Si realmente Cristo, por las palabras que pronuncia el sacerdote, se hace verdaderamente presente bajo las especies del pan y del vino, en toda su humanidad y divinidad, no sé me ocurre qué pueda ser más importante que la Sagrada Eucaristía.
De hecho, ese es el verdadero parteaguas, y por eso las peores noticias sobre el estado de nuestra Iglesia no son las bendiciones a parejas gays en Alemania, sino las que muestran que una mayoría de quienes se declaran católicos en países como Estados Unidos confiesan no creer en la Presencia Real. De ahí, todo lo demás.
Y de ahí, naturalmente, que muchos de los ataques tengan la Sagrada Eucaristía como objetivo. En el medio plazo, hemos vivido tres, los tres muy graves: la licitud de recibir la comunión de divorciados vueltos a casar, que ha sido la consecuencia práctica (pastoral) más común extraída de la exhortación postsinodal Amoris laetitia; la intercomunión hecha común en Alemania y defendida por su episcopado, por la que se ofrece el Cuerpo de Cristo a los luteranos, que tienen un concepto diferente de la Eucaristía; y la polémica sobre la conveniencia de negar la comunión a gobernantes que, al aprobar leyes abortistas, se hacen acreedores de la excomunión latae sententiae según el Código Canónico, y que ya ha causado una encendida polémica en el seno del episcopado de Estados Unidos, cuyo presidente reúne las circunstancias de ser, por confesión propia, un “devoto católico” y también el jefe del Ejecutivo más agresivamente abortista de la historia de Estados Unidos.
No es que haya muchos sacerdotes que nieguen la Presencia Real; de hecho, no sé de ninguno en absoluto. Siendo así, ¿cómo es posible que un número tan escandaloso de católicos descrean de un dogma tan central en su fe y que debería serlo en su vida de piedad?
En primer lugar, no hablando apenas de ello. De la abundancia del corazón habla la boca, y es difícil callar ante un milagro tan extraordinario si realmente te lo crees. Cuando los feligreses observan que su párroco habla casi de cualquier asunto salvo ese, deduce que no se lo cree. Puede ser injusto, pero no es irracional: si un amigo nos dice que está muy enamorado de su novia, desconfiaremos si, con el tiempo, nunca le oímos hablar de ella.
De hecho, una de las derivas más perceptibles de la Iglesia hoy es su alejamiento de lo sobrenatural. No solo apenas se habla del Santísimo Sacramento; tampoco se predica a menudo de la muerte y las realidades que nos esperan más allá, como si todo eso fuera un secreto vergonzante para una institución que parece decidida a convertirse en una enorme ONG transnacional, centrada en las cosas de este mundo. Pero una Iglesia que replica lo que predica el mundo es redundante e innecesaria.
La Eucaristía es la piedra de toque.
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