Aun cuando fuimos bautizados y el pecado original fue borrado de nuestra alma, en nuestra naturaleza quedan heridas profundas de esa falta original; algunas de ellas son los miedos que pululan en la imaginación, y que, llegando a obsesionar, alteran las realidades, debilitan la razón, perturban la voluntad, inquietan el alma con angustias y ansiedades. En definitiva, traen consigo las más imprudentes decisiones y las más cobardes indecisiones. Nos hacen desertar del combate y apostatar de la fe, negando al Señor ante los hombres, tantas o más veces, que el atemorizado San Pedro.
Desde que cometió el pecado original, el ser humano siente la opresión del miedo. Lo más notable es que incluso tiene miedo de Dios. Nuestro padre Adán le desobedece pues ha perdido el Santo Temor, temerariamente se atreve a comer del fruto prohibido; y cuando el Señor le pregunta « ¿Dónde estabas?», su respuesta denota cuán temeroso se encontraba: «Te oí en el huerto y tuve miedo, porque estaba desnudo, y me escondí». Un claro ejemplo de lo mucho que el pecado nos acobarda. Si hubiera creído en el amor de Dios, y en vez de excusarse se hubiera atrevido a pedir perdón, otro gallo nos cantara.
Esos miedos, que la imaginación multiplica hasta el infinito, vienen a contaminar y atrofiar la prudencia, que, como matriz de todas las virtudes, acaba considerando que la caterva de fantasmas son auténticas realidades. Esos fantasmas proliferan en los escenarios cinematográficos de la imaginación, agigantados por cierta complacencia mórbida en celebraciones de moda como Halloween. Quimeras y espectros imaginarios, causan muchas más bajas en las tropas que las cargas enemigas. El instinto de la propia conservación, sin la guía de la razón, no puede producir otra cosa que el pavor y, exacerbado, algo muy contagioso: el pánico, el terror.
Un psicólogo podría decirnos que una gran parte de las enfermedades de la psiquis son efecto de los miedos y sus consecuentes ansiedades, que en la medida en que influyen en la voluntad y la inteligencia, condicionan la libertad, perturban la serenidad y el equilibrio de unos y de otros.
Podemos sentir un sinnúmero de miedos: a la muerte y a las enfermedades, a vernos separados de quienes, y de cuanto amamos, por no tener el control de las situaciones. ¡Cuánta ansiedad y angustia provocan los miedos a las eventuales desgracias que les puedan llegar a acaecer a nuestros deudos y amigos!
A la vista de lo frágil que es todo lo humano, existe un gran temor a que por calumnias y murmuraciones, se nos despoje, del honor y el buen nombre, mediante el escarnio público y el descrédito y sus consecuentes humillaciones, que por el concurso de internet pueden adquirir dimensiones planetarias.
En resumen, los miedos, mientras no sean irracionales y desproporcionados, si son racionalmente dominados y heroicamente sobrenaturalizados, pueden llegar a ser piedra de edificación y no de tropiezo.
Rvdo. P. José Ramón García Gallardo,.
CIRCULO SACERDOTAL CURA SANTA CRUZ.
Periódico La Esperanza.