Cada vez más se está aceptando la idea de que el sexo es algo que está en nuestra mente y que se construye, al igual que social y culturalmente vamos construyendo otras realidades como podría ser el que las mujeres se maquillen, o que los pasos de peatones sean líneas en la carretera blancas y negras.
Sin embargo, están pasando por alto un dato insustituible: el sexo está inscrito en cada una de nuestras células desde el mismo momento de nuestra concepción, y esto, nunca se podrácambiar.
Uno de los rasgos más fantásticos del ser humano es la singularidad de nuestra naturaleza. Es importante apreciar como esta característica nos hace ser únicos e irrepetibles frente al resto de personas, nos otorga una suprema dignidad de entre todos los seres vivos y conlleva la diferencia de ser hombre o ser mujer.
Esta singularidad la tenemos por el propio sexo dado por naturaleza, hombre o mujer. Lo cual choca con la ideología de género que pretende igualar a ambos, no tan sólo en los derechos y dignidad, que efectivamente, lo son, sino en su misma esencia.
La naturaleza nos es dada, no la elegimos ni la construimos.
Varios son los aspectos básicos en la naturaleza de las personas, citaré tan sólo tres:
La complementariedad que está enmarcada dentro de las diferencias de cada persona, lo que no tiene uno, lo aporta el otro.
La dimensión social, pues sin relacionarnos con los demás no podemos vivir.
Y, por último, tenemos la necesidad de poner en juego tanto la inteligencia como la fuerza de la voluntad. Para no actuar como animales sino como personas.
Además, las personas somos la unión de cuerpo y alma, un todo donde todo se relaciona, lo corporal, lo espiritual y lo psíquico. Sin embargo, este ser tiene también sus peculiaridades que enraízan en la diferencia del ser humano según el sexo con el que ha venido a este mundo: hombre o mujer, con su masculinidad o feminidad.
La singularidad de la naturaleza del hombre y mujer son dos realidades iguales. Somos iguales en cuanto a seres humanos en relación al resto de los seres vivientes, pero cada uno de nosotros tenemos una propia identidad sexual. Podemos observar las diferencias en multitud de detalles: el modo de hacer, de pensar, de soñar, incluso en la forma de expresar el amor… son unas peculiaridades visibles en unos casos fácilmente, más ocultas en otros.
Estas características vienen por la naturaleza, no es algo que se haya construido socialmente, no es algo que se haga porque apetezca, sino que sale innato. Y no por casualidad un alto porcentaje de mujeres coinciden en estos elementos, al igual que en otros lo hacen lo varones.
Además, las personas vivimos en comunión con otras personas. Estamos influidas y afectadas por ellas. Este principio de socialización lo hallamos en la persona no en la naturaleza.
Y esta idea nos remite a la vocación con la que hemos nacido todos nosotros: la de amar.
Aristóteles nos presenta el amor como: “querer el bien del otro en cuanto a otro”.
La dimensión principal que caracteriza a la persona es la de su realización por y para amar. Sin amor carecemos de fundamento y sentido. Tan sólo para poder alcanzar una verdadera felicidad podemos realizarnos amando a los demás, no encerrándonos en el propio yo que nos vuelve egoístas.
De ahí que en la vocación del matrimonio el amor sea un darse por completo al otro en una dimensión trascendental, siendo varón y mujer, cada uno en la singularidad de su naturaleza.
Y esta entrega de un hombre y una mujer no es casual. Sus diferencias sexuales encuentran aquí su máximo sentido: las personas tenemos el poder inmenso otorgado por Dios de ser sus colaboradores en la creación. Tenemos la capacidad de poder dar vida. Es la grandeza de la paternidad y la maternidad.
Para esto es necesario el sexo masculino y el sexo femenino como cualquiera, con un mínimo de lógica, deduce.
El Doctor Mikel Gotzon Santamaría nos da como respuesta a la causa de porqué existe la diferencia sexual que está en la necesidad de tener hijos [2].
Pero cuando no se tiene en cuenta el verdadero sentido de nuestra existencia, cuando se anteponen los intereses egoístas, la ignorancia, los caprichos o el relativismo, por ejemplo, perdemos la referencia del sentido de la sexualidad humana.
Y cuando queremos ser dioses por encima de Dios, somos incapaces de ver la grandeza que supone que Dios nos haya creado con dos sexos, o ¿acaso pensamos que Dios se ha podido equivocar?