como una ‘necesidad’. El movimiento publicitario construido en torno al transgenerismo le cuenta al sujeto que el sexo no es real o que puede ser técnicamente suprimido de la realidad”.
Es justo lo que está pasando con los menores. En la preadolescencia y la adolescencia, cuando son más vulnerables porque están despertando a la vida, y a realidades como el sexo que hasta entonces no conocían en toda su dimensión, se ven asaltados por una propaganda que les hace creer que su identidad sexual es algo que pueden modificar a voluntad química o quirúrgicamente. ¿Quiénes recibe ese mensaje? Las cifras hablan. De los 2590 menores sometidos a tratamiento hormonal en la clínica Tavistock en el bienio 2018-2019 (diez años antes habían sido solo 72), el 70% tenían menos de 16 años, y un 7% menos de 10 años, incluido un pequeño de solo 3 años.
El hada madrina de Cenicienta
Nunca la disforia de género, un trastorno muy minoritario, había alcanzado esta magnitud hasta que los colegios empezaron a abrir sus puertas a los ideólogos de género para que adoctrinasen a los pequeños. Para miles de ellos se ha transformado en un calvario médico a perpetuidad. Les habían vendido que la ‘transición’ era “como el hada madrina de La Cenicienta”, apunta Binasco, que con un golpe de la varita mágica solucionaría todos los problemas.
Son numerosos los ejemplos de que no es así: desde Keira, Sandra, Grace, Sinead… Se sometieron a terapias que transformaron su cuerpo irreversiblemente, sin que eso mejorase los problemas que les condujeron a desear un cambio tan radical.
El papel de los padres
Binasco recuerda el caso, hace diez años, de una pareja canadiense que decidió que sus hijos crecerían sin tener un nombre que reflejase su sexo, porque lo elegirían ellos más adelante: “¡Como si la sexualidad fuese un proceso dotado de vida propia del cual esos niños estuvieran exentos!” Y explica por qué no era una conducta propia de unos buenos padres: “Dar un nombre que califica sexualmente al niño es darle una respuesta, un punto de partida. Decir ‘eres un hombre’ da nombre a algo que es real. Es una respuesta no negociable a un pregunta del niño pidiendo un sentido, aunque sea tácitamnete. Ningún niño se preguntará jamás ‘¿Soy varón o mujer?’ antes de que esas palabras se le hayan dicho y hayan expresado la realidad, una realidad de la que el niño depende. En este sentido, las palabras son primigenias, no son etiquetas… Ocultar la realidad es una traición al niño”.
“La ecuación de la existencia sexuada de cada ser humano no se resuelve con productos del mercado”, como sería un servicio de cambio de sexo convertido en materia comercializable. Sobre todo en el caso de menores, que no están en disposición de tomar ese tipo de decisiones.
Los padres tampoco deben sentirse obligados a ‘afirmar’ los deseos de de su hijo, como exige el dogma de la corrección política. Un padre no es como un carnicero, apunta Binasco, que sirve lo que le piden sin preguntar por qué se lo piden: “Si queremos ‘reafirmarles’ de verdad, hemos de tomarnos en serio su petición, la explícita y la que está implícita en lo que dicen, porque cuando un niño habla está dirigiendo una pregunta a su padre”. Conceder todo lo que piden sin averiguar más es tratar a un hijo como un producto de supermercado. Lo que el hijo plantea es “una pregunta de la que el niño hace depender su ser”. No quiere hormonas, quiere ser acompañado, y apagar ese deseo concediéndole lo que pide y mandarle al terapeuta de género para quitarse de encima el problema es “un acto de violencia”, concluye.