El papa Benedicto XVI reiteró el siguiente principio, perennemente válido en la vida de la Iglesia desde los tiempos apostólicos: “En la historia de la Liturgia hay crecimiento y progreso, pero ninguna ruptura”. (Carta a los obispos que acompaña a la Carta Apostólica motu proprio data Summorum Pontificum, 7 de julio de 2007).
La teoría expresada por el papa Pablo VI en el motu proprio Ministeria Quaedam (15 de agosto de 1972) y luego difundida en la vida y la práctica de la Iglesia y sancionada jurídicamente por el papa Francisco con el motu proprio Spiritus Domini (10 de enero de 2021), que dice que los servicios litúrgicos menores (que no requieren la ordenación sacramental) son una forma particular del ejercicio del sacerdocio común, es ajena a la tradición de dos mil años de la Iglesia universal, tanto en Oriente como en Occidente. Esta idea representa una novedad que se acerca a los puntos de vista litúrgicos de las comunidades protestantes. Además, también manifiesta una cesión a las exigencias del movimiento feminista en la vida de la Iglesia, ya que sitúa a las mujeres dentro del presbiterio vistiéndolas con ropas clericales como el alba, la vestimenta común de los clérigos de diferentes grados (obispo, presbítero, diácono).
Si los servicios litúrgicos menores fueran una forma peculiar de ejercer el sacerdocio bautismal, los Apóstoles y la posterior tradición constante y universal de la Iglesia habrían admitido también a las mujeres en los servicios litúrgicos en el presbiterio o en el altar. Sin embargo, la tradición de no admitir a las mujeres en el altar se remonta a los tiempos apostólicos (cf. 1 Con 14,34) y se ha mantenido siempre en la tradición de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente (cf. Sínodo de Laodicea [siglo IV], can. 44).
A finales del siglo V, el papa Gelasio I reiteró la tradición apostólica de no admitir a las mujeres en el servicio litúrgico del altar: “Con impaciencia, hemos oído que las cosas divinas han sufrido tal desprecio que las mujeres se animan a servir en los altares sagrados, y que todas las tareas encomendadas al servicio de los hombres son realizadas por un sexo para el que estas [tareas] no son apropiadas” (Mansi VIII, 44). En la Capitula Martini, una colección de cánones del siglo VI de origen griego y occidental, se recuerda de nuevo la misma tradición apostólica en estos términos: “A las mujeres no se les permite entrar en el santuario” (can. 42).
Las normas específicas del Corpus Iuris Canonici y las del Código de Derecho Canónico de 1917 (can. 813) son un testimonio más de la tradición constante y universal de la Iglesia recibida desde los tiempos apostólicos de no admitir a las mujeres en los servicios litúrgicos del altar. El decreto del Papa Gregorio IX en el Corpus Iuris Canonici dice: “Debe tenerse cuidado de que ninguna mujer presuma de caminar hacia el altar o de servir al sacerdote o de estar de pie o sentada dentro del presbiterio” (c. 1, X). El papa Benedicto XIV es otro testigo de esta tradición constante de la Iglesia, como leemos en su encíclica Allatae Sunt (26 de julio de 1755): “El papa Gelasio, en su novena carta (cap. 26) a los obispos de Lucania, condenó la mala práctica que se había introducido, a saber: que las mujeres sirvan al sacerdote en la celebración de la misa. Como este abuso se había extendido a los griegos, Inocencio IV lo prohibió terminantemente en su carta al obispo de Tusculum: ‘Las mujeres no deben atreverse a servir en el altar; se les debe negar por completo este ministerio’. También nosotros hemos prohibido esta práctica con las mismas palabras en nuestra tantas veces repetida constitución Etsi Pastoralis, secc. 6, nº 21″.
En un manifiesto reciente de un grupo de mujeres francesas en referencia al motu proprio Spiritus Domini podemos leer las siguientes sabias palabras: “Creemos que nuestra vocación específica no es un espejo de la del hombre, y que no necesita ser ennoblecida por el servicio del altar” (Appel à approfondir la vocation de la femme).
La opinión que sostiene que hay que ennoblecer la dignidad del sacerdocio común colocando a los laicos y a las mujeres en el presbiterio y en el altar, dándoles la tarea de realizar servicios menores en la liturgia, significa una forma de clericalización de los laicos y, sobre todo, de las mujeres. Además, esto no indica una promoción de los laicos, sino, por el contrario, una sutil discriminación de los laicos y de las mujeres, reservándoles solo los servicios menores en el santuario, y al clero, en cambio, los servicios más importantes o mayores. Además, la aplicación de la palabra “ministerio” al sacerdocio común en la liturgia contiene el peligro protestantizante de una confusión entre el sacerdocio ministerial y el común.
La Iglesia siempre ha entendido la expresión litúrgica del sacerdocio común como la participación de los laicos en la sagrada liturgia al estar reunidos en la nave de la Iglesia, y no en el presbiterio. Los laicos participan así en la liturgia, estando en su lugar fuera del presbiterio (como ya indicaba el papa Clemente I en el siglo I y, más adelante, los principales documentos litúrgicos de la tradición). En consecuencia, los fieles laicos expresan litúrgicamente su sacerdocio común con respuestas, cantos, gestos corporales, genuflexiones, reverencias, incluso con el silencio (cf. Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 30). La mayor y más digna realización litúrgica del sacerdocio común consiste en la digna y fecunda recepción sacramental de la Sagrada Comunión.
La principal expresión del sacerdocio común fuera del ámbito estrictamente litúrgico consiste en el servicio de los laicos en la familia, la iglesia doméstica, la “liturgia” doméstica en el hogar. Sin embargo, la expresión principal del sacerdocio común consiste en la santificación del ámbito secular, como enseña, por ejemplo, el papa Pablo VI en la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi: “Su tarea primera e inmediata [de los laicos] no es la institución y el desarrollo de la comunidad eclesial —esa es la función específica de los Pastores—, sino el poner en práctica todas las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas, pero a su vez ya presentes y activas en las cosas del mundo. El campo propio de su actividad evangelizadora es el mundo vasto y complejo de la política, de lo social, de la economía, y también de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los medios de comunicación de masas, así como otras realidades abiertas a la evangelización como el amor, la familia, la educación de los niños y jóvenes, el trabajo profesional, el sufrimiento, etc. Cuantos más seglares hayan impregnados del Evangelio, responsables de estas realidades y claramente comprometidos en ellas, competentes para promoverlas y conscientes de que es necesario desplegar su plena capacidad cristianas, tantas veces oculta y asfixiada, tanto más estas realidades —sin perder o sacrificar nada de su coeficiente humano, al contrario, manifestando una dimensión trascendente frecuentemente desconocida— estarán al servicio de la edificación del reino de Dios y, por consiguiente, de la salvación en Cristo Jesús” (n. 70).
Sin embargo, con el papa Pablo VI y, ahora, con el papa Francisco, se ha llevado a cabo una ruptura drástica con una tradición casi bimilenaria y relevante de la Iglesia universal (Oriente y Occidente) a través de la abolición de las órdenes menores (Pablo VI) y el cambio del significado de los servicios litúrgicos menores (papa Pablo VI y papa Francisco). El significado propio de las órdenes menores y de todos los servicios menores en el altar deriva -según la lex orandi de la Iglesia-, no del sacerdocio común, sino del diaconado. Las órdenes menores son, por tanto, una expresión -a través de ordenaciones no sacramentales- del humilde servicio del sacerdocio ministerial (episcopado y presbiterado) y del diaconado sacramental. En un sentido más amplio, esto se aplica también a los monaguillos, que deben ser, por tanto, de sexo masculino para mantener el vínculo con el sacerdocio ministerial y el diaconado sacramental a nivel simbólico.
El papa Esteban I reiteró a mediados del siglo III el principio según el cual en la Iglesia romana “nihil innovetur nisi quod traditum est“. Esto significa que no debe haber ninguna innovación drástica: la práctica y la doctrina de la Iglesia de Roma deben corresponder a lo que ha sido enseñado y hecho por la tradición anterior que se remonta a los tiempos apostólicos. De hecho, a mediados del siglo III existían todas las órdenes menores y el subdiaconado, y el Concilio de Trento enseñó posteriormente que las órdenes menores han sido “recibidas en la Iglesia desde los tiempos apostólicos” (sess. XXIII, Decreto de Reforma, can. 17).
Debemos pedir con humildad, respeto y parresía que la Iglesia romana vuelva al sensus perennis universalis ecclesiae restableciendo las órdenes menores con su significado teológico, tal como la Iglesia lo ha expresado siempre en su lex orandi. Al mismo tiempo, se debe mostrar a los laicos y, especialmente, a las mujeres en qué consiste su dignidad y el verdadero significado de su sacerdocio común en la liturgia: el sacerdocio común de la Santísima Virgen María, que no fue precisamente “diaconisa” ni “agente litúrgico en el altar”, sino simplemente la esclava del Señor, que escuchó la palabra de Dios con un corazón bueno y perfecto, la guardó y la hizo fructificar en el mundo (cf. Lc 2,51; 8,15).
Que la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia, con san José, su casto esposo y patrono de la Iglesia universal, nos conceda la gracia a fin de que los responsables de la Iglesia actual se esfuercen para que la ruptura provocada por los documentos Ministeria Quaedam (papa Pablo VI) y Spiritus Domini (papa Francisco) sea sanada y se promueva el crecimiento orgánico de la tradición constante y universal desde los tiempos apostólicos.
Publicado por Su Excelencia Mons. Athanasius Schneider en Crisis Magazine.
Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana.