Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este décimo tercer domingo del Tiempo Ordinario.
El Señor es el autor de la vida; si nosotros hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, nuestra vida debe ser eterna. La muerte fue introducida al mundo por el maligno, como precio del pecado, pero la muerte no tiene la última palabra, ni es lo peor que le puede pasar a un ser humano. En muchas ocasiones los médicos se quedan sin explicación de por qué o de cómo una persona sobrevive contra todo pronóstico a una operación u enfermedad mortal, por lo que tienen que comprobar una y otra vez que el Señor tiene la última palabra. En todo caso, la muerte no es para siempre y de eso estamos plenamente convencidos cuantos creemos en Cristo.
La primera lectura de hoy tomada del Libro de la Sabiduría dice: “Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes” (Sab 1, 13). En el mismo sentido se expresa el Salmo 29, que hoy proclamamos y que dice: “Tú, Señor, me salvaste de la muerte y a punto de morir me reviviste”. Por eso cuando tengamos un ser querido en gravedad, creamos siempre que Dios puede curarle, natural o sobrenaturalmente, ya que siempre es su mano la que concede la recuperación.
Durante esta pandemia, casi todos nosotros hemos padecido la enfermedad y la muerte de algún ser querido, por lo que somos ahora más conscientes de la caducidad de la vida. Es mucho más triste el enterarnos de tantas muertes ocurridas en nuestro país a causa de la violencia, la mayoría de éstas, por causa del crimen organizado, que no se ha detenido ante las personas totalmente inocentes. Debemos repetir una y otra vez que Dios es el Señor de la vida, y que nadie tiene derecho, por ningún motivo, de atentar contra la vida de un ser humano.
El santo evangelio del este domingo, según san Marcos, nos habla del poder divino de Jesús para curar y devolver la vida. Habiendo una multitud a su alrededor, Jesús recibe al jefe de la sinagoga llamado Jairo, que viene a suplicarle por su hija que está muriendo. La grave enfermedad de un hijo es una buena ocasión para que un padre incrédulo comience a creer, o si ya es creyente, es ocasión para crecer aún más en la fe.
Una vez me platicó un matrimonio que ellos se jactaban de su ateísmo e incredulidad, pero sucedió que, una vez su pequeña hija entró en una cirugía y el doctor no les garantizaba que saliera, sino que les dijo: ¡pónganse a rezar! Ellos se tomaron de las manos y oraron como el mismo Dios les dio a entender. El médico salió poco después del quirófano y se asustaron mucho porque él les había advertido que la operación tardaría horas, por lo que si salía pronto significaría que algo malo había pasado. Para su sorpresa, les dijo el médico que la operación se había suspendido, pues luego de algunas pruebas comprobaron que inexplicablemente, la niña estaba saludable y que no necesitaba de la operación. Desde entonces ellos son una pareja de gran fe y de mucho compromiso en la Iglesia. Este testimonio nos prueba que la oración siempre es poderosa, venga de quien venga.
Jairo estaba desesperado cuando se acercó a Jesús. Un momento de desesperación puede ser una oportunidad de crecimiento en la fe. En medio de la muchedumbre una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años se acerca a Jesús creyendo que con sólo tocar su manto podría curarse, y al tocarle la orla del manto queda efectivamente curada. Jesús busca a la que lo ha tocado más con su fe que con su mano, a lo que ella temblorosa de emoción reconoce que lo tocó y que el milagro se realizó. Jesús la tranquiliza diciéndole: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y queda sana de tu enfermedad” (Mc 5, 34). Es triste pero muchas personas que sanan de una enfermedad, luego no continúan perseverando en la fe y con ingratitud se alejan de Dios.
En ese momento le avisan a Jairo que su hija ya había muerto, pero Jesús lo anima a continuar creyendo. Continúa sólo su camino acompañado de Jairo y de Pedro, Santiago y Juan. Al llegar a la casa, Jesús manda callar a todos los que lloran y dan alaridos de dolor diciéndoles que la niña no está muerta sino dormida. Con esto la gente se burlaba de él; al final se quedaron solos los papás de la niña con Jesús y con los tres apóstoles. Entonces tomó de la mano a la niña y le ordenó: “¡Talitá Kum!”, que significa: “¡Óyeme, niña, levántate!” (Mc 5, 41). Enseguida, la niña resucitó.
Jesús ordenó dos cosas, que no se lo dijeran a nadie y que le dieran de comer a la niña. Jesús rechaza las multitudes que con curiosidad morbosa quieran venir buscando ver un milagro, por eso ordena que no se lo digan a nadie, porque Él quiere ser escuchado, más que visto con curiosidad e interés. Él quiere ser buscado con fe incondicional, aunque antes tiene la sensibilidad por preocuparse de que la niña coma de inmediato.
La niña resucitada tenía doce años y la mujer que fue curada tenía también doce años con su enfermedad, de lo cual nos resulta que los dos milagros además de ser históricos, son también simbólicos al mismo tiempo. Eran doce los Patriarcas de quienes derivaron las doce tribus de Israel, de igual modo fueron doce los Apóstoles para fundar el nuevo Pueblo de Dios, que es la Iglesia. La mujer simboliza al pueblo de Israel y la niña a la Iglesia. De hecho, Cristo estaba fortaleciendo las tres más grandes columnas de la Iglesia que son Pedro, Santiago y Juan; así nos estaba construyendo a todos nosotros. No se trata sólo de un milagro a favor de dos personas o de dos familias, sino en favor de toda la Iglesia.
En la segunda lectura tomada de la Segunda Carta de san Pablo a los Corintios, el Apóstol está motivando a los discípulos de aquella comunidad cristiana a ser generosos en la colecta que él mismo estaba conduciendo, en favor de los pobres de Jerusalén. Les dice que no se trata de que ellos pasen hambre por ayudar en la colecta, sino de que cada uno dé de lo que no le es estrictamente necesario para la subsistencia, sino que al compartir todos queden en situación semejante.
La Iglesia no ha dejado nunca de organizar colectas, porque a los pobres los tendremos siempre con nosotros y nunca nos faltará la oportunidad de compartir con los necesitados. La Iglesia siempre ha ido más allá de las obras asistenciales y llega a la promoción humana que busca que los pobres sean protagonistas de su propia superación.
A la Pastoral Social le toca coordinar en la Iglesia las obras de asistencia, pero también la promoción humana junto con todo lo que contribuya a la justicia y la solidaridad entre los católicos y entre todas las personas. Ojalá que, así como hay tantos catequistas y ministros de la Comunión, haya mucha gente colaborando en las obras de la Pastoral Social de su parroquia, así como de la Arquidiócesis.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega.
Arzobispo de Yucatán.