Alegremente algunos, viendo noticias recientes (bastantes tristes y escandalosas), afirman que la liturgia actual, la que llaman “Novus Ordo Missae», admite sin problemas cultos idolátricos y que en la Misa se puede adaptar sin problema una oración a la Pachamama, porque es una liturgia que admite eso y más. Toman algún texto aislado y descontextualizado, ignoran otros documentos disciplinares, y defienden que el Misal de S. Pablo VI admite los cultos paganos.
Creo que todo esto merece una reflexión pausada, calmada, empezando por entender bien la idolatría, los cultos idolátricos, la doctrina de la Iglesia, la praxis de los santos y evangelizadores para terminar con la liturgia hoy, sus textos y normas que, por supuesto, no admite sincretismo alguno.
Vamos a hacer un pausado y tal vez largo ejercicio de teología litúrgica, para evitar improvisaciones y juicios precipitados sobre la liturgia, el Misal de S. Pablo VI en su tertia edytio y las actuales normas litúrgicas y rúbricas.
Con paciencia y paso a paso, reflexionemos con esta nueva serie de artículos.
**************************************
“Porque Tú eres el único Dios vivo y verdadero, que existes desde siempre y vives para siempre, luz sobre toda luz”: preciosa confesión orante del prefacio de la plegaria eucarística IV del Misal Romano. La Santa Trinidad es el único Dios vivo y verdadero: “a ti, eterno Dios, vivo y verdadero” (Canon romano, memento de vivos).
La liturgia, en sus libros litúrgicos, ritos y plegarias, rúbricas y oraciones, bien lejos está de cualquier sincretismo, sino todo lo contrario: rechaza la idolatría y cualquier culto pagano a los ídolos. La liturgia es “glorificación de Dios” y “santificación de los hombres” (SC 10); en la liturgia “Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados” (SC 7).
1. La idolatría en sentido recto y en sentido moral
Se gozaba san Pablo, complacido, de cómo los tesalonicenses “abandonando los ídolos, os volvisteis a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y vivir aguardando la vuelta de su Hijo Jesús desde el cielo” (1Ts 1,9-10). Es inadmisible para la fe cristiana rendir culto a los ídolos.
Abunda una idolatría en sentido moral o alegórico: idolatría del dinero, del bienestar, del yo propio, de la perfección física y del cuerpo[1], de lo material[2], de un sistema económico (sea el capitalismo salvaje o el comunismo marxista), de una ideología[3], del Partido, del Estado[4], de la nación[5], etc.
Todas estas idolatrías esclavizan y destruyen:
“En todas las épocas, cuando el hombre no ha buscado dicho proyecto, ha sido víctima de tentaciones culturales que han terminado por convertirlo en esclavo. En los últimos siglos, las ideologías que ensalzaban el culto de la nación, de la raza, de la clase social se han revelado verdaderas idolatrías; y lo mismo se puede decir del capitalismo salvaje con su culto de la ganancia, del cual han derivado crisis, desigualdades y miseria”[6].
Se trata también de la idolatría y cultos paganos en sentido propio, la adoración a imágenes de falsos dioses. Es incompatible con la fe revelada el continuar con las prácticas paganas idolátricas, con la veneración a las estatuas y figurillas idolátricas: ya sea el becerro de oro (Ex 32), Astarté o Baal (Jc 2,3; 1R 16,32[7]), o los amuletos (Is 3,20; 2M 12,40-41).
En los inicios del cristianismo, la idolatría del Imperio se manifestaba con el culto a la estatua del César (¡cuántos fueron mártires por negarse a echar incienso en el pebetero en honor de la estatua del César!). El cristianismo desde el principio se opuso a la idolatría del César, prefirió relacionarse con las filosofías contemporáneas que con las religiones como cultos formales e idolátricos. Por eso calificaron a los cristianos de ateos y enemigos del Imperio, hombres irreligiosos e impíos. San Justino y otros apologistas son un buen ejemplo de ello[8].
Idolatría fue el culto que se rendía a los dioses del Olimpo[9] o los dioses romanos, la Pachamama o cualquier otro ídolo, fuerzas cósmicas o new age, con las nuevos movimientos gnósticos, etc.
“La idolatría es una tentación constante del hombre. Desgraciadamente hay gente que busca la solución de los problemas en prácticas religiosas incompatibles con la fe cristiana. Es fuerte el impulso de creer en los falsos mitos del éxito y del poder; es peligroso abrazar conceptos evanescentes de lo sagrado que presentan a Dios bajo la forma de energía cósmica, o de otras maneras no concordes con la doctrina católica”[10].
Duras y claras, y con gran ironía, las palabras del libro de la Sabiduría sobre los ídolos: “Son, pues, unos infelices, con la esperanza puesta en cosas sin vida, los que llamaron dioses a obras hechas por manos humanas: oro y plata labradas con arte, representaciones de animales o una piedra inútil, esculpida hace mucho tiempo…” (Sb 13,10ss).
El ídolo “está pensado por el hombre como algo de lo que se puede disponer, que se puede gestionar con las propias fuerzas, al que se puede acceder a partir de sí mismos y de la propia fuerza vital. La adoración del ídolo, en lugar de abrir el corazón humano a la Alteridad, a una relación liberadora que permita salir del espacio estrecho del propio egoísmo para acceder a dimensiones de amor y de don mutuo, encierra a la persona en el círculo exclusivo y desesperante de la búsqueda de sí misma. Y es tal el engaño que, adorando al ídolo, el hombre se ve obligado a acciones extremas, en el tentativo ilusorio de someterlo a su propia voluntad”[11].
[1] “El deporte se convierte en fenómeno alienante cuando las demostraciones de habilidad y de fuerza física desembocan en la idolatría del cuerpo” (Juan Pablo II, Disc. a la Asociación deportiva de fútbol Roma, 30-noviembre-2000); “hay que proteger con esmero el cuerpo humano de cualquier atentado contra su integridad y de toda forma de explotación e idolatría” (Juan Pablo II, Disc. Jubileo de los deportistas, 29-octubre-2000).
[2] “La renuncia a los ídolos significa aceptar a Dios como centro de la propia vida, cambiando el corazón y haciéndolo más humano. Ídolos de hoy son, entre otros, el materialismo y el egoísmo con sus secuelas de sensualismo y hedonismo, la violencia y la corrupción” (Juan Pablo II, Hom., Caracas (Venezuela), 11-febrero-1996).
[3] Cf. Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, n. 37.
[4] Recordemos aquello que afirmara Pío XI en la Enc. Mit brennender Sorge: “Todo el que tome la raza, o el pueblo, o el Estado, o una forma determinada del Estado, o los representantes del poder estatal u otros elementos fundamentales de la sociedad humana […] y los divinice con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios” (AAS 29 [1937], p. 149). El siglo XX vio el culto a los nuevos ídolos y muchos, al no adorarlos, “fueron sacrificados por el comunismo, el nazismo, la idolatría del Estado o de la raza” (Juan Pablo II, Disc. Conmemoración ecuménica de los testigos de la fe en el siglo XX, 7-mayo-2000). Las hemos conocido sobradamente en el siglo XX: “ideologías terribles que hundían sus raíces en la idolatría del hombre, de la raza, del Estado, y que llevaron una vez más al hermano a matar al hermano” (Benedicto XVI, Disc. en la visita a la comunidad judía de Roma, 17-enero-2010).
[5] Tal como ocurrió con los nacionalismos exacerbados en los años precedentes a la II Guerra Mundial, “el culto a la nación, fomentado hasta convertirlo casi en una nueva idolatría” (Juan Pablo II, Mensaje con ocasión del 50 aniversario del final en Europa de la Segunda Guerra Mundial, 8-mayo-1995). “Nacionalismos exacerbados” fue una muy acertada expresión de san Juan Pablo II describiendo una nueva idolatría (cf. Mensaje a un encuentro organizado en la ONU, 5-marzo-1993; Mensaje al presidente del Consejo de las Conferencias episcopales de Europa, 20-octubre-2000). Explicó su origen, describió su gravedad y sus consecuencias: “No se trata de amor legítimo a la propia patria o de estima de su identidad, sino de un rechazo del otro en su diferencia, para imponerse mejor a él. Todos los medios son buenos: la exaltación de la raza que llega a identificar nación y etnia, la sobrevaloración del Estado, que piensa y decide por todos; la imposición de un modelo económico uniforme y la nivelación de las diferencias culturales. Nos hallamos frente a un nuevo paganismo: la divinización de la nación. La historia ha mostrado que del nacionalismo se pasa muy rápidamente al totalitarismo y que, cuando los Estados ya no son iguales, las personas terminan por no serlo tampoco. De esta manera, se anula la solidaridad natural entre los pueblos, se pervierte el sentido de las proporciones y se desprecia el principio de la unidad del género humano” (Disc. al Cuerpo Diplomático ante la Santa Sede, 15-enero-1994). Y, por supuesto, la Iglesia no puede convertirse en sierva y aliada del nacionalismo: “cada vez que el cristianismo, sea en su tradición occidental, sea en la oriental, se transforma en instrumento de un nacionalismo, recibe una herida en su mismo corazón y se vuelve estéril” (ibíd.). No nos faltan dolorosos ejemplos para comprobarlo. Es distinto del sano patriotismo: “el patriotismo, que es, en cambio, el justo amor por el propio país de origen. Un verdadero patriotismo nunca trata de promover el bien de la propia nación en perjuicio de otras. En efecto, esto terminaría por acarrear daño también a la propia nación, produciendo efectos perniciosos tanto para el agresor como para la víctima. El nacionalismo, especialmente en sus expresiones más radicales, se opone por tanto al verdadero patriotismo, y hoy debemos empeñarnos en hacer que el nacionalismo exacerbado no continúe proponiendo con formas nuevas las aberraciones del totalitarismo” (Juan Pablo II, Disc. a la ONU, 5-octubre-1995).
[6] Benedicto XVI, Disc. a los participantes en la plenaria de Consejo Pontificio Cor Unum, 19-enero-2013.
[7] “Nos encontramos en el reino del Norte, en el siglo IX antes de Cristo, en tiempos del rey Ajab, en un momento en que en Israel se había creado una situación de abierto sincretismo. Junto al Señor, el pueblo adoraba a Baal, el ídolo tranquilizador del que se creía que venía el don de la lluvia, y al que por ello se atribuía el poder de dar fertilidad a los campos y vida a los hombres y al ganado. Aun pretendiendo seguir al Señor, Dios invisible y misterioso, el pueblo buscaba seguridad también en un dios comprensible y previsible, del que creía poder obtener fecundidad y prosperidad a cambio de sacrificios” (Benedicto XVI, Aud. General, 15-junio-2011).
[8] “La figura y la obra de san Justino marcan la decidida opción de la Iglesia antigua por la filosofía, por la razón, más bien que por la religión de los paganos. De hecho, los primeros cristianos no quisieron aceptar nada de la religión pagana. La consideraban idolatría, hasta el punto de que por eso fueron acusados de “impiedad” y de “ateísmo». En particular, san Justino, especialmente en su primera Apología, hizo una crítica implacable de la religión pagana y de sus mitos, que consideraba como “desviaciones” diabólicas en el camino de la verdad” (Benedicto XVI, Aud. General, 21-marzo-2007). El cristianismo, evitando la idolatría y culto pagano, se presentaba como la filosofía verdadera, y en vez de despreciar la razón y crucificarla, entablaron diálogo con la filosofía y el pensamiento (Cf. Juan Pablo II, Fides et ratio, nn. 36ss).
[9] Eso predicaba y escribía valientemente san Pablo: “No tengáis que ver con la idolatría” (1Co 10,14): “escribió a una comunidad muy afectada por el paganismo e indecisa entre la adhesión a la novedad del Evangelio y la observancia de las viejas prácticas heredadas de sus antepasados. No tener que ver con los ídolos significaba entonces dejar de honrar a los dioses del Olimpo, dejar de ofrecerles sacrificios cruentos” (Benedicto XVI, Hom. en la explanada de los Inválidos de París, 13-septiembre-2008).
[10] Juan Pablo II, Mensaje para la XX Jornada Mundial de la Juventud en Colonia (2005), 6-agosto-2004.
[11] Benedicto XVI, Aud. General, 15-junio-2011. “La idolatría es una tentación de la humanidad entera en toda la tierra y en todos los tiempos. El ídolo es una cosa inanimada, fabricada por las manos del hombre, una estatua fría, sin vida” (Juan Pablo II, Aud. General, 1-septiembre-2004).
P. Javier Sánchez Martínez,
InfoCatólica.