Ushuaia es la ciudad más austral de la Argentina, capital de la Provincia de Tierra del Fuego. La jurisdicción eclesial correspondiente es la diócesis de Río Gallegos. Los salesianos han evangelizado históricamente la Patagonia, y a pesar del menoscabo sufrido por la Congregación en las últimas décadas, conservan todavía bastante presencia en la región.
En aquella ciudad ha ocurrido recientemente un episodio escandaloso (yo me atrevo aún a expresarme en estos términos). Un sacerdote salesiano autorizó y bendijo el «matrimonio» entre un varón y un transexual. Aunque el tema trans está muy lejos de mi especialidad académica, entiendo por transexual, para el caso, a un varón que se siente mujer, adopta hábitos y vestimenta femeninos y, quizá, ha obtenido un documento de identidad que lo acredita con su nuevo «género». Pero sigue siendo sexualmente varón; la condición sexual no se limita a la genitalidad, sino que impregna a toda la persona, que desde el instante de la concepción tiene un ADN que lo identifica como varón o como mujer. Digámoslo claramente: el sacerdote ha «casado» a dos varones. En nuestro país existe legalmente el «matrimonio igualitario». ¿Será ésta una variedad? ¿Podría la pareja de marras registrar civilmente su unión?
Sabemos que para la doctrina católica no existe un «derecho» a «casarse» dos varones o dos mujeres, tampoco un varón y un trans. La Iglesia funda su oposición en la Palabra de Dios.
Leemos en Génesis 2,18 que el Creador del Adam reflexiona consigo mismo al ejecutar su obra: «No es conveniente que el ser humano sea uno solo; le haré un complemento semejante a él». En esta cita empleo la tradición establecida por el padre Horacio Bojorge, SJ. El documento yavista, al que pertenece el pasaje, continúa con imágenes y metáforas bellísimas. Dios sumió al hombre en un profundo sueño, y de una costilla suya formó una mujer y se la presentó; el hombre exclamó: «¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Se llamará varona» (en hebreo ishá, porque ha sido sacada del varón, ish) (Gén 2, 23). Corresponde que diga «ésta sí», porque el Creador no halló el complemento deseado en el mundo animal, sometido al ser humano. La escena ha sido representada por el arte a lo largo de los siglos.
Menciono una obra extraordinaria que se puede admirar en la Catedral de Monreale (Sicilia), un templo del siglo XII de estilo árabe-normando; allí se representan el Antiguo y el Nuevo Testamento en mosaicos dorados. En diversos paneles aparecen, como un texto hecho imagen, las etapas de la creación; después de representar la formación de la mujer, Dios -que está vestido con la ropa que Jesús lleva en las escenas del Nuevo Testamento-, toma a la mujer de la mano y se la presenta al varón, el cual alza los brazos en señal de bienvenida y de gozo al recibirla.
En la naturaleza del ser humano, varón y mujer, se funda la unión de ambos, según el versículo del Génesis que sigue al ya citado: «Por eso» -porque son complementarios- «el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne» (Gén 2, 24). Es la complementariedad inscripta en los cuerpos y en las almas lo que falta en las combinaciones antinaturales, y lo que se debe lamentar en ellas es la frustración de la primera finalidad de la actuación sexual, la comunicación de la vida; como lo observó agudamente Sigmund Freud, quien por esa razón califica de perversiones a la sodomía y al onanismo. Digo todo esto con el máximo respeto, consideración y afecto por las personas; solo intento exponer la verdad, que desgraciadamente en la ficticia cultura actual es despreciada y perseguida en los mass-media, y en los círculos oficiales en nombre de la no discriminación.
En el orden cristiano, la realidad natural del matrimonio es elevada por la gracia divina a la dignidad de sacramento; la unión y el amor de los esposos, impregnados por la caridad, resulta una imagen de la unión de Cristo con la Iglesia. Lo enseña San Pablo en la Carta a los Efesios: el matrimonio es un gran misterio, en referencia a la unión de Cristo con la Iglesia (Ef 5, 32). Sacramento y misterio se identifican; sacramentum es la traducción latina del término griego mysterion. En la celebración del sacramento del matrimonio los contrayentes son los ministros; el varón y la mujer se dan recíprocamente el uno al otro.
Es preciso reconocer con pena que esta realidad maravillosa de la naturaleza y de la gracia no tiene una vigencia amplísima y completa entre los bautizados; muchísimos de ellos -estoy tentado a decir la mayoría, al menos aquí en la Argentina- no se casan, viven «en pareja», o en sucesión de uniones. De este tristísimo hecho se sigue la inestabilidad de la familia, el menoscabo de la educación de los hijos, los femicidios y el abuso de los niños, allí donde deberían ser especialmente protegidos. Paganismo pleno. Son todos estos efectos tremendos del olvido de Dios, y la multiplicación del pecado.
Vuelvo al caso de Ushuaia. La unión entre el varón y el transexual que allí se ha celebrado con el rito correspondiente al matrimonio no fue un matrimonio, sino una violación del orden sacramental, un sacrilegio. El sacerdote arguyó tener autorización del obispo de Río Gallegos; un comunicado episcopal, aunque no sin cierta ambigüedad, lo desmintió, e indicaba que se lo había «advertido convenientemente».
Lo cierto es que debió haber recibido una sanción severísima, y conocida públicamente. Hubiera sido muy oportuna -por no decir que era necesaria- una declaración de las autoridades de la Sociedad Salesiana. No para condenar al hermano, sino para lamentar el suceso y reafirmar su adhesión a la disciplina de la Iglesia. El silencio mantenido es una mala señal. Además, según los datos que he recibido, el sacerdote fue trasladado para ocupar en otro ámbito de la Patagonia un cargo igual o mayor.
No me extrañaría que existan prácticas semejantes en otros lugares, ya que la relajación de la disciplina eclesiástica es universal. Estas situaciones provocan estupor y escándalo en los católicos, y los desalientan en el esfuerzo que deben sostener para permanecer fieles al Señor, en ambientes fuertemente descristianizados. También engendran confusión en el gran público, y favorecen las presiones para que la Iglesia cambie su doctrina.
Hechos como el que comento inducen a pensar que esa mutación es posible, sobre todo si los pastores, responsables de custodiar la intangible verdad católica, no hablan con claridad, siguiendo la exhortación, el conjuro de San Pablo a su discípulo Timoteo: «Yo te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a los vivos y a los muertos, y en nombre de su Manifestación (epipháneian) y de su Reino: proclama la Palabra de Dios, insiste con ocasión o sin ella (eukáiros akáiros), arguye, reprende, exhorta, con paciencia incansable y afán de enseñar (didajé, doctrina). Porque llegará el tiempo en que los hombres no soportarán más la sana doctrina (hygiainoúses didaskalías); por el contrario, llevados por sus inclinaciones (epithymías, concupiscencias), se procurarán una multitud de maestros que les halaguen los oídos, y se apartarán de la verdad para escuchar cosas fantasiosas (mýthous)».
Los mitos, como tantas otras veces en la historia, circulan hoy libremente en la Iglesia; por eso es necesaria la corrección, función eminentemente pastoral. En estos casos no se trata del anuncio (kérygma) de la novedad del Evangelio, sino de la función irrenunciable de enseñanza (didajé, didaskalía); de allí la importancia del pasaje citado de 2 Tm 4, 1-5.
La iglesia posee una amplia enseñanza sobre el amor, la sexualidad, el matrimonio y la familia; basta evocar la obra admirable de San Juan Pablo II, que incorpora los progresos de la ciencia y los mejores elementos de la cultura moderna. Esta riqueza debería llegar a los fieles a través de la predicación ordinaria, sin exageraciones unilaterales, sino presentando esos temas como elementos del estilo cristiano de vida, y advirtiendo que al privarlos del reconocimiento y comprensión de aquellos valores se los abandona a una completa orfandad ante el avance arrollador de la descristianización.
La vigencia de la ideología de género, impuesta oficialmente por los gobiernos, y que niega el concepto metafísico de naturaleza, de ley natural y de orden natural, nos invita a valorar la frecuente enseñanza sobre esos temas de Benedicto XVI.
Señalo un fenómeno que me parece paradójico. Lutero negó la sacramentalidad del matrimonio, y lo entregó al poder del Estado; así causó un daño enorme en los siglos que siguieron a la «Reforma»: una progresiva laicización del matrimonio y la familia, que resultaron despojados de su carácter mistérico; más recientemente ese daño fue agravado por la negación -como ya he indicado- del concepto de naturaleza, y de las consecuencias de esa negación para la antropología.
Sin embargo, independientemente de la carencia de este y otros sacramentos, los cristianos evangélicos sostienen y difunden los valores de la vida matrimonial y familiar, como se ha visto en nuestro país durante los debates que precedieron a la legalización del aborto. Una ocasión providencial para la profundización y difusión de la enseñanza católica, siempre actualizada, sobre los temas mencionados, se ofrece este año que la Santa Sede ha consagrado como Año de la Familia. Insisto en el aporte de San Juan Pablo II: sus catequesis de los años 1979 y 1980, y la exhortación apostólica Familiaris consortio; que podamos estudiar y compartir con nuestros hermanos las riquezas de la tradición eclesial.
El episodio que dio origen a estas líneas manifiesta, a mi parecer, el desplazamiento del valor capital de los sacramentos en la Iglesia de nuestros días. La atención eclesial se centra en la actividad que los cristianos deben desarrollar, sobre todo en el orden social; es decir, las obras más y antes que la gracia. Por supuesto, no se deben oponer los dos órdenes, que son complementarios, pero la primacía de Dios y de su acción debe ser indiscutible. Sin la gracia que brota de los sacramentos, el empeño del cristiano, por más sincero e intenso que sea, no puede alcanzar la plena eficacia de la acción evangelizadora, y del compromiso por la transformación de la sociedad para tornarla más justa y fraterna.
El problema es el naturalismo, que no da pleno lugar y razón al orden sobrenatural, y que va acompañado por la inclinación a relativizar los valores absolutos de la fe cristiana. Es esta una tragedia en la Iglesia; señal de su declinación. No niego que una concepción correcta del misterio del Cuerpo Místico de Cristo obliga a reconocer con alegría lo que el Espíritu Santo obra en él; en el secreto del corazón de muchos de sus miembros, pero junto al gozo (gaudium, laetitia) caben la lamentación y el llanto, por los desmanes que afligen a la Esposa de Cristo, en especial por los que cometen sus pastores.
Son necesarias penitencia y oración; que, por cierto, no han de limitarse al tiempo de Cuaresma. San León Magno decía que en éste el cristiano ha de practicar con mayor intensidad y entrega lo que debe hacer en todo tiempo. En el misterio de la Providencia de Dios, la penitencia y la oración pueden ser eficaces para alcanzar la superación de los mitos hoy vigentes, que suelen llamarse «nuevos paradigmas»; y la dichosa aceptación por todos, pastores y fieles, de la Gran tradición eclesial.
El «éxito» -por llamarlo así- de la Iglesia no consiste en el aplauso del mundo, sino en la santificación de sus miembros, y en la conversión de todos los pueblos a Jesucristo, como el Señor lo indicó a los Apóstoles en su mandato: «Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos (mathetéusate), bautizándolos (notar la unión de la Palabra y el Sacramento), en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles (didáskontes) a cumplir todo lo que yo les he mandado» (Mt 28, 20; cf. Mc 16, 15 s.). Los tiempos son bravos, pero el Señor nos asegura que Él está con nosotros todos los días (Mt 28, 20), hasta que llegue -cuando sea; sólo Él sabe- el cierre de la historia del mundo, la synteléia del eón presente. En esas palabras suyas está la fuente de nuestra esperanza.
Monseñor Héctor Aguer es el arzobispo emérito de La Plata (Argentina).