Camino por el centro de Madrid cuando una imagen que acaba de llegar a mi teléfono móvil me sobrecoge y me obliga a detenerme. Será verdad o es el típico montaje, me pregunto. Es un edificio en ruinas. Está desnudo. Los tabiques han desaparecido. Se ve un baño abierto en canal. Una pila de maletas desbaratadas. Un perchero con ropas litúrgicas que parece estar a punto de ceder. Sillas y más sillas por todas partes. Los dinteles de la vivienda hacen de encuadre perfecto. El ojo va directo a un punto negro que hay arriba a la izquierda. Enfoca y ve a un hombre tranquilo sentado en lo que parece ser una butaca. A su alrededor, todo es destrucción.
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En el centro de la imagen puede apreciarse al sacerdote al que se hace referencia en este artículo.
Podría resultar una imagen terrible para cualquiera que la vea a simple vista. Es la devastación de un edificio en el que hasta hace poco, muy poco, vivía gente. Nada más verla uno entiende rápidamente el dolor que aquel lugar produce en muchas familias. Vidas rotas, proyectos de futuro segados de un plumazo. La observo bien y, por un momento, me recuerda a una casa de muñecas, donde puedes ver todas las habitaciones desde fuera, y, pienso, esta es mucho más bonita. No tiene papel pintado en la pared, está destruida, pero paradójicamente tiene alma. Tiene, sin duda, la fe de Matías, aquel sacerdote atrapado, y la de tantísimos creyentes nacida entre esas cuatro paredes.
La foto que acabo de ver me ha dejado tocado. Es la imagen de la explosión en la iglesia de La Paloma, en mi propio barrio. Junto al patio del colegio donde me crié dando patadas a un balón. Me parece mentira. Además, es la imagen de cómo quedó el edificio donde perdieron la vida David y Rubén, a cuyas familias conozco y con los que tuve la suerte de jugar al fútbol muchas veces. Y es el lugar desde donde a escasos metros Javier y Stefko también encontraron la muerte. Estoy desconcertado, y, entonces, brota en mí un sentimiento de agradecimiento a la persona que hizo aquella foto, sin duda, tan esperanzadora. Plasmar la fe en una fracción de segundo, ¿es eso posible? Para lograrlo, me digo, tiene que ser alguien que deba haber tenido una historia particular con este lugar.
Los chicos de las guitarras
Es el mes de marzo de 2020, un virus tiene encerrada a media humanidad, incluida Madrid. En un balcón de la calle Toledo, un grupo de sacerdotes, de amigos, salen cada tarde a cantar con sus guitarras, a dar ánimos con sus palabras a los vecinos. En uno de esos balcones, asomada, una chica rubia de ojos claros tararea todas las letras. No es creyente y no sabe mucho de religión pero aquellos hombres jóvenes que destilan optimismo le hacen gracia. Terminan las canciones y ella se vuelve a meter en casa, así hasta el día siguiente, cuando a las ocho de la tarde vuelva a tener su cita con aquellos curas tan «enrollaos». Vive sola y cada minuto de más en el balcón le da la vida.
Leire tiene poco más de treinta años, nació en Pamplona y es periodista. Llegó a Madrid para trabajar hace ya cinco años y desde hace un tiempo vive en el centro de la ciudad. Su apartamento tiene vistas a lo que parece ser la parte de atrás de una iglesia. Antes de la pandemia no había reparado en lo que podía ser aquello y, durante el confinamiento, le intrigaba que solo saliera gente de los balcones de un único piso. Qué hacen estos hombres en un edificio tan grande, serán oficinas o clases, se preguntaba.
Para Leire, como para decenas de vecinos y miles de personas por Youtube, el momento de las canciones en el balcón se convirtió en el más importante de la jornada durante todo el confinamiento. El primer día que salieron a cantar ella gritó un «¡gracias!» con todas sus fuerzas, era un momento de incertidumbre total, todos estaban pasando por la misma situación y que alguien quisiera entretenerla y darle esperanza era reconfortante. Eso sí, Leire sentía mucho cuando los curas aquellos salían a cantar por la calle de atrás y no por la suya, era un día sin poder terminar socializando un poco con los vecinos.
Avanzaba la pandemia y la luz al final del túnel quedaba un poco más lejos. Leire cada día echaba más de menos estar en Pamplona, con su familia, en su casa. Un día, cuando los curas del balcón cantaron la Salve Rociera, pensó que aquella canción no era muy madrileña, como ella, o tal vez un poco sí. Y esa noche escribió en su diario: «El hogar también es el sitio donde compartes el dolor«. Leire sentía que empezaba a hacerse un poco más madrileña gracias a poder compartir con el resto de sus circunstanciales vecinos, y con los sacerdotes del balcón, un mismo tormento. En aquellos balcones se estaba formando una comunidad muy variopinta de gente que se animaba entre sí. Un día eran los curas los que con sus canciones y palabras de esperanza hacían de teloneros a los que cantaban ópera o a los del tambor, y viceversa.
Una especie de fe
Y, entonces, la situación mejoró y el confinamiento más duro se terminó. Los chicos de las guitarras dejaron de salir y la vida retomó cierta normalidad. Aquellas tardes en el balcón entonando canciones quedarían marcadas para siempre en la memoria de Leire. Hasta entonces, ella siempre había creído que no tenía fe, la típica fe religiosa, pero empezaba a ver cómo se podía estar fuerte en medio del desastre de una pandemia. Aquellos balcones no se volvieron a abrir y Leire dejó de estar pendiente de sus ventanas.
Hasta que el pasado 20 de enero, festividad de San Sebastián, una tremenda explosión la levantó de un susto de la silla donde leía. Miró por la ventana, todo era humo y polvo. Pensó que la residencia de ancianos contigua se había derrumbado. Pero no, era el edificio desde el que salían los curas a cantar, el de todas las tardes a las ocho, había saltado por los aires. Los vecinos, sus vecinos de balcón, retiraban cascotes del suelo para que pudieran pasar los bomberos y las ambulancias. Como le dijo ese día por WhatsApp su mejor amiga: «Con todo el tiempo que habíais pasado juntos los vecinos era el paisaje el que había saltado por los aires».
Pero Leire empezó a recordar que aquel edificio no había sido solo parte del paisaje. Le vinieron a la cabeza las imágenes de aquellas tardes de marzo, de abril… cuando sentía miedo y soledad, y, sin embargo, esos chicos vestidos de negro le acompañaban. Recordó como si fuera hoy aquel día en el que, por primera vez en su vida y como si aquello fuera con ella, gritó desde el balcón: «¡Viva la Virgen de la Paloma!»
Leire estaba muy nerviosa y no entendía nada. Levantó la mirada hacia aquel edificio que tanta esperanza le había dado durante meses y vio un somier caer de lleno al patio colindante. Localizó el lugar del que había caído y vio una pequeña manchita, parecía una persona, estaba sentado, esperando tranquilo a que le rescataran. Si aquel señor al que se le había caído la casa encima estaba en paz, entonces yo también, y eso era también una especie de fe, se dijo. Agarró su cámara, y apretó el botón para hacer la foto.
Con información de Religión en Libertad/Juan Cadarso